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Editorial gobierno | Lacalle Pou |

Crisis política

Un gobierno corrupto

Ahora que sabemos que estamos ante un gobierno corrupto, una verdadera asociación para delinquir, el dilema sobre qué hacer con eso para el bien de nuestro país no es de resolución sencilla.

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La única disyuntiva que cabe en este momento es si hay que fingir demencia y mantener a Lacalle Pou flotando como un corcho hasta las próximas elecciones, pese a la multitud de indicios de que tiene responsabilidad principalisima en los bochornosos actos de corrupción que se conocen hasta la fecha, o si hay que promover una valoración institucional de su conducta activando el artículo 93 de la Constitución. Con toda honestidad, eso es lo único que merece un análisis detallado en el sistema político, porque ya no hay ninguna duda de que el Gobierno incurrió en delitos flagrantes por intermedio de toda la nomenclatura íntimamente ligada al presidente y, por supuesto, es absolutamente imposible aceptar que el presidente no sabía o, directamente, no daba las órdenes.

De la resolución adoptada por la mesa política del Frente Amplio en la tarde del miércoles, reunida con urgencia tras el impactante testimonio de la doctora Carolina Ache, exsubsecretaria de la Cancillería, única que pagó con el cargo y, curiosamente, la única que parece medianamente inocente en este entuerto, de la resolución del Frente surge que la izquierda no quiere de ninguna manera activar mecanismos de juicio político cuando faltan menos de 12 meses para la primera vuelta electoral. Pero importa preguntarse si este aserto estratégico es verdaderamente lo que corresponde en una lógica de principios.

No hay una solución perfecta ante un gobierno corrupto y menos si la corrupción se imbrica con el narcotráfico y la concertación para mentir. Es que no estamos ante funcionarios individualmente corruptos, sino ante una ostensible trama de confabulados para delinquir y funcionarios del más alto rango reunidos para organizar una mentira, una estafa a la democracia y a las instituciones que incluyó la destrucción de documentos públicos, la presión para que otros funcionarios cometan delitos, pierdan celulares y escondan pruebas.

Debemos tener presentes muchas cosas para entender el fondo de esta trama. La primera es que Sebastián Marset no es un narco más, sino uno de los más importantes de América del Sur y para obtener el pasaporte que le permitió salir en libertad en Dubái y, posteriormente, fugarse, no sólo contrató al abogado Álvaro Balbi, también puso guita para que el trámite se llevara a cabo. ¿Cuánta guita? Mucha. En Bolivia hablan de 10 millones de dólares, como reveló Carlos Peláez; en Paraguay también se mencionan montos millonarios. Pero no es necesario saber cifras hoy, lo que hay que entender es que Marset estaba dispuesto a pagar y cuando se trata de un hombre multimillonario preso, y perseguido por la justicia de varios países con imputaciones de delitos de sangre y de narcotráfico, estaba dispuesto a pagar mucho. Muchísimo. Mucho más dinero del que puede recibir un funcionario de baja categoría. Coimas de esas que sólo las reciben los que manejan la lapicera.

Ahora que sabemos que estamos ante un gobierno corrupto, una verdadera asociación para delinquir, como sorpresivamente le imputó con acierto a Alejandro Astesiano la inefable exfiscal Gabriel Fossati, antes de cerrar la causa con un abreviado lamentable, ahora que lo sabemos, el dilema sobre qué hacer con eso para el bien de nuestro país no es de resolución sencilla. Por un lado, la gravedad de lo que ha quedado a la luz nos sugiere que el juicio político es un camino insoslayable, incluso cuando no contara con los votos para ser promovido. Este no es el juicio político infundado e imbécil que intentó promover la bancada de la oposición a la intendenta Carolina Cosse, este es un juicio político completamente fundado ante la multitud de elementos que permiten acusar al presidente de ineptitud, omisión o delitos. Por otro lado, dado el terremoto institucional que implicaría una medida de esta naturaleza cuando falta tan poco para las elecciones, donde el presidente no puede reelegirse, es posible que el camino de denunciar a viva voz política, pero sin innovar en el plano de las acciones institucionales, sirva como antesala suficiente para el escarmiento que el pueblo deberá brindar en las urnas, en el marco de elecciones sosegadas, sin necesidad de activar mecanismos por caminos cuyo derroteros se desconocen por nunca antes transitados.

El problema que subyace a esta decisión es la noción de impunidad que se instala si un gobierno puede hacer esto sin ser juzgado por las instituciones. Ese es el dilema que está ahí, sobre la mesa. Si es tiempo de la Justicia o es tiempo de la paciencia. ¿Qué es lo mejor para la patria?

Encastre

"Ahora que sabemos que estamos ante un gobierno corrupto, una verdadera asociación para delinquir, como sorpresivamente le imputó con acierto a Alejandro Astesiano la inefable exfiscal Gabriel Fossati, antes de cerrar la causa con un abreviado lamentable, ahora que lo sabemos, el dilema sobre qué hacer con eso para el bien de nuestro país no es de resolución sencilla".

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