“Si nadie me lo pregunta, lo sé; si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”.
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Esta frase de san Agustín es mi tabla en el naufragio. Una tabla más bien endeble, pero a falta de algo mejor, la tomo y voy flotando, un poco a la deriva, en el mar de esta extraña pandemia. Me despierto un día sí y otro también, abro los ojos y me siento detenida en un tiempo congelado.
La noche ha transcurrido. La milésima noche, la misteriosa, la que parece alargar sus tentáculos sobre todos los objetos familiares, moldeándolos a su antojo y dándoles una dimensión distinta, que no es amable ni grata, sino casi oprobiosa. El día que sigue a la oscuridad va por el mismo derrotero. Pienso en todos los restantes seres humanos que conviven conmigo en este mundo. Son una nebulosa, una hipótesis y una metáfora, pero también una presencia palpable. Sobre esa humanidad de la que formo parte se extiende la incógnita del tiempo, manifestada en un presente eterno. Y sin embargo, eso mismo no es más que una sensación.
Pablo Milanés canta al “tiempo, el implacable, el que pasó”, y nosotros advertimos que, extrañamente, algo ya no cuadra en esa letra. El reloj dejó de avanzar. “Aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida”, sigue diciendo Milanés. Pero ¿qué pasa cuando las cosas detenidas constituyen la vida misma? Y aun cuando haya muchas personas -demasiadas, tal vez- que siguen saliendo a la calle a pelearse la vida (malabaristas en los semáforos continúan desafiando a cierta autoridad disparatada), para ellos también sigue detenido el tiempo.
El sábado pasado tuve que salir a la calle, yo también, por asunto de mis cursos virtuales. Necesitaba conseguir algunos libros de papel, palpables y materiales, que compré antes del desplome del 13 de marzo y que no había podido retirar. En uno de los dichosos semáforos se me acercaron tres hombres. Uno de ellos me pidió unas monedas y dijo que eso (las monedas) podría “evitar que haga una macana”. Podría haber leído en sus palabras una franca e indisimulada amenaza, pero más que nada leí desesperación, revestida acaso de ropajes diferentes a los que presenta habitualmente, pero desesperación al fin, provocada por la incertidumbre de una situación que no tiene miras de terminarse. Eso también forma parte del presente interminable, y del enigma del tiempo, que siempre ha suscitado el interés de la filosofía. Ese sábado, en ese semáforo, el día era esplendoroso, de una belleza tan rotunda que parecía insoslayable. Un sol otoñal se derramaba sobre todas las cosas. Los árboles a lo largo de la calle se revestían de tonos verdes y amarillos. La naturaleza irrumpía mansamente en el mundo, y se imponía sobre mi espíritu con cierta mansedumbre poderosa.
La amenaza desesperada de aquel hombre no llegó a quebrar esa paz, pero me hizo consciente de la ataraxia, o sea de ese estado de ánimo signado por la tranquilidad y la total ausencia de deseos y de temores, que suele penetrar el alma en ciertos momentos. Lo singular es que esa ataraxia solo puede producirse en el presente. No en el pasado, y mucho menos en el futuro. Solamente el instante actual es capaz de suscitar la idea de belleza y de calma, y aun los recuerdos necesitan del momento presente para aflorar. Voy así al otro enigma del tiempo, el del efímero ahora, cuya naturaleza no es tan volátil como a veces creemos; cuando se alarga de manera opresiva, es capaz de provocarnos la mayor de las angustias.
Hay un tiempo físico, el de los relojes y los ciclos naturales, medibles y cuantificables, y hay un tiempo del alma, relacionado a la memoria, la atención y la espera. Newton fue el primero en hablar de dos tiempos diferentes, uno absoluto (verdadero y matemático) y otro relativo (la medida sensible pautada por el movimiento). En el medio, se me ocurre, está situada el alma, que se escapa del tiempo absoluto y uniforme para refugiarse en el movimiento, que opera en buena medida como un bálsamo o consuelo momentáneo y, por qué no, como la suprema distracción humana.
¿A quién no le ha pasado obtener cierta calma durante la marcha de un ómnibus, de un tren y hasta de un avión, por dar solo algunos ejemplos relacionados con la ley de acción reacción? Para Kant, que aparece en el horizonte filosófico a mediados del siglo XVIII (nació tres años después de la muerte de Newton), el tiempo es una intuición pura sin la cual no es posible la percepción de ningún fenómeno ni la construcción de ningún conocimiento. En su obra Ser y Tiempo, el filósofo alemán M. Heidegger habla del tiempo existencial, constitutivo del ser humano, vivenciado a través de la experiencia. Confieso que Heidegger, lejos de atenuar mis angustias más secretas, las agudizó, y sin embargo su filosofía posee un magnetismo singular, porque devela esas angustias y se atreve a analizarlas.
Me gustaría saber qué dirían San Agustín, Tomás de Aquino, Newton, Kant y Heidegger sobre el confinamiento actual y sus implicaciones con el tiempo. En todo caso, imagino que Heidegger nos respondería que eso es asunto nuestro, y que nos compete enteramente, por aquello del horizonte de las posibilidades humanas, de la experiencia histórica, del ser-tirado-ahí-en-el-mundo (el Dasein), y un largo etcétera. O sea, nos indicaría dos posibilidades básicas: o enfrentamos la cuestión como podamos, o nos embromamos. En cualquier caso estaremos haciendo uso de nuestra cuota parte de existencia y de posibilidades como existentes, las cuales, dicho sea de paso, se estrechan día a día.
A Heidegger lo obsesiona el tema de la muerte, y a nosotros también. Prueba de ello es este “presente” en el que estamos sumidos; este ahora del que no podemos salir, compuesto de sucesivas capas tectónicas de incertidumbre y de desesperación, en el que volvemos una y otra vez al punto de partida, como si un dios perverso nos hubiera arrojado al túnel de Alicia en el País de las Maravillas, o al castillo de Franz Kafka. Por eso, porque el día después no quiere llegar nunca; porque en aislamiento o sin aislamiento, la ansiedad nos devora y la rutina inesperada nos aniquila; por eso, porque hay quienes siguen cobrando sus salarios, jubilaciones, pensiones y rentas, y hay quienes no cobran nada, y salen a lanzar veladas amenazas a los transeúntes; por eso, porque a cada quien le toca su calvario, su obsesión o su puntual vacío, me parece que este es un buen momento para asomarnos a la filosofía. No para encontrar recetas o fórmulas mágicas, ni para dejarnos vencer por las primeras páginas, sino para tomar esa filosofía, como si se tratara de un montón de barro, y construir con ella soluciones propias, adaptadas a la situación de cada uno. O para construir nuevos dilemas. O incertidumbres insospechadas. En cualquier caso, tiempo es lo que sobra.