El fatídico año 2020 toca a su fin. Ya estamos transitando las fiestas tradicionales, un momento bastante espantable, seamos sinceros, que en circunstancias normales suele ser complejo, por la intensa y abrumadora carga emocional que supone, y al que ahora se añaden los desafíos derivados de la pandemia. “No es verdad que me dé náuseas Navidad”, canta Joaquín Sabina. Pero en el fondo es cierto. Las imágenes de paz y felicidad, con el consabido arbolito cargado de regalos y de luces, son disparadas sobre la doliente humanidad sin tregua y sin pausa. Frente a ello, la realidad suele ser aviesa y se empeña en mostrar otras imágenes, mucho más descarnadas y para peor bien tangibles, que operan como violento contraste con la supuesta alegría de las fiestas. De un lado están la soledad y la nostalgia por los que ya no se sentarán a nuestra mesa; del otro lado emerge un consumismo que se vuelve feroz en estas fechas. Es cierto que la pandemia ha contribuido a ralentizar, en parte, el fenómeno de los banquetes multitudinarios, debido a la necesidad de mantener un relativo aislamiento, y motivado más que nada en el creciente desempleo y multiplicación de la pobreza, que impide tirar la casa por la ventana.
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Pero, además, por debajo de todo eso, subsiste el sentimiento oscuro que deparan las fiestas, derivado en buena medida de esa suerte de reflexión casi obligada sobre lo que ha sido nuestro año, el mío y el suyo, el de todos nosotros, en referencia a acciones y omisiones, conflictos no resueltos, actitudes y propósitos, éxitos y fracasos personales. Como si todo esto fuera poco, en estas puntuales fiestas se suman, como convidados de piedra, los problemas derivados de la pandemia, en especial aquello a lo que acabo de hacer referencia: el imparable aumento del desempleo y la pobreza. Nada es igual a la Navidad pasada. La arrolladora pandemia nos ha pasado por arriba, aquí y en el mundo entero; la humanidad en bloque ha pasado a estar situada en un tiempo y en un lugar equivocado, de los que quisiéramos escapar y no podemos.
Si hasta hace un año deseábamos la consabida prosperidad -palabra reconfortante que suele añadirse en las felicitaciones de fin de año-, ahora nos conformaríamos con estar vivos y, por supuesto, lograr aniquilar al maldito virus. Todo giró y se desplomó sobre su eje. Ya no se trata de poder gastar esta o aquella suma en las compras navideñas ni de ofenderse porque este o aquel familiar no vendrá, o de brindar para que sea posible cambiar el auto el año próximo. No. Lejos de eso, ahora estamos asomados a un verdadero abismo de reducciones, en lo que a aspiraciones y metas personales se refiere. La Organización Mundial de la Salud acaba de advertir sobre el crecimiento de las enfermedades mentales durante el mes de diciembre, y no es casual. Es que ahora, a los habituales sentimientos de ansiedad, angustia y soledad, debemos sumar la incertidumbre, el aislamiento y la tristeza en las que estamos sumergidos.
Una vez más, ante este panorama, me permito recomendar el consumo de filosofía y buena literatura, antes que comida y montañas de regalos, tarjetazo mediante. He dicho muchas veces que, en mi opinión, el arte es salvífico (así como la filosofía), puesto que, entre otras virtudes, posee el poder de asomarse a los miedos y desgarros más profundos del ser humano; y esto, paradójicamente, nos ayuda a enfrentar esas emociones. Emil Cioran, autor de numerosos libros sobre el drama y la miseria de vivir, estuvo obsesionado con el problema de la existencia misma. En El inconveniente de haber nacido, explora la insatisfacción de tener que transitar por este mundo con las ideas (y los dogmas) ya propuestos por otros; ante ello, caben dos grandes reacciones: por un lado están los que se unen a las filas de los nuevos portadores de la verdad (la verdad es esto o aquello, y no otra cosa, y ese sentimiento nos deja calmos y tranquilos, así como “automatizados en el amor a la vida”), y por otro lado se hallan los que no se sienten agradecidos con el solo hecho de haber sido traídos a este mundo, y no están dispuestos a continuar con la farsa de perseguir las supuestas verdades, ensalzadas sin la menor crítica por la mayoría.
Cínico y despiadado (en primer lugar consigo mismo), Cioran declaró que “en un mundo de oprimidos, yo respiro a mi manera. ¿Quién sabe? Quizá un día conozca usted el placer de apuntar a una idea, disparar contra ella, verla yacente, y después volver a empezar este ejercicio con otra, con todas”. Me pregunto si no sería deseable e incluso saludable realizar ese ejercicio propuesto por Cioran con la mayor parte de las ideas que rodean a las fiestas tradicionales. Acaso, si lo hiciéramos, tendríamos un poco de paz verdadera, y podríamos dedicar nuestra energía a ver lo que pasa en derredor; a dejar de repetir como autómatas los vacuos deseos de felicidad, y tender una mano a quienes peor la pasan en Navidad: los ancianos, los pobres, los solitarios de toda especie y condición.
Muchos escritores se han ocupado también de la navidad, desde distintas perspectivas. Entre nosotros, Eduardo Galeano escribió un cuento breve en el que un hombre, en vísperas de Navidad, halla a un niño enfermo, escondido y solo, perdido en la penumbra de un hospital de Managua. “Decile a alguien que estoy aquí”, le susurra el niño. Yo me quedo con ese mensaje. Tender el oído para escuchar la voz de alguien perdido, aislado, angustiado y cercado por fantasmas, ya sean propios o ajenos. Tender el oído para sentir ese llamado casi impronunciable. A eso se reduce, al final, todo lo bueno que podemos hacer en estas fiestas tan pandémicas, tan inclementes, tan tiránicas.