A las 9 de la mañana del 5 de octubre de 1910, tras la oposición del ejército a combatir a los cerca de dos mil soldados y marineros rebeldes, desde el balcón del Ayuntamiento de Lisboa se proclamó la República de Portugal y se anunció la formación de un gobierno provisional. Triunfó la revolución.
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Se puso así fin a dos días de lucha en la capital y sus alrededores entre los partidarios del derrocamiento de la monarquía y de implantar reformas progresistas y las fuerzas del orden monárquico. Finalmente, el rey Manuel II fue expulsado del país, terminando con el reinado de la dinastía de Braganza que había ocupado el trono desde 1640, y con la monarquía misma.
La revolución llegó en un escenario de crisis: ira nacional por el Ultimátum británico de 1890 y los gastos de la familia real, el asesinato del Rey y su heredero en 1908, el poder absoluto de la Iglesia Católica, la inestabilidad política y social, el sistema de alternancia de los dos partidos en el poder (progresistas y reaccionarios), la dictadura de João Franco y la aparente incapacidad de acompañar la evolución de los tiempos y adaptarse a la modernidad. En 1910 el Partido Republicano se presentaba como el único con un programa capaz de devolver al país el prestigio perdido y colocar a Portugal en la senda del progreso.
Aunque la revuelta republicana no disfrutaba de apoyo popular masivo, los monárquicos tampoco gozaban de simpatías suficientes para una oposición armada a la sublevación. Ante la falta de apoyo, el 5 de octubre Manuel II, refugiado en el palacio de Mafra, huyó desde las playas de Ericeira, al norte de Lisboa, a Gibraltar con toda la familia real.
Luego de la revolución, un gobierno provisional encabezado por Teófilo Braga dirigió los destinos del país hasta la aprobación de la Constitución en 1911 que marcó el inicio de la Primera República. Entre otras cosas, con la instauración de la república se cambiaron los símbolos patrios: el himno nacional y la bandera. La revolución produjo algunas libertades civiles y religiosas.