Encendían fogatas, ofrecían alimentos a los espíritus y usaban máscaras para ahuyentar entidades malignas. Era, en su sentido original, un rito de paso entre estaciones, un homenaje a los antepasados y una forma de enfrentar el miedo a la oscuridad y al frío.
Con la expansión del cristianismo, la Iglesia intentó asimilar esa tradición pagana. En el siglo IX, el papa Gregorio IV trasladó la Festividad de Todos los Santos al 1º de noviembre, dando origen a la víspera de Todos los Santos (All Hallows’ Eve), que con el tiempo derivó en Halloween.
Travesía hacia América
Halloween cruzó el Atlántico con los inmigrantes irlandeses en el siglo XIX. En Estados Unidos, la celebración fue transformándose y se mezclaron costumbres europeas, creencias afroamericanas y leyendas nativas.
Durante el siglo XX, la fiesta se consolidó como un fenómeno cultural masivo. El cine, la televisión y la industria del entretenimiento la convirtieron en un espectáculo visual. Calabazas sonrientes, casas embrujadas, disfraces, dulces, y —desde los años ’50— la práctica del “trick or treat” (dulce o truco) forman parte del imaginario colectivo.
En su forma actual, Halloween se aleja de los antiguos significados religiosos o espirituales. Hoy es sobre todo una fiesta de consumo, sostenida por campañas comerciales que cada año mueven miles de millones de dólares en disfraces, golosinas y decoración.
¿Fiesta imperialista o cultura compartida?
El crecimiento global de Halloween ha generado debates. En países de América Latina, Asia o Europa continental, algunos la ven como una fiesta importada y culturalmente colonizadora, parte del “soft power” estadounidense que exporta sus símbolos y modelos de ocio.
Sin embargo, otros señalan que las culturas nunca son estáticas, que Halloween, como cualquier tradición adoptada, se reinventa en cada contexto. En América Latina, por ejemplo, convive con costumbres populares y se tiñe de significados propios: desde fiestas comunitarias hasta reinterpretaciones artísticas o feministas del miedo y lo monstruoso.