Por Martín Generali
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Un día después, a 3.400 metros de altura, alguien grita mi nombre en la Plaza de Armas del Cuzco. En las escalinatas de la catedral los turistas toman el café de McDonald’s y se entregan a la tibieza de un sol que atravesó tiempos mejores. La que grita es Ismenia, una diminuta cuzqueña cuya sangre indígena se revelaba en la rugosidad violenta de sus mejillas, como si algo de aquella pureza luchara por salirse de un rostro humedecido de cosméticos.
Por lo demás, tenía una cartera con dos celulares y a cada uno de sus gestos los acompañaba una libreta de recibos. Me ofreció su mano, preguntó por mi arribo, dio por descontado mi agotamiento y me habló de aquella ciudad, alguna vez secreta, a la que sólo se podía llegar si le entregaba cien dólares. Ismenia ejercía la autoridad de un viejo pirata que terminaba de tragarse el último mapa del tesoro.
Hemos dado en llamar encuentro de dos mundos a lo que Ismenia hacía. Claro está, no se representaba, entonces, la escena del indígena broncíneo, de rodillas, sometido por el rubilindo cristiano, quien sostiene una espada sobre el cuello del infiel en tanto un dios perverso, en algún lugar del cuadro, aprueba. Se trataba de nosotros, Ismenia y yo, regateando en un mercado.
Con los siglos habían variado los contextos y sus roles. Había cambiado significativamente el precio final. El negocio se concretaba al pie de la estatua de Pachacuti, quien señalaba con su bastón de mando alguna de dos cosas: el mar por “donde vieron llegar a los hombres barbados” o el sitio por donde arribaban los turistas (también barbados) con sus guías de Lonely Planet. Quinientos años después, eran los recién llegados quienes compraban los espejos.
Se calcula que un millón de turistas llegan cada año a la ciudad de Cuzco para conocer Machu Picchu, internacionalizar las cocinas de sus restaurantes, visitar casas de masajes, reescribir en su propio idioma las cartas de menú, dotando de profesionalismo cada gesto que podía ser sincero en comerciantes, mozos, choferes, recepcionistas de hotel y dependientes de bar. Donde el turista llega, la inocencia se pierde.
En otras épocas, el negocio que Ismenia laudaba con una calculadora de rutina sobre la mesa, bajo las brumas de un cibercafé, habría requerido de un representante del papa y un par de escribanos miopes que dieran legalidad a los trámites. Corrían entonces épocas de demarcaciones sangrientas y los jefes de Pizarro se repartían siete millones de almas (un imperio inca a tiempo completo de trabajos forzados) como si fuesen los doblones de un baúl. Ismenia hizo sus cálculos. Se podía dejar por menos. Algo más de cien dólares, incluyendo regresar a Aguas Calientes por la noche.
–Entonces, Martín, ¿reservamos lugar en el tren?
–Cuánto habría dado Pizarro por escuchar una propuesta como esa, Ismenia.
Ismenia no reveló la menor reacción frente al comentario y extendió en forma de billete la mano peruana que alguna vez fue inca.
Perú Rail es una empresa privada. El transporte desde Aguas Calientes hasta Machu Picchu es explotado por una empresa privada. Ismenia es una empresa privada. El hijo del sol ha sido privatizado. El hijo del sol es una empresa privada. La historia es un cuento en el que todo aquello que los malos no conquistan, lo compran.
A la mañana siguiente, cuando son las cinco, Ismenia pasa por mí. Cuzco está vacía y el viento sopla frío a través de los callejones. Ismenia reservó para este instante un rosario de premoniciones que vaticinaban el triste final del santuario. Escaso cuidado estatal, sobreexplotación, venta abusiva de boletos, discriminación en los servicios y eso que llamó “gente poco seria que se ha metido en el medio”. Dos micros nos aguardaban frente a la casa de Garcilazo. Ismenia me despidió al pie de sus columnas.
–Suerte allá arriba –me deseó, y me despidió con el saludo que usan las madres cuando nos envían de paseo.
“Allá arriba” busco a un hombre llamado Juan. Juan será mi guía, el que me dirá por dónde, el que me abrirá la puerta. Me hablará de ángulos imposibles y piedras de una lisura inexplicable, de la precisión matemática de los encastres, de la teoría que se da por correcta y de las otras, estrafalarias, que ven extraterrestres dirigiendo las cosas, completando un plan cósmico de obras por licitación.
Juan estaba incluido dentro de mi precio y sobre su figura recaían, por tanto, obligaciones contractuales como la de ser él quien me buscase a mí. Pero no fue el caso. Una vez más, escuché que gritaban mi nombre. Así, al parecer, funcionaba aquel negocio de alcanzar a los incas desde que Pizarro cargó con su espada: alguien gritaba un nombre, anunciando al que llegaba, y ya nada podía impedirlo.
No era el tal Juan, sino su amigo, Tomás, el acicalado empleado de una librería quien corría por los andenes de Aguas Calientes, eludiendo viajeros mientras decía que no con su mano. Yo no debía partir en el autobús al que ya me subía. Ismenia había telefoneado desde Cuzco a su socia, dueña o responsable de un hostal en la parte más alta del pueblo, dijo, jadeante, Tomás. Mientras pasaba un peine por su cabello negro, me puso al tanto de la situación. Juan había dicho a lsmenia que dijera a la amiga de Ismenia que ésta le informara a Tomás que el tal Juan, mi guía, no estaba dispuesto a esperarme después de las doce. El imperio estaba disuelto, pero su sistema de postas no.
Uniendo un punto con otro, corrían bastante más que las noticias de Ismenia o los pasos veloces del correcto Tomás. Sobre modernas vías férreas, los trenes llegaban de Ollantaytambo trayendo viajeros, sonrientes detrás de sus lentes negros.
Nada en los vagones recordaba el mundo andino y sus autobuses hinchados de pasajeros, mercados que desbordan de gritos y un tránsito donde casi todo vale. Había espacio en sus pasillos, azafatas que nos ofrecían café, maleteros con corbata, y funcionarios amables como mayordomos cortaban en dos un boleto con su respectivo código de barras
Cuatro días después de haber partido de Lima había llegado a Machu Picchu. Me encontraba –como Ismenia lo anticipó- “arriba”.
Arriba: una pareja se abraza con veneración. Una hilera de viajeros desciende con lentitud. Un casal de llamas trepa de dos en dos los escalones. Las cámaras disparan sobre la largura de sus cuellos. Cuando los turistas se despojan de sus obligaciones digitales, todo adquiere la paz de los ritos, una secuencia de procesión se cumple.
Ese señor, el de la barba, esa mujer, que se quita las gafas, ese joven, que busca palabras antes de escribirlas en su diario, esa señora, que parece rezar, dejan para después un mundo que ha quedado demasiado lejos.
Las piedras, en tanto, retienen el misterio. Solo nos es dable imaginarlos. Presentir sus constructores en las faldas que siguen al Puente del Inca, conjeturando por lo bajo entre los corredores, murmurando sobre traiciones e infidelidades, preparando los rituales y las ceremonias. Entonces las noticias llegan, causando confusión. Un día, imperioso, del modo en que se huye, escapan por estos caminos de piedra. De pronto ya no están aquí. La joya del imperio se convierte en un pueblo fantasma
Estaba en Machu Picchu, donde las terrazas terminan. Allí arriba, donde no hay redes sociales, apoyé la mochila. ¿Qué otra cosa era Machu Picchu sino su distancia frente al resto? La paz de saber que no había ruido de bocina tan fuerte ni noticia tan rápida capaz de alcanzarnos. Todo quedaba debajo. El mundo, ese animal distante, durmiendo en algún lugar, debajo.
Cuando el sol desvaneció detrás de las cumbres del Guayna, los guardaparques irrumpieron de las partes altas con el rostro dominado por la desaprobación. Teníamos que dejar el lugar. Las llamas, y los dioses, no hacían horas extras.
Hiram Bingham medía dos metros, en una bien dispuesta estatura estadounidense, cuando dijo haberla encontrado, en julio de 1911. Bingham anunció el hallazgo de una ciudad perdida, desconociendo que el único extraviado era él, buscando aquello que no solo ya estaba descubierto –como toda América lo estaba– cuando Bingham llegó, sino que había sido encontrado por otro, un tal Agustín Lizárraga, agricultor peruano, nueve años antes, mientras buscaba tierras de cultivo.
Descendí caminando el trayecto hasta Aguas Calientes. Un espiral de escalones con algo de concéntrico que me producía la sensación de un mundo invertido sobre su centro, un relato infernal que, de un cielo lejano, se introducía poco a poco en el infierno de las cosas, ese lugar debajo que tan lejano nos quedaba
Cuando descendió, Lizárraga contó lo que había visto. “Era como si hubiesen abandonado todo de golpe”, dijo, a quienes escucharon su historia de palacios vacíos y personas que se habían ido. Lizárraga consiguió sobrevivir a la indiferencia histórica a la que Bingham lo condenó, cuando menos en la cubierta de los libros que Tomás ofrecía sin moverse de su silla. La de Tomás era una librería de luces amarillas que se apagaban sobre las bateas de ejemplares usados. Allí lo encontré, espiando tonterías de YouTube en la computadora del negocio
–¿Y? –Tomás cruzó y descruzó los brazos– ¿Cómo le fue por allá arriba?
–Hubiese jurado que aquí mismo no era “abajo” –respondí, y respiré todo el aire posible como quien lo bebe de una botella. Apoyé el cuerpo en una de las bibliotecas, repleta de ediciones, más o menos decorosas, sobre “Agustín Lizárraga, el verdadero descubridor de Machu Picchu”
–Se fueron de golpe –continué–, como ya lo dijo nuestro amigo Lizárraga
Una vez más, Tomás cruzó y descruzó los brazos
–Llegaron de golpe… –me corrigió– Es que nadie los estaba esperando, ¿no, patrón? – Tomás volvió a pasar el peine por su cabello negro.
–A los españoles, quizás –repliqué– Al resto nos espera Ismenia en la plaza de Cuzco, usted ya sabe como es eso.
Así como los imperios se comen a sí mismos, ellos se comían a Machu Picchu antes de que se lo comieran otros, y esa era una lección que habían tenido que aprender un día, también de golpe, dijo Tomás, dejándome conocer esa sonrisa que eligen los lugareños cuando prefieren no explicar demasiado.
–Ellos se habrán ido de golpe, patrón, pero nosotros seguimos aquí. De algo tenemos que vivir los Incas –dijo, y se precipitó hacia la puerta donde dos altas torres blancas se habían detenido a mirar la vidriera.
En la tapa de los libros, Lizárraga parecía observar la escena con irremediable resignación por algo. El peso de un maquillaje, por necesario que fuese, que cubría lo verdadero. La porosidad original de muros y terrazas quedaba, así, velada detrás de una película, domesticada por las formas, proclive a los colores «flúo». Un girar de rueda gigante, determinado movimiento en serie de sus partes, el hecho, siempre profano, de llegar, conquistar e irse. La desilusión porque también a Machu Picchu la alcanzaba, al fin, un poco de esa miseria que acumulamos abajo. La comprobación de que todo se hubiese vuelto un entretenimiento con localidades agotadas y había dioses por allí, vistiendo de sport en el marco de una selfie.
Tardé algunos días más en partir de Cuzco hacia Arequipa. Una mañana sorprendí a Ismenia sentada en una banca, bebiéndose una Coca-Cola, mirando sin mirar. Tenía los bolsos de la compra sobre sus rodillas y su rostro, inclinado para recibir el sol frío de Cuzco, era bañado por una luz clara. Sin clientes a los que alcanzar con un grito, Ismenia parecía lejana del fragor de sus colegas, todos anunciándose en la plaza de armas para llevar viajeros de tiro y ponerlos dentro de un tren.
Aunque lucía cansado y, tal vez, vencido, su rostro era el verdadero rostro de Ismenia, sin los ungüentos de farmacia a los que apelaba cuando se trataba de trabajar y el que me había enseñado el día que me ofreció boletos baratos para llegar al cielo. Tenía una pureza sin dobleces y un carácter transido que la hacían ver segura pero sin plenitud. Completó un breve cabeceo, reconociéndome, y abrió la mueca del que ya sabe cómo queda el lunes después de las compras, cuando todo luce conquistado por otro, sin noticias de lo que fue de los incas. En alguna parte, no muy lejos de allí, les habían jodido el Perú. A cambio, les habían dado ese otro rostro, nuevo de golpe, con el que me miró.
Un rostro curtido, de buena sangre indígena, pugnando por salir del maquillaje.