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Estados Unidos, su destino manifiesto y algunas casualidades

Por Marcia Collazo.

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Hemos hablado en anterior artículo del debut de Estados Unidos en la escena mundial, manifestado a través de la doctrina Monroe, en 1823. No eran todavía un bloque ni cosa que se le pareciera, pero iban en camino de serlo. Los países de América Latina, por su parte, iniciaban su penoso proceso de autodeterminación, siempre bajo el signo de una economía débil y dependiente, y sumidos para colmo de males en guerras internas y en marcos sociales elitistas y discriminadores. Uno tras otro cayeron bajo la influencia de los Estados Unidos, que por entonces se presentaban (ya) como los defensores del republicanismo y el progreso. Cierto era que frente a sus pretensiones se levantaba el fantasma de una poderosa liga europea: la Santa Alianza que (¿casualmente?) se formó a iniciativa de la Rusia zarista, allá por 1815. Pretendían echar abajo la perniciosa influencia de la Revolución francesa, reinstaurar el absolutismo monárquico e imponer, cómo no, sus altos ideales de “justicia, caridad y paz”. Esta reinstauración incluía la devolución a Fernando VII de su extinguido imperio colonial. Pero Estados Unidos, con su implacable sentido común, consideraba imposible que la Santa Alianza pudiera resucitar el liquidado Imperio español. En ese marco aparece la Doctrina Monroe, que en su esencia no perseguía otro fin que la expansión de los Estados Unidos, a través de la acción de presidentes como James Monroe y John Quincy Adams, quinto y sexto mandatario, respectivamente, de la nación del norte.

Establecía que cualquier intervención de los europeos en América (teniendo en la mira a la Santa Alianza y sus impulsos restauradores) sería vista como un acto de agresión que requeriría la inmediata intervención de los Estados Unidos de América (cualquier parecido con la actual situación de Rusia, Ucrania y las aspiraciones de la OTAN no es, desde luego, mera coincidencia, y no pretende validar ni justificar nada, pero sí aspira a que los lectores comparen y reflexionen en base a procesos de vasto alcance, y no a noticias sesgadas de última hora).

Mientras todo esto ocurría, el inglés Canning, diplomático de esclarecida astucia, que sabía ver de lejos, comprendió de cabo a rabo los fines ocultos de la Doctrina Monroe. Para combatirlos, su primera medida fue lograr un nuevo equilibrio político en la región, o sea, intentar captar a las nuevas repúblicas para su lado del mostrador; para ello reconoció en 1824 la independencia de las colonias españolas, y se dedicó a atacar a cara descubierta el «monroísmo», delatando sus designios ocultos (Canning venía a representar a la OTAN de aquel entonces, al querer captar a quienes estaban “destinados” a las fauces de Estados Unidos, y esto tampoco es mera coincidencia). Pero Inglaterra se vio obligada a ceder su posición en el Caribe a Estados Unidos, en especial a partir de 1898, aunque esta historia comenzó mucho antes. La expresión “destino manifiesto”, que no es equivalente a la doctrina Monroe, aunque guarda con esta profundos lazos conceptuales, fue formulada por el periodista John L. O’Sullivan, en un artículo publicado en Nueva York, en 1845. Allí decía: “El cumplimiento de nuestro destino manifiesto es extendernos por todo el continente que nos ha sido asignado por la providencia… Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino”. La pregunta que orienta el presente artículo es, en lo esencial, la siguiente: ¿existió un “destino manifiesto” por parte de Estados Unidos? ¿Qué poder superior, qué legislador universal le habría otorgado ese supuesto derecho? ¿No recuerda demasiado esto al concepto de “espacio vital” de Adolf Hitler? ¿Fue este el momento en que Estados Unidos comenzó a germinar su futura condición de líder de una mitad del planeta?

En todo caso, los orígenes del destino manifiesto son viejos; se remontan al siglo XVI, momento en que nace la voluntad reformista (religiosa) de los británicos. Max Weber y E. Troeltsch estudiaron los orígenes del capitalismo europeo y sus vínculos con el protestantismo (principalmente con la ética calvinista), y consideraron que en ese desarrollo se encuentra el origen mismo del destino manifiesto. La ética calvinista (contraria al cristianismo de Roma que prohíbe la usura, la acumulación de riquezas y el lucro) sostiene que la señal inequívoca de que uno ha sido elegido para la salvación (o sea, que cuenta uno con el apoyo y la ayuda divina) es la acumulación de riquezas y el éxito en los negocios. La pobreza es signo de que uno se va de cabeza al infierno. Esta ética calvinista fue determinante en el desarrollo económico de Estados Unidos, y en sus objetivos de expansión.

El país hizo de la austeridad puritana, de la energía puritana, de la autoconfianza y de la industria (puritanas también), los móviles que impulsaron su progreso y desarrollo económico, al punto de que Rodó los llamó la encarnación del “yo quiero” y del culto a lo material. Dada su supuesta superioridad racial, política, económica y religiosa, Estados Unidos eran el pueblo llamado a «civilizar» a los otros, fatalmente inferiores. El destino manifiesto sirvió a Estados Unidos como fabuloso pretexto para justificar su expansión territorial, que empezó, como decimos, sobre América Latina. Esta idea adquirió muy pronto marcados caracteres agresivos: una misión regeneradora, libertaria, democrática y republicana que desbordó el continente y abarcó a todo el mundo. Los argumentos, tan conocidos y tan manoseados que ya no nos provocan el menor escozor (lo cual sigue siendo grave), consistían en mejorar a los pueblos hispanoamericanos. El primer zarpazo de entidad comenzó con la invasión de Estados Unidos a México, en 1847, al que despojaron de más de la mitad de su territorio, echando mano de argumentos tan delirantes como su condición de pueblos inferiores a los que era preciso civilizar (hoy, en sus vergonzosas guerras en Medio Oriente, no han innovado mucho en materia de justificaciones).

Como si fuera poco, sostuvieron que las tierras desocupadas o “subutilizadas” por los mexicanos debían ser aprovechadas por los Estados Unidos, para lo cual echaron mano de otro de las ideas de John Locke. El 15 de mayo de 1847 se publicó un artículo en el periódico El Heraldo de Nueva York: «La universal nación yanqui puede regenerar y emancipar al pueblo de México en unos pocos años, y creemos que constituye una tarea de nuestro destino histórico el civilizar a ese hermoso país y facilitar a sus habitantes el modo de apreciar y disfrutar algunas de las muchas ventajas y bendiciones de que nosotros gozamos».

México no fue la única víctima de la expansión de Estados Unidos, pero allí se hizo efectiva por primera vez la teoría del destino manifiesto. Han pasado ya 175 años de esa invasión, pero los abusos y despojos sobre los pueblos no pueden medirse en escalas de tiempo, sino en sumas o en restas de reflexión y de memoria. Hasta el gran poeta Walt Whitman defendió esta suerte de predestinación anglosajona: «Anhelamos que nuestro país y su ley se extiendan lejos… en la medida en que ello quitará los grilletes que impiden que los hombres gocen de la justa oportunidad de ser felices y buenos». No por esa defensa de lo indefendible (la ley de un país no es y no será jamás la ley universal) dejaré de leer (y aun de amar) a Whitman, como no dejaré de amar y de leer a Anton Chéjov o a la poeta Anna Ajmátova. Lo digo por las dudas. O sea, por aquello de los nuevos adalides de MacCarty y de la cacería de brujas, que parecen haber retornado gozosamente por sus fueros, como prueba de que el olvido de nuestras desgracias pasadas sigue siendo el mejor abono para la imbecilidad humana.

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