Cuando conocimos el audio de la exfiscal Gabriela Fossati, mucho antes de hacerlo público, en el que confesaba, entre otras cosas, que no se iba a inmolar, nos preguntábamos si estábamos ante una cobarde o ante una cómplice. En una primera instancia, y por un buen tiempo, le otorgamos el beneficio de la indulgencia, porque nos podíamos imaginar a las presiones que estaría sometida y, si bien la cobardía no es una actitud moral que merezca elogio, no entraña en sí misma falta de probidad o indecencia.
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Pero el tiempo pasó y las actuaciones de la fiscal renovaron las dudas, hasta que una serie de eventos concatenados las fueron despejando definitivamente. Me refiero en particular a su intento de convertir el caso Astesiano en el caso Leal, produciendo una desviación inverosímil del objeto de investigación en una oscura metamorfosis de un caso que involucraba al Gobierno en un caso contra sus opositores. Esa actuación insólita no podía ser consecuencia de la pura y exclusiva pusilanimidad, tenía que haber otra cosa, porque la cobardía, con ser reprochable, no convierte al cobarde en perverso. Luego, ante el escándalo que suscitó su comportamiento extravagante, la fiscal se prodigó en denuncias por difamación e injurias contra el presidente del Frente Amplio, contra el periodista Carlos Peláez, contra el director de Caras y Caretas, Alberto Grille, y comenzó su vodevil de licencias curiosas y retornos oportunos. Las perdió todas en sobreseimientos cuyo contenido la dejan muy mal parada y, finalmente, fue apartada de la causa cuando se hizo evidente también para la Fiscalía de Corte que la fiscal estaba jugando otro partido que no era el propio de la Justicia.
Si algo faltaba para demostrar lo equivocados que estábamos cuando la creímos apenas una fiscal que no estaba a la altura de una causa de esa naturaleza, se termina de corroborar con los últimos episodios de su peripecia: la publicación de un libro con el diario El País, algo que ya había hecho en su momento Héctor Amodio Pérez y que no puede ser otra cosa (Dios no permita que subestimemos por ingenuos al diario caganchero) que una operación política contra la Fiscalía, con el único propósito de debilitarla cuando hasta el propio presidente es investigado, y que lleva en su título la invocación malversada del concepto de “manada”, utilizada allí por aquello a lo que remite, aunque no tenga nada que ver con nada: las violaciones grupales de mujeres indefensas.
Y ahora, finalmente, con timming concertado, la exfiscal lanza su carrera política en un sector del oficialismo y no en cualquiera, en el sector liderado por Laura Raffo, candidata del herrerismo tradicional, corriente política que responde directamente al presidente o bien a su padre.
Es tan grotesco lo que ha hecho Gabriela Fossati, ahora devenida política stricto sensu, que en cualquier lugar del mundo debería ameritar un escándalo. En Uruguay tal vez no, porque no tenemos todavía esa sensación de que todo es una joda, y este episodio pasará como una anécdota ilustrativa de la desprolijidad, pero no tendrá, por cierto, mayor vuelo. La carrera política de Fossati no parece conducir a ninguna parte, por lo menos por el momento.
Este Gobierno, que ya ingresó en su último tramo, no tendrá forma de esquivar su legado en la memoria popular. Y será un legado horrible. Un Gobierno atravesado por la corrupción, que no pudo explicar la existencia de una banda de la Torre Ejecutiva ni su relación con un jefe de los narcos. Pero, entre otros motivos, no podrá esquivar su legado porque la persona que tenía la responsabilidad de investigarlos, en lugar de ir hasta el hueso, terminó acomodándose en una de sus facciones, haciendo gala de una falta de valor y de independencia que la acompañarán como vergüenza para toda su vida.
El daño que le han hecho a la imagen del país es inestimable. Dañaron todo, incluyendo la confianza de la gente en la justicia, que está por el suelo, cuando se trata de investigar al poder. No le podemos desear, entonces, suerte a la señora Fossati, porque su forma de incursionar en la política es la más impresentable de todas.