Desde hace meses me ronda la cabeza este tema. El interior del país, o sea ese vocablo bastante infeliz y falto de imaginación, que hace alusión al país entero menos su capital. Un extenso territorio al que llamamos, con no poco desdén, el interior, o sea lo de adentro, o lo de afuera, o lo de campaña. Lo que viene a quedar por allá, lo que no es verdaderamente importante, sino difuso, vago, impreciso y por qué no, salvaje y atrasado en diferentes grados.
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Fueron los españoles quienes comenzaron esta historia de desprecio y de ninguneo. Durante casi toda la colonia (1492 a 1810) se refirieron a este territorio como “tierras de ningún provecho”. Y en efecto, dentro de su estrecha concepción del mundo, la nuestra era una región inútil, ya que no poseía ni oro, ni plata, ni indios aptos para ser domesticados y explotados. De ahí para acá, nos quedó la maldición del mote.
Hablar del interior es, por lo menos, referirse a una cosa secundaria. Sin embargo, la Real Academia Española, a la que tanto recurrimos en materia de lengua (y con la que tanto nos peleamos, de vez en vez) dice que el interior no es propiamente todo un territorio, sino “la parte central de un país, en oposición a las zonas costeras o fronterizas”. Nosotros, sin embargo, obramos al barrer. Designamos en bloque a toda nuestra tierra, tan rica después de todo en diversidad geográfica y biológica, como “el interior”, sin molestarnos en realizar la menor distinción. Parece que a nadie se le ocurre la posibilidad del cambio.
Pero bien podríamos llamarlo de otros muchos modos: podríamos decir simplemente el país, o la nación, o los departamentos. Podríamos incluso recurrir a los puntos cardinales: el sur, el este, el oeste, el norte. O a las regiones en que suele dividirse al interior a efectos educativos. O a la dimensión geográfica; hablaríamos entonces, como lo sugiere la RAE, de la costa atlántica, la costa fluvial, la costa platense, la zona media, etcétera.
El verdadero problema no es el nombre que le damos al país entero (sacando a Montevideo) sino sus significaciones, implicancias y resonancias en términos sociales, culturales, humanos y políticos. Desde mucho antes de las últimas elecciones nacionales empezó a quedar claro para muchos capitalinos, que “el interior” del país era una fuerza enormemente desatendida. Y aun así, se la siguió desatendiendo.
El movimiento Un solo Uruguay, que llegó a expresar por boca de alguno de sus integrantes que “acá va a correr sangre”, y amenazó en su momento con llenar la capital de ovejas, no fue ni demasiado feliz ni demasiado respetuoso de las instituciones ni demasiado democrático, eso ya lo sabemos, pero envió unas cuantas señales de alarma que fueron olímpicamente ignoradas. Por detrás de ese movimiento, y por detrás de la mansedumbre y el silencio relativos de las ciudades del “interior”, latía y late todo un pueblo que ha sido dejado de lado, en forma más o menos sistemática, no solamente por los gobiernos frenteamplistas, sino además por casi todos los otros, de signo blanco o colorado. Hasta la guerra civil de 1904 nuestro país se dividía en dos grandes zonas, o incluso en dos gobiernos: el de Batlle del río Negro para abajo, y el de Saravia del río Negro para arriba. Uno gobernaba desde Montevideo y el otro desde el Cordobés. Después, hacia 1940, aparece Benito Nardone (Chico Tazo) quien, al margen de las divisas tradicionales primero, y después oscilando del herrerismo al coloradismo, empezó a hablar para los productores rurales con la música del Pericón nacional de fondo. Más allá de la ideología sustentada por Nardone, bien alineado en el bloque capitalista surgido de la guerra fría, y consecuente enemigo del comunismo, al cual veía hasta en la sopa, el interior del país comenzó a sentirse escuchado por esta nueva tradición, que era original en sus abordajes y en sus contenidos, trasmitidos gracias a la radio de transistores.
Más allá de las diversas etapas de conformación territorial del Uruguay moderno, que no es del caso mencionar aquí, en el interior la gente fue, y en buena medida sigue siendo, fiel a las divisas de los partidos tradicionales, por más que esa fidelidad no se deba siempre al leal saber y entender de cada ciudadano, sino a las presiones y los manejos de los políticos de turno. Para apreciar ese hecho, basta considerar los resultados de las elecciones municipales. Somos un país joven, así como somos un continente joven. Doscientos años de vida independiente, grosso modo, no son nada en términos de madurez política y de conformación de identidades nacionales. La inestabilidad ha sido el signo característico de Uruguay, desde que nació a la vida republicana en 1830. Nos fuimos acostumbrando a dirimir nuestros enfrentamientos ideológicos a través de la violencia de las guerras civiles, y eso ocurrió hasta ayer nomás. Antes de convertirnos en república, tuvimos diferentes nombres, al vaivén de nuestras circunstancias políticas: Banda Oriental, Provincia Oriental, Provincia Cisplatina, pero siempre mantuvimos una estructura territorial básica: la ciudad puerto por un lado, de cara al Río de la Plata, y el resto del territorio más allá, en un amasijo de pradera y penillanura que solo muy lentamente fue cobrando forma reconocible, y ni qué decir institucional. Por lo menos desde fines del siglo XVIII, nos acostumbramos a hablar de la ciudad (Montevideo) y de la campaña (en la que, con mucha suerte, había algunas villas y centros poblados).
A partir de 1830 hablamos de la capital y del interior. Y esto no ha cambiado casi nada, por lo menos en el imaginario de todos los uruguayos, los que viven en Montevideo y los que no. Hay una diferencia sustancial, sin embargo, entre muchas otras que podríamos destacar: mientras que los capitalinos miran con desdén al interior, el interior mira con recelo y con cierto rencor a la capital. Razón no le falta. El solo vocablo, reitero, alcanza para medir el grado de nuestra indiferencia. ¿Qué es el interior? Dicho de otra manera, ¿podemos hablar de interior para referirnos a todo un país? ¿No será, por lo menos, una omisión o incluso una falta grave del sentir nacional en su conjunto? Nos hemos olvidado, desde la capital sobre todo, de nuestro mal llamado interior. Para muestra, ahí está la letra de la famosa canción de Pablo Estramín, cuya vigencia continúa casi plena:
“Si te tienen que operar
Morís en la capital
Cuando quieras estudiar
Morís en la capital
Cuando quieras progresar
Morís en la capital”.