Mencioné al pasar, el otro día, al padre Cacho. No lo conocí, pero cada vez que me hablaron de él, cada vez que me crucé con su nombre, me evocó la figura adusta y sacrificada de un apóstol, de esos que andaban sucios y andrajosos, descalzos y de pelo largo, detrás del mensaje de Jesús. De paso el padre Cacho me evocaba, cómo no, todos y cada uno de los rostros sufridos de los pobres, los de acá y los de cualquier parte del mundo. Pero ¿cuándo me vine a encontrar de verdad con su historia? Lo hice del modo más inesperado, mientras daba un taller literario en el barrio Marconi, frente a más de diez mujeres tan adustas y tan sufridas como el resto de esa humanidad doliente que se multiplica en los barrios periféricos, y que ahora, más que nunca, se verá enfrentada a la cara peor de la pobreza.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
El taller literario consistió en tres largas horas de intercambio en las que esas mujeres desgranaron vivencias, a cuál más terrible, intensa e impactante. Una de ellas, llamada Olga, me contó que siendo ella una niña, el padre Cacho vivió por un tiempo en su casa. No lo dijo con particular emoción, orgullo o alegría, sino con una parquedad que me sonó a desgarro. Enseguida me di cuenta de que Olga no podía ver la vida de otra manera que a través del desgarro. Me dijo, con la mayor calma, que “al padre lo judiaban mucho… lo metían para adentro de una casa cuando pasaba, y lo molían a palos”. Para robarle, para exigirle más harina, más azúcar, más de todo. O tal vez para que les trajera dinero. O quién sabe por qué.
Olga está tan acostumbrada a la violencia, que ya no se puede inmutar cuando narra cosas como esa. En su propio cuerpo, largo y delgado, se amontonan las señales del sufrimiento. Tiene tatuajes en los brazos y en las manos; en la derecha lleva, bien grandes y nítidos, los nombres de sus cuatro hijos (aunque rato después, cuando le pedí que expresara algo sobre ellos, dijo que habría deseado otra vida y otros hijos). Olga estuvo en la cárcel, no sé por qué ni por cuánto tiempo. Olga debe haber sido, casi seguramente, una mujer abusada, ya que según me informaron, de seis mujeres del Marconi, cinco han sufrido algún tipo de violencia sexual. Olga padece de cierto resentimiento oscuro, atávico, que muy probablemente cualquiera tendría en su lugar. Pero todo eso no le impide esbozar una sonrisa sincera si alguien se dirige a ella con amabilidad.
Además, en ese taller al que me refiero, estaba una mujer que supo ser secretaria del padre Cacho en ya lejanas épocas. También con mucha calma, declaró que el padre fue la verdadera y auténtica representación de Jesús en la Tierra. Yo no sé qué haría ahora el padre Cacho, en esta terrible emergencia sanitaria, en esta crisis sin fondo que se ha desplomado sobre nuestro país. No me refiero únicamente a la peste mundial, sino a la circunstancia nacional. A las elecciones y a las decisiones del gobierno. A la inmensa pobreza y al sufrimiento. A la injusticia sin límite que se abatirá sobre los uruguayos. A la epidemia de la pobreza, que se multiplicará.
Más allá de la referencia a la iglesia, a la religión cristiana, a Jesús y a los apóstoles; más allá de cualquier moral heterónoma (o sea, cuyo mandato proviene del exterior y no del interior del individuo) creo que este es el momento en que comienza a desmoronarse un montón de arquetipos construidos en torno a conceptos como iniciativa privada, competencia individual, capitalismo, neoliberalismo, abuso del prójimo, abuso de la sociedad y abuso del planeta. Desde aquel terrible “hacé la tuya”, aparecido allá por 1989, justo cuando caía el Muro de Berlín, hasta hoy, hemos estado poniendo a prueba la resistencia del mundo, de la humanidad y del propio tejido social, en el medio de una carrera que bien podría llamarse “A ver cuál es más vivo”.
En este momento de crisis atroz, empezamos a poner en tela de juicio muchas prácticas e ideas que dábamos por buenas. La gente se olvida rápidamente del sufrimiento colectivo y de la devastación que las grandes calamidades causan. No tenemos idea de lo que pudieron haber sido las pestes de otras épocas, como tampoco tenemos la menor idea acerca de lo que pudo ser la Segunda Guerra Mundial. Pero ahora la calamidad viene a tocarnos la puerta.
Por eso pienso en gente fuera de lo común, como el padre Cacho y como el filósofo uruguayo, tristemente olvidado, José Luis Rebellato. Para ambos, uno desde su praxis cristiana y el otro desde la teoría filosófica de la liberación, la cosa estaba clara. Los dos hicieron su opción por los pobres; los dos consideraron que la salvación (cristiana o no cristiana) está en esos pobres y no en los ricos que van a misa y acumulan tierras, industrias, cadenas comerciales y cuentas bancarias. Los dos creyeron que la solidaridad humana dignifica a la persona; que la educación y la responsabilidad para con los más vulnerables propicia la salida de la pobreza. Los dos sintieron que a los más vulnerables se les debe siempre justicia y reparación.
Rebellato se recibió de doctor en Filosofía en la Universidad Pontificia Salesiana de Roma, en 1968; fue docente de la Universidad de la República y, al igual que el padre Cacho, desde muy joven convivió con los más pobres, sin muecas de asco y sin anhelo de poder y de riquezas. Primero se instaló en un barrio marginal de la ciudad de Melo y más tarde se fue a vivir a un ranchito de Sayago (creo que el piso era de tierra). Nacido en 1946, murió en 1999, en plena juventud. Ha sido definido por varios estudiosos de su obra como un pensador radical o un intelectual orgánico, en el sentido de Gramsci, ya que no solamente vivió con los humildes, sino que concibió un proyecto alternativo y transformador de la sociedad. Estos y otros muchos son los puntos que encuentro en común entre Rebellato y el padre Cacho.
Cuando el sacerdote murió, el 4 de setiembre de 1992, más de 4.000 personas y 50 carritos de clasificadores de basura acompañaron el cortejo fúnebre, y esto es algo que jamás podrá obtener ni el mayor ambicioso de este mundo. El féretro iba cubierto con la bandera de Uruguay y marchaba sobre uno de esos carritos, conducido por un caballo blanco, el más lindo y elegante que pudo hallarse en el cantegril. En vida, el padre dijo: “Siento la imperiosa necesidad de ir a vivir en un barrio de pobres y hacer como hacen ellos. No como táctica de infiltración, de camuflaje o demagogia, ni siquiera como gesto profético de nada, sino para encontrar a Cristo en cada uno, porque sé que vive allí”.
Yo, que no practico la religión cristiana, siento una invencible admiración por gente como el padre Cacho y Rebellato. Una admiración más grande cuanto más ruin me siento; porque en el fondo soy incapaz de renunciar a esas tres o cuatro cosas que integran el llamado confort, y porque me sigue dando mucho miedo la necesidad y todo lo que conlleva. La mayor parte de los uruguayos está hundida hasta el cuello en el miedo, la ambición y la vanagloria.