La imagen lo dice todo, al tiempo que no dice nada. Salvo que estamos ante una fractura de un tiempo histórico sobre el que sobrevuelan incógnitas. Pese a que la coalición de gobierno monitoreó un país que registró quince años de crecimiento ininterrumpido, con la creciente redistribución de la riqueza que mitigó la sistemática concentración de la misma registrada en los períodos precedentes. Pese a que, desde que la crisis de 2002, Uruguay se mostraba indemne frente a las turbulencias financieras y sociales que sacudieron la región. Pese a todo ello, el oficialismo tuvo que resignar el gobierno ante una coalición heterogénea, sólo unida por la voluntad de desplazar del gobierno a quiénes, para los poderosos, no pasaban de ser unos advenedizos.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Se abre un nuevo tiempo y las propias figuras que ilustran esta nota sugieren que sobrevienen turbulencias. Se va el hijo del operario de ANCAP, el militante social de La Teja, el que nunca dejó se ser leal a sus orígenes, el hombre al que la vida cargó de espesor histórico, y llega al gobierno el hijo del introductor de la doctrina neoliberal en Uruguay, que sistemáticamente votó contra de la agenda de derechos que se instaló en el período progresista, un joven de linaje, con beneficios pero sin oficio, fuera de su sempiterna permanencia en escaños parlamentarios desde su primera juventud a fuerza de saberse poseedor de un apellido con prosapia.
«Se arrepiente de algo», le preguntaron a Luis Lacalle Pou durante la campaña electoral. Y sensatamente respondió que se equivocó al considerar que el tema de los desaparecidos era un asunto cerrado. Hoy pasó con el vehículo de su abuelo ante los Familiares de Desaparecidos y no sólo no se dignó mirarlos, sino que ni siquiera un gesto se esbozó en su rostro de flamante mandatario, pese a que una periodista corrió a su lado y le preguntó a gritos si tenía algo para decirles. En el país de las maravillas, tal vez el rey hubiera detenido su carroza y hubiera dirigido un saludo a sus súbditos dolientes, pero eso pasa en las fantasías, en las fantasías en las que tan a menudo creemos. Su gesto imperturbable podría ser interpretado como de indiferencia, pero también como de respeto. Esperemos -por el bien de todos- que sea esto último.
Ya en la Plaza Independencia, mientras se registraba el traslado del mando, una concurrencia, no tan escasa como podría esperarse, lo vitoreó mientras recibía de manos de Vázquez la banda presidencial. Lo vitorearon, pero fue indisimulable que entre esa vocinglería se hizo sentir más de una vez el grito infame de «Viva la dictadura» o el más reciente, que hizo popular un heraldo de las tinieblas: «Se terminó el recreo».
Cuando decimos una fractura histórica, no nos estamos refiriendo solamente a una transformación económica, a una reconfiguración social, a una masiva pérdida de derechos conquistados trabajosamente durante una década y media, a un retroceso a las peores prácticas de la política y del capitalismo salvaje. Vamos más allá. Es una fractura entre dos tiempos, en los que seguramente sea preciso enfrentar y conjurar fantasmas redivivos, espectros que ilusoriamente creímos que habían quedado en el pasado. Es decir, que en el fondo de esta fractura subyace un fondo ideológico y cultural, definidamente cultural, Quizás todas esas cosas se prefiguren en las solitarias figuras erguidas ante la estatua ecuestre de Artigas y tal vez sean las palabras las que hoy estén sobrando.