En la novela de la vida, ocurrieron en nuestro país muchos acontecimientos relacionados con la lucha por el trabajo digno, con el salario y con la huelga. Todos fueron, sin excepción, dolorosos y amargos, porque a ningún trabajador de este mundo le agrada tener que enfrentarse al poder instituido y poner en riesgo su medio de vida, salvo que no encuentre otra salida. En la novela de la vida, en el año 1911, Batlle recién había asumido su segundo gobierno, cuando estalló en aquella tranquila ciudad de Montevideo la primera huelga general de los tranviarios.
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Los tranvías de la capital, esos mismos que hoy podemos contemplar en unas pocas fotografías de época, pertenecían por entonces a dos empresas extranjeras. Una era la United Electric Tranways of Montevideo Limited, y era inglesa. La otra era la Compañía Alemana Transatlántica. Cuando los trabajadores crearon su propio sindicato, la respuesta de las empresas fue el inmediato despido de todos los miembros de la directiva, que eran nueve.
No quedó ni uno solo en su puesto, porque había que dar un escarmiento ejemplar contra cualquiera que se atreviese, ya por entonces, a desafiar al gran capital con pretensiones salariales y demás reivindicaciones. Fue entonces cuando, fracasadas las negociaciones, estalló la huelga. Faltó así el transporte público porque, como sucede en todas las huelgas y paros del universo, la única protesta y el solo instrumento con el que suelen contar los trabajadores es la detención de sus tareas. Y esto, por fuerza, trae como consecuencia la retracción del servicio en cuestión.
Llegó pues, la fecha de la huelga general, y en la mañana de ese día se produjo en la Av. 18 de Julio una concentración de miles de trabajadores que se dirigió a la casa del presidente Batlle, en Mercedes 891, entre Florida y Andes. Llegados hasta el lugar, los trabajadores exigieron la presencia del Presidente. Entonces Batlle salió al balcón. Según un relato de la prensa, el poeta Ángel Falco, que supo ser además militar, diplomático y anarquista, se subió a un árbol y leyó de viva voz una proclama en la que señaló cuáles habían sido las conquistas sociales alcanzadas por los trabajadores durante el gobierno batllista, instando finalmente al presidente a sumarse al movimiento de protesta. Esta situación, que puede ser entendida como un horror, un verdadero sacrilegio o una insolencia por quienes desprecian a los trabajadores, constituyó un desafío mayúsculo. Se hizo el silencio entre la muchedumbre. El aire se cortaba con un cuchillo, como suele decirse. Pero don Pepe Batlle solo necesitó unos minutos de reflexión. Su respuesta fue: “Organizaos, uníos, y tratad de conquistar el mejoramiento de vuestras condiciones económicas, que podéis estar seguros que en el gobierno no tendréis nunca un enemigo, mientras respetéis el orden y las leyes”.
Esta anécdota, que pinta de cuerpo entero a Batlle, retrata también varias cosas más. En primer lugar, invita a meditar en esa proposición formulada por el prestigioso historiador Gerardo Caetano, quien afirma enfáticamente que el batllismo era una izquierda. En segundo lugar arroja luz sobre el proceder recto de un gobernante que -más allá de su ideología- se abstiene de incurrir en groseras manipulaciones, en prejuicios y en actitudes demagógicas dirigidas a entorpecer el reclamo legítimo de los trabajadores, pertenezcan al ramo productivo o al servicio que pertenezcan. Pero también demuestra que la historia no deja de ser dialéctica en su curso; que la historia no es un progreso indefinido y ascendente (salvo, tal vez, en ciencia y en tecnología) sino que está continuamente acechada por caídas y retrocesos en la ardua conquista de los derechos humanos.
La huelga es uno de esos derechos, y sin embargo, a más de cien años de aquellos acontecimientos, estamos hoy presididos por un gobierno de talante liberal conservador que no trepida en considerar a los trabajadores como sus enemigos, toda vez que no se limiten a aceptar pasiva y resignadamente cada uno de los abusos que se pretende inferirles. Entre esos trabajadores, parecería que la primera línea de choque -para el gobierno, reitero- estuviera constituida por los docentes. No será por casualidad, en especial teniendo en cuenta que los docentes son los formadores de nuestros niños, niñas y adolescentes, y que la aparente cruzada que llevan adelante los sectores de la coalición de gobierno apunta a señalar a toda libre manifestación de pensamiento como una amenaza que debe ser prontamente conjurada. Batlle, haya sido o no de izquierda, y aun sin creer en la lucha de clases uno de los puntales de la teoría marxista- obró sin embargo en favor de los más débiles, actitud que a la más rancia derecha conservadora le causa, de acuerdo a sus actitudes de hoy, una suerte de maligna urticaria. Ahora, en vísperas de un paro docente, esa derecha conservadora enarbola una serie de discursos en los que, básicamente, parece estar tomando como rehenes a los niños y niñas que acuden a los comedores escolares. No se trata únicamente -lo cual ya sería bastante grave- de que emita juicios que nadie la ha pedido sobre la oportunidad o inoportunidad del paro docente. No se trata solamente de que apunte a un diálogo racional con una parte tan importante de la sociedad y de la ciudadanía. No se trata de que esté desconociendo y descalificando el derecho a la huelga, que es en todo caso un acto político democrático de primer rango.
La cuestión radica, además de todo eso, en la burda e inaceptable manipulación de los niños y niñas y de su necesidad. Como dice Antonio Baylos Grau, catedrático español del Derecho del Trabajo, toda huelga es ante todo “un proceso de aprendizaje”. Para ambas partes: trabajadores y gobierno. La huelga, además de constituir un derecho consagrado en nuestra Carta Magna, expresa la resistencia ciudadana al abuso, a la inseguridad, a la arbitrariedad en la toma de decisiones, a la injusticia en el reparto de bienes materiales e inmateriales. La huelga crea un espacio de visibilidad del trabajo, de su valor y de su dimensión social, y demuestra la importancia de ese servicio o actividad. Por eso está prevista en el artículo 57 de la Constitución, inciso tercero: “Declárase que la huelga es un derecho gremial. Sobre esta base se reglamentará su ejercicio y efectividad”.
Quienes se rasgan las vestiduras –deseando, en el fondo de sus almas, que esta norma no hubiera sido plasmada jamás por nuestro constituyente, y que la han leído con lupa para ver de qué modo pueden actuar contra ella- suelen argumentar que, si bien está reconocida como un derecho, el constituyente no la definió ni marcó sus límites. El argumento desconoce la propia índole del derecho del trabajo, que por algo -y no ciertamente por olvido o descuido del legislador- no está contenido en ningún código laboral. ¿Que el derecho de huelga tiene límites? Obviamente. No existe ninguna figura normativa que no los tenga. Ni la huelga, ni ninguna otra de las figuras normativas, pueden ejercerse con abuso de derecho. Pero no debe olvidarse que sigue siendo un derecho. Volviendo a don Pepe, éste expresó que “tenemos el sufragio universal y la forma republicana de gobierno, que ponen el destino de las multitudes en ellas mismas” (El Día, 30 de noviembre de 1919).
En la actualidad, el gobierno liberal conservador parece contrario a esa idea. No solamente proclama, a propósito de la reciente ley de teletrabajo, que las ocho horas son algo caduco, sino que, de cara al próximo paro docente, las autoridades de la ANEP salen a utilizar a los niños y niñas (a su estado de necesidad, a su hambre) como caballito de batalla para descalificar la medida. La grieta sigue ensanchándose. En próximas entregas seguiremos comparando aquel viejo batllismo y sus logros, con la herencia decadente de quienes hoy por hoy tienden al castigo, a la intolerancia, a la indiferencia y al olvido.