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¿Existen las plagas religiosas y las políticas?

Por Rafael Bayce.

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Caras y Caretas Diario

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En las últimas semanas, en principio a través de intercambios informales mediante redes sociales, se propagó la idea de que los religiosos neoevangélicos y su ideología política serían una especie de ‘plaga’ que se extiende por América Latina y que está en vías de adquirir una fuerte difusión en Uruguay. Continuando con lo escrito en la edición pasada de Caras y Caretas por Alberto Grille, bucearemos un poco en esta expresión metafórica que ocasionó apasionadas adhesiones y rechazos, con reflejos posteriores en medios clásicos de comunicación y esferas institucionales.

 

No se puede hablar de plagas religioso-políticas

Una ‘plaga’ es la difusión creciente de una enfermedad, infección, contaminación o patógeno orgánico entre otros seres vivos. Es un fenómeno biológico, orgánico, que jamás puede aplicarse a la difusión creciente de pensamientos, emociones, ideas o sentimientos, que son del orden de lo superorgánico, simbólico, del orden sociocultural propiamente humano.

No es un tema nuevo: la tentación de pretender describir procesos de difusión, diseminación e invasión simbólicos y socioculturales mediante descripciones y procesos epidemiológicos, provoca un fuerte e inmediato rechazo entre científicos sociales, por ejemplo, cuando se consulta a epidemiólogos para el estudio de procesos de difusión de drogas, modas, costumbres, usos o normas. Entre otras peculiaridades no están sujetos a procesos de inicio, desarrollo y decadencia (o prevalencia, pera aceptarles algo a los epidemiólogos) estudiables desde lo orgánico.

Ningún modelo epidemiológico podrá iluminar nada importante sobre procesos sociales ni sobre sus sinuosidades de desarrollo. Es por esto que, además de lo estrictamente lingüístico, no se puede haber de plagas religiosas y/o políticas: porque no son fenómenos orgánicos, biológicos, ocurrentes en unidades orgánicas, biológicas, por parte de agentes bioorgánicos. Nadie puede hablar, salvo de forma coloquial o metafórica, de algún fenómeno religioso o político como plaga, epidemia o pandemia.

 

La plaga como expresión metafórica

En la jerga privada, coloquial y metafórica de la lengua común rioplatense de los últimos 50 años, el término es de uso y en sentidos que son vecinos del técnico biosanitario de plaga, aunque bien distinguibles del mismo. Hoy mismo, a nivel adolescente, se dicen cosas como “mirá qué plaga, lo que hizo”, expresión claramente metafórica y típica de jerga de época espacio-temporal acotada. Ninguno de los así calificados podría ofenderse o reclamar porque han sido llamados de agentes biológicos patógenos que invaden malignamente algún organismo biológico.

Ya a principios de los años 60, los Teen Tops, imitadores mexicanos del famoso ‘Good Golly Miss Molly’, de Little Richard de 1957, inspiradores de aquel Club del Clan bonaerense de mediados de los 60, decían en su letra-cover: “Ahí viene la plaga, me gusta bailar”, aludiendo a la irresistibilidad del contagio del deseo de bailar que ritmo y música desencadenaban entonces.

Después de estos apuntes sobre el concepto técnico de ‘plaga’ y de ver algunas de las nuevas acepciones que el habla cotidiana ha acuñado, ¿en qué sentido aproximado, coloquial, laxo, podría hablarse de ‘plagas religioso-políticas’?

 

Símiles religioso-políticos

Más allá de la discusión sobre el grado de realidad de sus creencias y del grado de verdad de sus postulados, casi todos los principales pensadores y científicos sociales de los últimos dos siglos concuerdan en afirmar que las religiones son las instituciones más influyentes y específicas de todas las creadas por los humanos.

El puntapié inicial en este consenso lo da William James, en 1900, cuando dice que las religiones son una necesidad cuasi biológica porque sería muy difícil soportar la muerte, la enfermedad, el dolor, la maldad, el error y las incertidumbres del origen y del fin, y de la perdurabilidad, sin fe y esperanza irracionales que pretendan dar lo que la razón no puede. Agrega que lo místico ayuda más que lo racional-moral.

Una década más tarde, en 1912, Émile Durkheim dice que las religiones tienen como función principal ‘ayudar a vivir’, y que su estudio debe hacerse desde la perspectiva del creyente y desde el ritual, tanto como desde la dogmática teórica y racional. De modo tan pionero como James, afirma que todas las religiones son equivalentes y valen lo mismo en cuanto su funcionalidad. Aunque puedan ser jerarquizadas según la articulación más o menos sofisticada de sus teologías, cosmogonías, dogmáticas y preceptos moral-sociales, la adhesión a una u otro la da, en definitiva, el cuánto ayuden a vivir, habiendo diversas hipótesis de ‘afinidades electivas’ entre los sujetos creyentes y el cuerpo doctrinal, ritual y sacerdotal de cada religión (Weber dice maravillas sobre todo eso desde esa idea de Goethe), o bien habría distintos ajustes de las demandas y las ofertas en el mercado de los bienes simbólicos, como la hay en el de los bienes materiales (concepto manejado por Bourdieu).

Parsons añadirá luego los conceptos de ‘pararreligiones’ y de ‘cuasi religiones’, en los que da cuenta de la funcionalidad ‘religiosa’ de ideas, emociones y valores no trascendentes para la obtención de las funciones y fines perseguibles solo a través de la  religión en momentos arcaicos de la humanidad. Bergson y Fromm, más adelante, elogian a las religiones de salvación y de alegría comunal, resaltando la específica funcionalidad humana de la ‘imaginación creadora’, cerno dentro del cual Gilbert Durand califica antropológicamente al imaginario humano como una ‘fantástica trascendental’, o sea, una fabulación funcional ‘trascendental’ en el sentido kantiano de un horizonte humano específico y variado en contenidos de la oferta material y simbólica, pero común en el piso existencial y anclajes en experiencias, necesidades y deseos reales.

Todo esto, lector, para decirle que cada grupo de adherentes religiosos puede calificar al otro de ‘plaga’ en la medida que cree en la unicidad de la verdad y realidad de aquello a lo que adhiere en perjuicio de la mera existencia y, peor, del crecimiento de las adhesiones a otros. Si es malo y crece, se le puede extender metafóricamente la calificación de ‘plaga’, porque trasmite algún mal o impide que algún bien se instale en su lugar.

 

Ciertas peculiaridades de América Latina

Asistí hace algunos años a un congreso, en Río de Janeiro, en que umbandistas y neoevangélicos -que además disputan una demanda socio-económico-cultural semejante y rituales en viernes- se insultaban y lo menos que se disparaban mutuamente eran motes de plaga.

Algo similar puede escribirse respecto al nivel político-ideológico, y a las posibilidades de que adherentes a unas u otras consideren metafóricamente a otros como ‘plagas’. Con una complicación adicional: también hay ‘afinidad electiva’ entre religiones e ideologías políticas; hay más probabilidades de que neopentecostales manifiesten y luchen por valores considerados neoconservadores que los adopte un credo católico. De hecho, los católicos han observado, en el último siglo, una dicotomía importante de adhesiones a doctrinas sociopolíticas y morales: la representada por el Concilio Vaticano II, Juan XXIII y la Teología de la Liberación como polo zurdo; y la representada por la reacción conservadora de Juan Pablo II y Benedicto XVI como polo derecho.

En otras creencias, mientras tanto, no hay polos dicotómicos alternantes o coexistentes en lucha. Por ejemplo, neopentecostales y neoevangélicos nacen y se extienden en el mundo con una clara impronta conservadora de restauración de credos supuestamente olvidados o secundarizados por la modernidad y por las ideologías de izquierda de los siglos XIX y XX. Roosevelt fue uno de los primeros que observó que era difícil lidiar con una América Latina católica.

En tiempos más cercanos, en 1974, la Nueva Derecha estadounidense y la Mayoría Moral, tan incidentes en el futuro gubernamental e imperial, aconsejan en los documentos políticos del Departamento de Estado de los 80 apoyar a estas nuevas ramas ‘neo’ de las denominaciones ‘protestantes’ como mejor modo de combatir al catolicismo de vanguardia e ideologías políticas de izquierda en el hemisferio sur. El crecimiento enorme de estas fracciones también ha sido acompañado de progresiva inserción política de pastores o de adherentes en los diversos países; y siempre sosteniendo valores y creencias neoconservadoras, que muchos podrían calificar de ‘plagas’; aunque también viceversa, claro.

Hay un criterio cognitivo que también puede servir para atribuir carácter de ‘plaga’ en medio de esa semejanza funcional básica, como decía Durkheim: el sistema de creencias. En efecto, el sistema de creencias de los ‘neo’ es simplista, anclado en el demonio como culpable de todo el mal, disculpando a la vida real y a los sujetos, con recurso a mecanismos mágicos de supersticiones primitivas.

Cada demandante encuentra o busca lícitamente su oferta religiosa satisfactoria, más o menos espiritual o material; las más primitivas eran poco espirituales y manipulaban lo sagrado para fines materiales, como las ‘neo’ ahora, que por algo lo son. Pero observadores con determinada afiliación religiosa, con determinadas convicciones político-ideológicas, con determinados padrones legales de licitud, pueden perfectamente usar metafóricamente el término plaga para calificar a determinadas creencias, prácticas, similitud de valores religiosos con políticos, nivel intelectual de discursos, argumentos y prácticas.

Y no de modo arbitrario ni antojadizo, sino desde criterios objetivos aunque discutibles, desde muchos hechos objetivos aunque debatibles en su valor y significado, desde criterios que no signifiquen discriminación sino serena clasificación y evaluación comparada de creencias, rituales, valores, prácticas mundanas y vínculos de lo religioso con lo político-ideológico, fácticos, históricos. Es bien posible que los calificables de plaga puedan revertir el calificativo a sus nominadores; si lo argumentan podrían hacerlo. Es parte de la retórica cotidiana sociocultural y económico-política en uno de los territorios más relevantes del imaginario humano.

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