En una entrevista televisiva de esta semana, Lacalle Pou dijo que Roberto Lafluf se está comiendo un garrón sin comerla ni beberla. Esa figura del lunfardo fue la elegida por el presidente para exculpar a Lafluf de un delito que todo el mundo sabe que cometieron. Lacalle no pudo explicar nada sobre la destrucción de un documento público, abiertamente planificada en el piso once de la Torre Ejecutiva para que la sociedad no supiera nada de los chats entre la exvicecanciller Carolina Ache y el exsubsecretario del Ministerio del Interior, Guillermo Maciel, que demostraban que las autoridades conocían que Sebastián Marset era un narcotraficante “peligroso y pesado”.
La estrategia de Lacalle, cuando invoca el concepto de garrón para describir la sospecha e investigación penal que se cierne sobre la conducta de su asesor Lafluf, persigue varios objetivos simultáneos y, en mi opinión, evidentes. Por un lado, quiere salvar en la opinión pública a Lafluf, jefe de campaña de Álvaro Delgado y su asesor principal. Pero es obvio que busca algo todavía más importante: quiere que la investigación se detenga ahí y no escale, porque en el mismo momento en que el fiscal corrobore que rompieron la copia protocolizada de los chats que se encontraba en el expediente que debía ser entregado a los senadores opositores por orden de la Justicia, va a querer saber quién dio la orden de destruirlos. Y no hay ninguna posibilidad de que la destrucción de ese documento no haya sido ordenada de forma explícita o autorizada, al menos, por el presidente de la República. No hay ninguna alternativa a este escenario, porque desde el principio, no hay ninguna posibilidad de que ese expediente haya llegado al piso once desde el despacho del entonces ministro de Relaciones Exteriores, Francisco Bustillo, si no mediaba una solicitud imperativa e inequívoca del presidente. ¿Es que acaso podemos creer que el ministro Bustillo envió a la Torre Ejecutiva un expediente que debía ser entregado ese mismo día sin que nadie se lo pidiera? ¿Es que acaso podemos creer que la reunión secreta organizada en el mismo piso donde está el despacho del presidente, a la que debieron concurrir dos subsecretarios entrando por el garaje de la Torre, se hizo sin conocimiento, anuencia y directivas de Lacalle Pou? ¿Es que alguien puede creer que sólo pasó a saludar?
Lacalle Pou necesita instalar la hipótesis del garrón para proteger a Lafluf, pero también para protegerse a él. Sobre todo para protegerse a él. Es demasiado claro lo que sucedió y, además, se inscribe en un modus operandi cuasi mafioso del que han hecho gala: destrucción de pruebas, espionaje a opositores, inteligencia y pesquisa ilegal sobre periodistas, sobre sindicalistas, sobre su propia exesposa, vínculos reiterados y más que notables entre figuras del Gobierno y personajes del hampa, algunos de características increíbles, como el tal empresario y estafador ultimado por su expareja hace pocos días.
De todas las causas que ha habido en este gobierno, la causa hija del caso Marset, la causa que se abrió con la declaración en Fiscalía de la ahora precandidata Carolina Ache es la más complicada para Lacalle. No es que sea la más grave (no lo es), pero es la única en la que realmente el cúmulo de pruebas es tan abrumador e indiscutible que no pueden zafar. Por eso Lacalle le pone el mote de garrón a lo que está pasando. Dice que quiere que se trate ya, pero sabe que lo peor que le puede pasar es que se trate ya. Y por eso sería bueno preguntarse qué fue lo que habló el presidente con la fiscal subrogante Mónica Ferrero. Porque él quería hablar de “lo que se viene”. Porque esa reunión no tiene nada de típica. Y nada de típico tuvo su filtración. Pero lo cierto es que existió la reunión con ese vago orden del día y lo cierto que no han faltado las figuras de este Gobierno que han celebrado que la fiscal Ferrero dirija ahora el Ministerio Público.