Independientemente del resultado que este balotaje de 2019 pudiera tener, no somos ni hemos sido nunca partidarios de esta herramienta como modo sociopolítico de perseguir legitimidad y representatividad políticas en los órganos de gobierno nacionales electivos. No lo votamos con la reforma constitucional estrechamente aprobada con el 50,4 contra el 46,2 en diciembre de 1996, que evitó lo que hubiera sido casi seguramente el primer triunfo frentista en 1999, y que propulsó la presidencia de Jorge Batlle y la cuasi configuración de una posición político electoral ‘rosada’. (Tomamos este uso de la palabra ‘rosado’ de la pionera visión de Emilio Frugoni, que preveía una confluencia electoralmente motivada, síntesis cromática de esa convergencia entre ‘colorados’ y ‘blancos’, partidos políticos que, en otros contextos de la vida sociopolítica, estaban tan enfrentados que hasta habían llegado a cruentos enfrentamientos desde mediados del siglo XIX hasta comienzos del XX.
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Como ocurrió en 1999, en este año 2019 el ‘rosadismo’ tiene buenas probabilidades de evitar una victoria electoral frentista con su máximo porcentaje de sufragios en primera vuelta, y de entronizar en la presidencia al candidato del segundo partido más votado en cuanto a votos directos emitidos en primera vuelta, que en 1999 fue un ‘rosado’ colorado y en 2019 podría ahora ser un ‘rosado’ blanco. Y ésta, mucho más allá del debate técnico, politológico y jurídico, es la racionalidad, motivación e intencionalidad más relevante para entender al instrumento del balotaje dentro de la lógica del sistema electoral institucional: unirse más allá de diferencias para impedir la elección de algún mal mayor bipartidariamente sentido como tal. Pero, maquillando esta causalidad central a la institucionalización legal-constitucional del balotaje, hay razones técnicas, políticas y jurídicas, que pueden analizarse con buen provecho.
A la causalidad básicamente político-electoral del intento de imposición del balotaje, deberíamos añadir un análisis de algunos argumentos cosméticos, sin embargo nada desdeñables, que se arguyen como racionalidades instrumentales del balotaje como herramienta sociopolítica apta para mejorar algunas cualidades del sistema sociopolítico en crisis en el mundo y en Uruguay desde el último cuarto del siglo XX: representatividad, legitimidad, gobernabilidad, confianza. Veamos, en primer lugar, la racionalidad política a la que siempre responden las propuestas de reforma constitucional en la historia uruguaya. Y, en segundo lugar, hasta qué punto los balotajes serían instrumentos idóneos para remediar crisis de representatividad, legitimidad, gobernabilidad y confianza.
La racionalidad política de reformas constitucionales
Ya hemos visto que la propuesta de balotaje persiguió y obtuvo una postergación o evitación de triunfos electorales de coaliciones de izquierda en 1999 y quizá también en 2019. Pero el cangrejo político electoral debajo de la piedra técnica, política y jurídica es una constante de todas las reformas constitucionales a través de toda la historia uruguaya. Ya lo son desde la pionera de 1830, que consolida el triunfo bélico de los doctores, de los patricios y de los intereses imperiales británicos -apoyados por Argentina y Brasil-, y la derrota puntual de los caudillos, de Artigas y del artiguismo, y de los nacionalismos regionales confederables.
Todas las subsiguientes reformas propuestas y aprobadas institucionalizan, con la bendición de su inclusión en la cúpula jurídica de los Estados-nación, las constituciones, un statu quo político -a veces posbélico- que debe santificarse para consumar una pacificación social. A nuevos avatares bélicos y políticos sucederán nuevos intentos de pacificación y consolidación del equilibrio y balances de cada nuevo statu quo sociopolítico; todas las reformas constitucionales, y las medidas integradas en ellas, responden, en profundidad, a una intencionalidad política. Este balotaje de 2019 sostiene y afirma un ‘rosadismo’ partidario antifrentista, imperfecto pero eficaz, que se inaugura cuando las papas queman y evitar un triunfo de coaliciones de izquierda parece más importante que remarcar los matices de diferencia inter e intrapartidarios.
¿Remedio para la crisis de representatividad?
Diversos análisis politológicos han subrayado la paulatina pérdida de representatividad de las instancias electivas y de candidatos y electos en las democracias del siglo XX. La ingenua teoría clásica de las democracias políticas supone que los candidatos y los electos representan eficazmente la voluntad del soberano popular. Ello supone, a su vez, que contenidos, formas políticas, candidatos, electos y sus designados, ‘representan’ intereses, valores y contenidos técnicos y éticos de sus representados. Pues bien, esta cuasi utopía teórica, tan deseable como dudosa, parece perder pie con el transcurso del funcionamiento del sistema democrático político partidario, y con la evolución del complejo económico y sociocultural.
Algunas de las medidas ideadas para minimizar esta decadencia han sido tales como imponer la obligatoriedad del voto: en parte para disimular la representatividad insuficiente, y en parte para procurar que la obligatoriedad lleve a una posterior espontaneidad del sufragio, como esperanza de formación democrática, pese a que sea intrínsecamente una medida de imposición autoritaria de un sistema político antiautoritario como lo son idealmente las democracias políticas.
Si una gruesa como fácil medida de la representatividad democrática es el porcentaje de voto de los aptos bioadministrativamente para hacerlo, la obligatoriedad ‘aparenta’ interés político, participación y representatividad. Si la ocupación de los cargos de gobierno se decide por mayorías electorales, a mayor porcentaje de apoyo a alguien, mayor representatividad mutua elegido-elector. Si todo esto fuera así, maximizando el apoyo electoral a los triunfadores, mayor fortaleza de la democracia.
Sería mejor, entonces, que los triunfadores obtuvieran un apoyo electoral mayor, y mayor a 50%, para pretender representar mejor y ser representantes. Si el ganador debe disponer de más de 50% de los votos válidos y/o una distancia mayor a 10% entre partidos, supuestamente se fortalecería el sistema en comparación con el porcentaje de apoyo anterior al balotaje.
El balotaje, entonces, reduciría la crisis de representatividad mediante el dudoso apoyo de un voto obligatorio que casi fuerza a optar entre primero y segundo en la primera vuelta; quien gane no lo hará con un magro porcentaje de 38%, sino con más de 50% del apoyo, obligatorio y forzado por la binariedad del menú. Más aún, se supone también que si las mayorías son la mayor garantía para la legitimidad del sistema, se está más cerca de la voluntad del soberano con una mayoría mayor que con una menor, con la resultante de que un balotaje que cuasi obliga a simular interés, participación y representatividad sería preferible a una instancia única y simple que no parezca expresar interés, participación y representatividad en esa medida.
¿Remedio para la crisis de legitimidad?
Si la legitimidad, o sea la creencia en el deber ser del sistema, está anclada en evidencias cuantitativas de interés, participación y representatividad, entonces estos obligatorios y forzados números que supuestamente lo evidenciarían inyectarían legitimidad política en los sistemas sociales. Esta legitimidad deseable, como la representatividad candidatos-gente, estaría en crisis desde la crisis de los Estados de bienestar, desde los 60 en el mundo, América Latina y Uruguay.
Posiblemente el libro de Jurgen Habermas, de 1974, Crisis de legitimidad en el capitalismo tardío, más la producción de Claus Offe, de Murray Edelman y Albert Hirschman, representan lo mejor de una enorme producción convergente del último cuarto del siglo XX. Sin embargo, esas representatividades y legitimidades muy dudosamente se incrementan con los balotajes, ya que si puede argüirse que los números obtenidos mejoran ambos caracteres, cualitativamente el sistema pierde; porque es forzado y no lleva necesariamente a una mejor espontaneidad futura, como beneficio de un costo autoritario tan notorio. La representatividad, formalmente aumentada en números, material y cualitativamente la disminuye, porque la calidad de los apoyos se resiente en sus razones, argumentos y retórica, así como una cultura política afectada por esta decadencia cualitativa material escudada en una recuperación cuantitativa formal.
Además, el carnaval electoral retórico y publicitario, y el gasto de dineros públicos que podrían ser mejor asignados en gastos alternativos se multiplican, sin que pueda argumentarse seriamente que esas realidades y esas representatividades y legitimidades sean efectiva y eficientemente mejoradas por balotajes. Ni que hablar que los candidatos forzados a una elección binaria representan menos que los de primera vuelta a sus representados, y que, por tanto, su legitimidad como candidatos y como electos es cualitativamente menor que la de la primera vuelta pese al engañoso incremento cuantitativo logrado en interés, participación, representatividad y legitimidad como superficial resultado de la herramienta del balotaje y de sus consecuencias político electorales.
Son, y esto sí, una herramienta político electoral de variable utilidad, como lo fueron en 1999 y quizás en 2019, pero no puede seriamente argüirse que su imposición mejora las crisis de representatividad y legitimidad de los Estados contemporáneos. Por desgracia, el balotaje fue suicidamente apoyado en 1996 por figuras centrales del FA como Seregni y Astori. No tenemos espacio para abundar aquí en cómo no son tampoco buenas herramientas para mejorar gobernabilidad ni confianza, otras crisis contemporáneas notables. Quedarán para la próxima.