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Editorial piantao | Argentina | Milei

Argentina

Piantao, piantao

El caso Milei tiene la peculiaridad de que las propuestas que promueve son elegidas como en un catálogo del mal.

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El resultado de las elecciones primarias en Argentina suscitó el asombro generalizado, porque la Libertad Avanza de Javier Milei obtuvo un inesperado primer lugar en un escenario de tercios, con escasas diferencias entre los principales lemas. Milei, además, fue por mucho el candidato más votado en términos individuales, superando sus propias expectativas y el vaticinio de la mayoría de las encuestadoras.

No vale la pena reseñar las propuestas delirantes de Javier Milei, que van desde la supresión de ministerios y de ayudas sociales y la privatización de la educación y la salud, hasta la venta de órganos, porque es poco probable que sus votantes lo hayan votado por su programa. El grueso de los siete millones de argentinos que pusieron su boleta, lo hicieron más como una expresión de bronca y ruptura que por un minucioso análisis de sus ideas, entre las cuales quizá apenas hayan sido muchos seducidos por la promesa de una dolarización en un país que sufre una inflación alta y depreciación constante de la moneda nacional.

El fenómeno Milei no es del todo original. En el mundo hay muchas experiencias de outsiders que, encaramados en el desprestigio de los sistemas políticos, obtienen buenos resultados electorales. Humoristas como Beppe Grillo en Italia, un payaso como Jimmy Morales en Guatemala y hasta un actor como el actual presidente de Ucrania, que protagonizó una serie donde hacía de presidente, terminó construyendo un partido con el nombre de la serie y ganó las elecciones.

El caso Milei tiene la peculiaridad de que las propuestas que promueve son elegidas como en un catálogo del mal. Son exactamente el tipo de propuestas que cualquier consultor le diría que no mencionara. Es como un antihéroe de caricatura, un sujeto que promueve lo peor de lo peor y, pese a eso -o debido eso-, obtiene éxito en el desencanto.

Él no propone arreglar todo, sino romper todo lo que queda en pie. Y esa apología de la destrucción, que es también de la celebración de la destrucción de un discurso bajo los supuestos de la sensatez, tiene un gancho en una parte de la sociedad que se hartó de vivir mal en los últimos ocho años y no está buscando una promesa de salvación, sino un lanzallamas que arrase con todo.

Hay una cierta racionalidad en el electorado de Milei, quizá mayor –curiosamente– que en los otros electores, como señalan algunos analistas en Argentina. Si las dos grandes coaliciones que han ordenado la política argentina en los últimos años han llevado al país a la crisis que se vive ahora, ¿por qué votarlos?, ¿por qué no darle la oportunidad al que se presenta como el enemigo de la “casta”, entendida como los elencos que vienen disputándose el poder hace unos cuantos años?

Pero claro, Milei no es ajeno a esa supuesta casta. Es un fantoche y, además, un fantoche fácil de disciplinar por el poder real. Milei no es un revolucionario, porque Milei ni se imagina enfrentarse a las corporaciones ni a los dueños del mundo. Basta un mensaje de la embajada o un buen llamado al orden de las corporaciones económicas para que Milei se alinee y gobierne dentro de los márgenes de lo que le permitan. No es un candidato contra la oligarquía ni contra el Imperio, es un artefacto del poder que acumula con un discurso de enfant terrible. Pero tiene bien claro dónde está su enemigo y dónde está su patronal.

Por eso, Milei es menos importante que el mensaje de sus votos. Porque no representa una transgresión semántica, pero el conjunto del pueblo que lo está votando sí representa algo novedoso y, además, muy peligroso para el destino de la Argentina. No es fácil discutir este punto con millones de personas que consideran que ya hace rato que viven más allá de los límites de lo tolerable.

Milei es una respuesta destructiva hacia ciertos consensos trabajosamente logrados, como la importancia de la educación pública o las políticas sociales, y es una respuesta que surge del cansancio y la desesperación, pero también de una profunda incomprensión sobre las causas de la crisis que abate a la Argentina. En mi opinión, el gobierno de Alberto Fernández no pudo desactivar la bomba que dejó Macri: un endeudamiento astronómico con el Fondo Monetario Internacional contraído en muy poco tiempo y con una cascada de vencimientos imposibles de afrontar. Es muy fácil culpar a Fernández de ese fracaso. Decir que actuó sin coraje o sin la suficiente inteligencia. Pero realmente la bomba neutrónica que le dejaron era prácticamente imposible de manejar para cualquiera y, para colmo, en el contexto de una crisis sanitaria histórica.

Los que quieren culpar al peronismo, simplemente atacan a este gobierno que termina y señalan los indicadores sociales y económicos nefastos sin ofrecer ningún contexto. No hablan de la deuda, del fondo monetario, de las corridas contra la moneda, la situación calamitosa que le dejaron. Por supuesto no mencionan que el gobierno de Macri había heredado un país desendeudado, con el salario en dólares más alto de América Latina, donde el grueso de la campaña electoral transitaba en las denuncias de corrupción (la mayoría nunca probadas) y las protestas porque Cristina Kirchner hacía cadenas nacionales a la hora de las telenovelas.

Como la bomba no se desactivó, aunque se evitó su estallido total, el ajuste se hizo perpetuo para poder cumplir con los vencimientos, y la sociedad continuó su camino de empobrecimiento masivo, aunque con altos indicadores de empleo y señales importantes de reactivación económica que cualquiera que vaya a Argentina puede apreciar. Por eso, y aunque parezca una curiosidad, el ministro de Economía, Sergio Massa, tiene muchas chances de acceder a la segunda vuelta y ganar. Faltan casi 60 días para las elecciones. Milei va a correrse un poco a la racionalidad para no asustar, pero tendrá que hacerlo con cuidado para no perder su presunta autenticidad. Patricia Bullrich tendrá que pelearle votos por derecha, porque muchos de los votantes de Milei provienen del macrismo. Pero, haciéndolo, corre riesgo de echar a los votantes del gris Horacio Rodríguez Larreta. Y Massa tendrá que hacer una campaña de purísima sensatez, pero también de autocrítica. Su desafío es acceder a la segunda vuelta. Y quizá ahí, la contradicción principal se juegue en términos de serenidad o desmesura. De racionalidad o delirio. De aplomo o psicopatía.

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