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Guasón o la danza de la miseria humana

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Hace varias semanas lo vengo postergando. Cada vez que me dispuse a escribir mis impresiones sobre la película Guasón, el tsunami electoral me llevó al análisis político, mucho más urgente. Sin embargo, ambos fenómenos -la película y el carnaval de las promesas y de los desesperos, en que se han convertido los días previos al balotaje- comparten cierta idea central. Esa idea es la miseria humana, muy claramente plasmada en uno y otro caso.

En el contexto nacional, la angurria por el poder no trepida en establecer alianzas con lo peor del autoritarismo y de la intolerancia social, con los viejos esbirros de la dictadura y con sus nuevos intérpretes, tan violentos en potencia y en derrapadas verbales, como aquellos en acción.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

y genial a la vez, que hurga en nuestro inconsciente con algún objetivo oscuro. Hasta el pop dulce que uno se come frente a la pantalla termina adulterado, degradado, casi con sabor a insulto. Parecería que el entretenimiento como consigna, que siempre ha enarbolado Hollywood, ha sido desterrado de Guasón.

La película entera es una oda a la miseria humana, y de paso a la risa en todas sus manifestaciones, menos en una. La felicidad está desterrada de la película, de principio a fin. La alegría ingenua, liviana y un poco tonta, también. Lo que queda en la bolsa es ruin y doloroso, crispado y agónico.

Hace algunos años escribí un poema titulado “Memoria de la risa”. Se trataba de un homenaje a mi hermana Galia, muerta a los veinticuatro años. La muerte, que me robó su alegría, me inspiró estos versos:

“Nadie sabe / nadie verá al durmiente ni al sueño cauteloso / que baja por la hiedra como un ladrón nocturno / con el enjambre blanco de tu risa a la espalda”.

Así también ocurre en Guasón. Alguien se robó no solamente la alegría, sino la amabilidad, la empatía, la clemencia. La película comienza con un sonido que perdurará hasta el final. Carcajadas exasperadas que en lugar de provocar sonrisas, despiertan conmiseración y desesperación. No hablo de indignación, cosa que nos sucede cuando leemos ese famoso cartelito cargado de sarcasmo: “Sonría. Lo estamos filmando”. Hablo de horror y desconcierto.

El protagonista trabaja como payaso, lo cual ya es deprimente. El payaso como figura suele ser cualquier cosa menos un personaje simpático y atrayente. Los niños les temen a los payasos, por lo general. A los grandes también nos despiertan recelos, interrogantes e inquietudes. Sospechamos que detrás de la máscara o del maquillaje hay un ser torturado. En Guasón todos estos rasgos se potencian hasta el delirio. Estamos ante un hombre a quien podríamos calificar de diversas maneras, según la ideología y los valores del intérprete: un perdedor, un enfermo mental, un desgraciado, un sujeto violentado desde que nació, alguien a quien le escamotearon el destino, la infancia y hasta la memoria. Pero además de todo esto, es un ser ambivalente que se debate continuamente entre su propia índole, que parece ser buena y compasiva, y la espesura de esa miseria humana a la que me refería antes.

La sociedad es en la película una trama monstruosa, implacable, atravesada de  rugidos de máquinas y de gente, exenta de todo sentimiento de piedad y de solidaridad. Hasta su propia madre, tan vulnerable e inofensiva en apariencia, está inmersa en ese lodazal del que nadie se salva. Todo el mundo se hunde. Unos lo hacen desde su riqueza, obtenida por medio del abuso y de la conveniencia más rastrera. Otros se precipitan al lodazal con una mano atrás y otra adelante, pero imbuidos ellos también de sentimientos extraordinariamente bajos. Lo menos que se advierte es la falta de solidaridad, y de ahí para arriba florecen las subsiguientes miserias, hasta llegar a la maldad más pura, destilada y afilada como un estilete, de la que no se salva nadie, ni el mismo protagonista. Pobreza, marginalidad, locura y soledad, así como un cansancio antediluviano, parecen ser las características salientes de Arthur Fleck, remarcadas por su extrema delgadez; el actor Joaquín Phoenix tuvo que adelgazar unos 25 kilos para encarnar este personaje.

Este Guasón no se parece en casi nada a sus anteriores intérpretes. No hay malicia en el protagonista, ni deseos perversos trazados de antemano ni ansias maníacas de conquistar el mundo o de destruir el planeta. No hay tampoco un superhéroe al que se vea enfrentado. En todo caso el superhéroe es él, o pudo haberlo sido de no haberse topado con la crueldad generalizada y con dos o tres trampas del destino. Los malos son más bien los otros. Todos o casi todos los otros. Y el que no es malo es indiferente, estúpido, alienado; no mira, no oye, pasa de largo, sumergido en un individualismo más parecido a una sobrevivencia que a un plan existencial.

No me queda claro que la película sea una denuncia al sistema capitalista. Más bien me parece una alegoría brutal sobre la soledad a que ese sistema nos condena. Una soledad que no permite crear comunidades con objetivos de sanación, sean cuales sean. La risa exasperada del Guasón es en sí misma un alarido, un grito permanente contra esa soledad institucionalizada.

El sociólogo y filósofo Z. Bauman, al referirse a las redes sociales como fenómeno virtual masivo, expresa que no crean auténticas comunidades, sino más bien un activismo de sofá o un entretenimiento barato que adormece a los usuarios. En Guasón, ese entretenimiento no solamente es barato, sino además profundamente cruel. Reírse a costa del prójimo no es un invento nuevo, pero sí un recurso generalizado (Tinelli y Petinatti deberían poner las barbas en remojo). No es un opio cualquiera, sino un vitriolo que convierte a las personas en monstruos cómplices.

En Guasón no hay contacto humano auténtico, de ninguna especie. No hay pautas de racionalidad y de diálogo, ni siquiera de negociación. Solo miles de personas incapaces de verse y escucharse de verdad, que se agreden unas a otras como hormigas enloquecidas. Guasón es el canto desgarrado -y el baile desgarrado- de un sujeto devastado hasta el delirio. Es la violencia multiplicada en infinitas expresiones, desde el espacio íntimo al espacio público. Una violencia que borra al individuo e instala en su lugar a un payaso funcional a la perversidad del sistema. Acaso esa sea la denuncia más profunda de la película. La aniquilación del yo, ese yo del que tanto habló Herman Hesse, para quien cada ser humano es “el punto único y especial, en todo caso importante y curioso, donde una vez y nunca más, se cruzan los fenómenos del mundo de una manera singular. Por eso la historia de cada hombre, mientras viva y cumpla la voluntad de la naturaleza, es admirable y digna de atención”.

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