Comencemos por dos situaciones muy comunes en los deportes, una del fútbol, la otra del básquetbol, pero que esencialmente son las mismas y encierran la reflexión que queremos proponer. Ambas son aberraciones socioculturales naturalizadas, inmoralidades antideportivas. En el caso del básquetbol, como veremos en el ejemplo dos, el ‘corte’ debería ser sancionado por antideportivo y disponerse de 3 tiros para frustrar el cálculo costo-beneficio que legitima el corte.
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Uno: En 1970, en la semifinal contra Brasil del Mundial de México, Jairzinho pasó como un poste a Mujica (lateral izquierdo de Uruguay) y luego hizo lo mismo con Matosas (zaguero izquierdo de Uruguay), antes de conquistar el gol que puso 2-1 a Brasil, antes del final 3-1. Ambos defensas uruguayos, pero sobre todo Matosas, fueron ‘sancionados’ públicamente por no ‘cortar’ la jugada con la posibilidad del foul como recurso defensivo.
Dos: En básquetbol está consensuado, y hasta naturalizado como recurso táctico que a nadie debiera ofenderle, que un equipo en desventaja deba hacerle foul (‘cortar la jugada’, se llama en la jerga), de modo de poder recuperar una posesión del balón que pueda darle 3 puntos, y así intentar descontar arriesgando, a lo más, sufrir 2 tantos en contra.
Pasa la pelota, nunca el jugador
Durante muchos años tuvo que cargar Matosas con el fardo de que se le criticaba como responsable del segundo gol de Brasil en México 1970, por ‘no haberle hecho foul a Jairzinho’. En primer lugar, Uruguay, a esa altura del partido ya estaba muy disminuido porque la FIFA se lo había cambiado para la altura, viniendo Brasil del cuarto de final en la altura y Uruguay del llano.
Al pobre Matosas quizás no le daba ni para acercarse al bólido negro con ventajas físicas (se puede repasar el momento en YouTube). Pero, en segundo lugar, qué reivindicación hacemos de la infracción como ideal de juego, o bien, dónde queda la deportividad, el fair play, el juego leal para con el otro, que vendrían a ser parte esencial de los deportes como componentes importantes de una vida sana, ética, en la que ha de respetarse -como en este caso- la superioridad del rival coyuntural.
Si los deportes tienen sentido como actividad humana lúdica y creativa, expresiva de habilidades y capacidades varias, lo es porque se supone que si alguien ‘es’ mejor, hizo algo mejor, o usufructuó de alguna situación que lo hizo ganar, nadie debería ofenderse ni menos intentar impedir esas superioridades -estructural, puntual, situacional- mediante infracciones que anulen esas superioridades; y, lo peor, tantas veces con riesgo físico para el ‘superior’ que es anulado en su superioridad por una cobarde e inmoral antideportividad del inferior, que no tolera ser superado, y que debería tolerarlo si es deportista cabal y no un individualista o patriotero inescrupuloso y riesgoso para el otro.
‘Hacerle foul’ para pararlo, o hasta ‘matarlo’ para eliminarlo del juego, son perversiones que aparecieron con los individualismos, localismos y los intereses económicos desmesurados del deporte moderno. El ‘foul’ (que quiere decir desleal por oposición a ‘fair’, leal) nace para proteger a los más hábiles y capaces, y a los que estaban transitoriamente en ventaja con la pelota, de la ambición de los defensores y del riesgo que implicaba su vehemencia destructiva.
En el fútbol, los ‘fouls’ protegían la deportividad, la integridad física y la excelencia de los jugadores, y el ‘hand’ protegía la especificidad del nuevo deporte recién separado del rugby -el football- en su uso casi exclusivo de los pies para jugarlo.
La inmoralidad del foul táctico
El foul no es, entonces, un recurso de juego, a usar cuando no podemos usar otros. El foul es en todo caso la sanción a infracciones en que la deportividad y la excelencia de los atletas se vigila, y lo mismo su integridad física; porque quienes conducen el balón no se pueden defender bien frente a quienes se lo quieren quitar, y deben ser protegidos en sus capacidades, habilidades, probabilidades de éxito e integridad física por el reglamento y los árbitros.
Hacer un foul como recurso técnico-táctico para anular la superioridad de un adversario es un ataque flagrante a la deportividad, a la esencia del deporte, que es competir con excelencia por triunfos, sin apuntar a hacerlo por medios específicamente excluidos por el reglamento, que los hace ‘antideportivos’. Es una inmoralidad sociocultural; y la tenemos perversamente naturalizada como inteligente recurso táctico, en realidad recurso lumpen-capitalista, a lo más enraizado en la picaresca renacentista del Lazarillo de Tormes y de tantos héroes criollos del Olimpo popular.
Ni jugadores, ni hinchas, ni entrenadores, ni periodistas, ni dirigentes deberían exigirle a nadie que cometa una deslealtad antirreglamentaria (en el extremo físicamente riesgosa) para evitar la superioridad estructural o coyuntural de otro; el deporte es aguantar que el mejor gane, y perder con la mira puesta en ganar luego, pero siempre sin ataques a la deportividad ni a la superior excelencia del otro ni a la integridad física del adversario.
Tengamos en cuenta que casi la totalidad de los deportes modernos son una invención de la aristocracia noble inglesa en pasaje del feudalismo monárquico al industrialismo burgués; un inglés puede matar a miles en sus colonias, asaltar buques como pirata o bucanero, pero jamás cometería una deslealtad con sus pares en un juego, sea de cartas o deportivo. Esa rígida ética interpares es la de la deportividad, amparada del fragor de la lucha y de las ambiciones excesivas del populacho por los reglamentos (especialmente ‘hand’ y ‘foul’).
Es claro que la industrialización y el capitalismo cambiaron los deportes, e hicieron admisibles las infracciones como instrumentos para la obtención de fines más allá del ludismo, la excelencia y la deportividad intrínsecas; pero justamente por esa perversión se impone esta reflexión; para que veamos qué estamos construyendo y cómo estamos implementando, quizás sin perfecta conciencia, esa perversión del ludismo, de la excelencia, y de la deportividad que es la transformación de una infracción protectora de ludismo, excelencia y deportividad en un recurso inescrupuloso, inmoral y hasta riesgoso para el otro, para ganar antes que nada y por sobre cualquier consideración moral.
Cuando le pedimos a un jugador superado por otro, o por una situación, que use como si fuera un mero recurso táctico una infracción, estamos construyendo esa perversión capitalista de actividades que aun rescataban valores interpares del feudalismo. Por ejemplo, hay deportes en que se confía en que el jugador no trampeará ni mentirá; en el golf, es el propio jugador el que llena los datos sobre cuántos golpes le llevó un hoyo, y dónde quedó la pelota para el siguiente golpe. Y a nadie se le ocurre que un jugador va a anotar menos que los golpes que le llevó un hoyo, o que va a correr la pelota hacia un lugar más favorable para el próximo tiro. Salvo a Donald Trump, ese mentiroso múltiple y tramposo ubicuo, que juega porque es prestigioso; pero anota menos golpes y corre la pelotita… Como bien corresponde a su nombre: trump-oso en golf, en política, y también en su vida comercial y privada.
Pero esas pequeñas inmoralidades del ‘pasará la pelota, pero el jugador nunca’, cobardía convertida en sensatez lumpen, o del ‘corte táctico’ para poder disponer de la opción de triples frente a rivales que a lo más podrán anotar 2 puntos, son todos comienzos de inmoralidad antideportiva que alimentan a jugadores monstruosos capaces de atacar el físico de sus congéneres y colegas de profesión. Ahora hay registros suficientes como para hacerles juicio penal a jugadores como Pepe, Sergio Ramos y Zúñiga (el colombiano que casi deja paralítico a Neymar en 2014). También a Van Bommel o De Jong. O una buena cantidad de juicios civiles, en daños y perjuicios, daño moral y lucro cesante a Julio Montero Castillo, Paolo Montero, Walter Olivera, Obdulio Trasante, Carlos Paz y un largo etcétera de defensas golpeadores.
Los jugadores hábiles y creativos tienen que empezar a defenderse jurídicamente de los más troncos que los atacan. Penal y civilmente. Pueden sacar mucho, y ayudar con sus demandas judiciales a sanear el ambiente deportivo.