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Política

Buenas nuevas para miserables

El impacto político de la omisión

No se trata de omitir, sino de ser omitidos; no se trata de negar sino de ser negado; se trata de dejar hacer, de hacer la plancha en la función, de encontrar la justificación de la inacción, de la inoperancia. Ni siquiera es la trancadera del burócrata; es estar y no ser. Es brindarle a la gente ausencia, incertidumbres, falta de respuestas con actitudes bien esquivas. Y esto que parece obra de una voluntad personal, se suma al relato político de facturar en la crítica constante de una pésima gestión.

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En Uruguay la lucha política se ha centrado desde hace varias décadas, confirmando su tradición, en la disputa electoral; a simple vista parecería que la lucha política y sus tensiones, sus niveles de polarización, se resuelven el día de meter la lista en las urnas, luego de largas y hasta acaloradas campañas electorales.

Sin embargo, una mirada más profunda, sin apasionamiento político, nos dirá que en el período de cinco años que media entre una y otra elección nacional se produce una silenciosa pero constante acumulación de fuerzas políticas, que se podrán manifestar o no en el resultado electoral, pero que inciden en el andamiaje institucional y en ciertos temas de interés en la opinión pública.

A veces ni siquiera esta suerte de cotidianos sabotajes a las responsabilidades laborales, a la siembra de incertidumbres, a la prolongación de los plazos, tienen que ver con lealtades partidarias o responden a un plan fríamente calculado, pero tienen impacto, generan reacciones, lecturas, llegan hasta el cuestionamiento de sus responsables y se sintetizan políticamente.

La lucha política entonces, vista así, permite visualizar toda su dimensión; no solo se trata de convencer voluntades que den su voto, sino que además, se comprometan mínimamente con el proyecto político, esto es, en el manejo  institucional.

Agazapados y poderosos

¿Dónde están, quiénes son? ¿Qué hacen o no hacen? Están allí justamente en todos lados y parecería que en ninguno. Se pierden en el bosque del  mapa organizativo  institucional, acechan detrás de un escritorio o de una baranda, en una oficina, un patrullero.

Sortean a su manera sus autoridades más inmediatas y hacen de la cadena de mando un fino collar de quinceañera. Si la omisión y la falta al trabajo quedan en evidencia, entonces claro, ya prepararon como buenos conspiradores los hechos que les permitan argumentar y al menos generar la duda que evite investigaciones administrativas o entre en una nebulosa que dificulte arribar a conclusiones.

Tienen, en el sentido Foucaultiano de la concepción del Poder, la capacidad de ejercerlo contra sus ciudadanos; que el no dar respuesta, que omitir, es una manera de ejercer poder. Cuentan con el respaldo de pertenecer al Estado, aunque a todas luces atenten contra él o sus más caros enunciados.

Buenas nuevas miserables

En algunos artículos atrás, opinando sobre la delincuencia y las políticas del Ministerio del Interior, un amable lector me deseó que yo o alguien de mi familia fuéramos víctimas de delincuentes; en realidad, para cuando recibí sus deseos escritos, a mi hijo ya lo habían rapiñado y, en menos de un año, en la misma zona lo volvieron a rapiñar.

Solo que en esta segunda oportunidad la rapiña estuvo rodeada de una serie de circunstancias que fundamentan algunas críticas y el miserable uso político de estas situaciones. Pero olvídense de mi hijo; es uno más de los miles de trabajadores que viven en un barrio en la periferia de Montevideo, que llega de trabajar de madrugada en ómnibus y que se ha convertido en víctima involuntaria de quien elige a los pobres como su presa.

Donde hubo fuego

Hace unos seis años, el barrio Santa Catalina de Montevideo cobró notoriedad porque literalmente se prendió socialmente fuego;  un funcionario policial ejecutó a un adolescente hijo de una familia del barrio y sembró además pruebas para generar una acusación de que había repelido una agresión.

Fue el propio ministro del Interior quien salió a denunciar públicamente la maniobra y el Ministerio otorgó un reparo económico que entre otras cosas permite que la familia de la víctima esté al frente de un digno negocio. Sin embargo, la pradera se prendió fuego. Fuego cruzado, por cierto; desde la derecha más conservadora, los oportunistas políticos de centro derecha y la ultraizquierda criticaban duramente la gestión del Ministerio mientras volaban piedras y cócteles molotov contra la policía, los vecinos, los periodistas, se cerraba el acceso al barrio y cada segundo se deseaba que no apareciera una nueva víctima en una situación que parecía salida de control.

En esos días, una bomba incendiaria impactó contra la comisaría móvil; el ardor de ese contenedor quizás fue el símbolo del inicio de una nueva etapa.

Ni cenizas quedan

No se necesita ser muy sagaz para determinar la relación entre las rapiñas que se producen a las horas en que arriban los primeros ómnibus nocturnos y los rapiñados que son sus pasajeros al descender o cuando ya han avanzado algunas cuadras camino a sus hogares.

De hecho, esta noche de enero en un lapso de 50 minutos fueron rapiñadas por el mismo delincuente dos personas.

No necesita mayor lucidez el operador del 911 de turno para comprender que, si alguien denuncia ser rapiñado y golpeado, la presencia de un móvil policial no solo permite recabar la denuncia, sino además convertirse en el único traslado seguro a un centro de emergencia.

Para quien fue despojado de sus pertenencias, violentado físicamente, que agradece tener la cabeza abierta de un culatazo y no la frente partida por el plomo, la no respuesta inmediata, en caso de existir, es la mayor sensación de desamparo, en este caso de responsabilidad institucional.

En el Cerro de Montevideo, pero particularmente en sus barrios más periféricos, la ausencia de patrullaje nocturno, salvo los del PADO, es notoria. El contenedor que hace de comisaría móvil en Santa Catalina es un tosco adorno del paisaje que no cumple ninguna función de salvaguarda de los más débiles.

Ser y no estar

Sin embargo, hay una diferencia entre no haber patrullaje y no hacer patrullaje. En el camino recorrido desde Santa Catalina al Centro Coordinado del Cerro de ASSE, unos casi 7 kilómetros, no cruzamos en hora de la madrugada un solo patrullero, un solo funcionario policial pie a tierra; no eran pero estaban, no en la Seccional 24 donde se debió ir a radicar la denuncia por ausencia de un patrullero que nunca llegó; estaban animadamente apostados los funcionarios policiales en el Centro Coordinado del Cerro.

Capaz fue casualidad ese masivo encuentro en un punto exacto, que dejó huérfano de patrullaje a un barrio de más de noventa mil almas, pero el argumento de que no se pudo asistir porque se estaba custodiando un traslado, parece un poco excesivo.

Denunciar al juez

Los miserables de cuello duro sentados en sus poltronas lanzarán furibundos ataques a la gestión del responsable de seguridad pública, lo llamarán a sala y, mientras se desarrolla el circo político, el rapiñado, la víctima en general más humilde de nuestro pueblo, agregará a su bronca la inacción policial.

¿Pero quién denuncia a quien se supone debería haber velado por su seguridad o dar respuesta una vez que fue agredido?

El Ministerio del Interior por supuesto tiene mecanismos para investigar  estas denigrantes faltas de cumplimiento al deber.

Pero no es desde el enojo por la profecía cumplida que escribimos; es desde el lugar donde nos arrogamos el derecho a reflexionar si esta inacción no forma parte de una actitud que se suma al intento de generar incertidumbre en el seno de la población. A esta altura, si responde a una fuerza política opositora no es muy relevante, pero formará parte de la segunda entrega.

Fuese cual fuese su causa, sus motivaciones nos obligan a internalizar a cabalidad el alcance de la lucha política, más allá de lo electoral.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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