Por César Kimelstein
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Cuando en un impresionante estrado, Donald John Trump jure la Constitución y en la capital del imperio pronuncie su primer discurso oficial como presidente de Estados Unidos, se estará abriendo una nueva época, imprevista y verdaderamente impredecible. Este extraño personaje que ha cultivado un discurso xenófobo, homofóbico y prepotente será el 45º presidente de Estados Unidos. Trump habrá superado en una condición a Ronald Reagan: será el presidente más viejo. Aquel dirigente del sindicato de actores llegó a su primera presidencia con 68 años cumplidos, tres más que los 65 de George Bush, pero dos menos que este personaje que asciende, de manera increíble, a la presidencia, sin haber presentado su declaración de impuestos de los últimos años. Ahora, que tendrá la obligación de hacerlo, se revelará una incógnita menor, pero muy grande para la soberbia de Donald: cuán rico es, si es como él lo pregona o si es un arruinado empresario devenido en un oscuro intermediario inmobiliario, cultor del marketing personal y una imagen cuidadosamente aparatosa y de escaso buen gusto. Para la mayoría de los analistas políticos estadounidenses, se inaugurará un período de incertidumbre e inestabilidad de cuya dimensión en estos días previos ya se tuvo una muestra. Para otros observadores es una expresión de descontento que también tuvo, curiosamente, su expresión por izquierda con la simpática candidatura de Bernie Sanders en la interna que disputó con Hillary Clinton. Para otros más, no se trata del inicio de un período abierto a nuevas aspiraciones sociales, sino que, por el contrario, las águilas del oportunismo se han adueñado de la mismísima Casa Blanca para hacer, desde allí, sus propios negocios de intermediación. Quizás la realidad sea bastante más compleja y sólo analizándola desde múltiples puntos de vista podrá comprenderse el resultado electoral que ha dejado atónitos a los círculos intelectuales, a los analistas de los más prestigiosos centros académicos, al lobby judío, al papa, a la masonería, a los más masivos medios de comunicación, a los comunicadores y dirigentes de la comunidad latina y a los poderosos sindicatos industriales. Lo que se ha dicho Mucho se ha escrito acerca de los alineamientos estratégicos y tácticos, políticos, militares y comerciales que se han ido creando y diluyendo desde la caída del mundo bipolar. La pérdida relativa de poder de Estados Unidos en un mundo que ya no lo tiene como líder absoluto del mundo, el deterioro del Estado de bienestar europeo, la abigarrada geopolítica que ha surgido de la implosión de la Unión Soviética, el desencanto y la corrida a la zona de olvido del modelo “perfecto” japonés, la omnipresencia de los productos chinos, casi como la zona industrial del mundo, y sus dificultades y dudas para transformar sus gigantescas bóvedas repletas de dólares y de instrumentos financieros nominados en esa divisa en mecanismos de poder constituyen aspectos cada vez más complejos que admiten múltiples miradas. Al mismo tiempo y para incrementar la complejidad de los análisis, Medio Oriente es un auténtico volcán en erupción; es la zona roja del mundo, con sus conflictos televisados, sus odios desatados caricaturizados en novelas de TV para la hora de la siesta, y hasta cierto hartazgo de la comunidad internacional ante las frustraciones permanentes de casi todos los intentos de paz, dándose de bruces frente a la intransigencia de los actores bélicos. Si Trump es el mas añoso presidente de Estados Unidos, Putin es el presidente de la Federación Rusa que más tiempo ha estado en ese cargo desde la caída de la URSS. Curiosamente ambos parecen llevarse muy bien. Putin es abogado, político y exhibe extensos antecedentes como espía. Encabezó el gobierno en los tiempos de Boris Yeltsin y Dmitri Medvédev. Repasemos rápidamente su extenso y multifacético currículum. En 1998 es nombrado director del Servicio Federal de Seguridad, nombre nuevo para la vieja KGB. En marzo de 1999 ocupa concomitantemente el cargo de secretario del Consejo de Seguridad Nacional. Poco después, en agosto, encabezaría el gobierno y lanzaría la segunda guerra chechena, lo que le convertiría en el político más popular de Rusia. Al terminar ese 1999 –año fantástico para este ruso–, cuando Yeltsin anuncia su dimisión (31/12/99), Putin, de acuerdo con la Constitución, se transformaría en presidente interino. Casi tres meses después, ganaría las elecciones presidenciales con 53% de los votos. La concentración de poder y popularidad habría de continuar frenéticamente en su gobierno, en el que tuvo que lidiar con la mafia y la corrupción heredada de un sistema en descomposición. Durante su mandato, el crecimiento económico fue vertiginoso, así como la reducción de la pobreza. Putin recogió un gran apoyo popular y volvió a ganar las elecciones de marzo de 2004 con 71% de los votos. No sólo en nuestra América Latina los presidentes enfrentan, y sortean, restricciones a la permanencia en el poder. Así fue también con Putin: la Constitución le impedía un tercer mandato. Por ello, Putin impulsó en 2008 la candidatura de su viceprimer ministro Dmitri Medvédev. Ganó aquellas elecciones y se convirtió en primer ministro. Putin conservó el poder y ya superada la restricción constitucional, en los comicios de marzo de 2012 regresó y resultó electo presidente con más de 60% de los votos. Pero el éxito estuvo empañado por acusaciones de fraude por parte de la oposición. Si Trump es una gran incógnita, Putin es ya una realidad revelada. En el ejercicio del poder, no dudó en ningún momento en resolver las diferencias internas y regionales cuando fue necesario, aun con el uso de la fuerza, incluso militar, desoyendo reclamos y denuncias por desbordes legales y violación de derechos humanos. Intereses comunes en el espacio En 2014, en medio de la crisis en Ucrania, a la que no fueron ajenos elementos nazis y antirrusos, Rusia adoptó duras acciones que implicaron la ocupación de Crimea y la movilización de unidades navales que garantizaran la circulación de su flota y la navegación por el Bósforo, canal que une o separa Europa y Asia. Como contrapartida, se anunció la aplicación de sanciones contra Rusia como un acto ejemplarizante de los países de la OTAN y Estados Unidos. Todo aquel conflicto que alcanzaba a Ucrania y a Crimea desnudaba que detrás de la coyuntura parecían esconderse unas intensas relaciones comerciales, profundas, “de dos potencias condenadas a entenderse”. Aquella situación, más allá de las acciones militares y diplomáticas, provocó una fuerte tensión e incertidumbre en los mercados. El presidente Obama contraatacó con firmeza, pero también Angela Merkel hizo lo propio, y juntos desarrollaron acciones coordinadas que tuvieron respuestas también duras. Por ejemplo, a las sanciones germanoestadounidenses Rusia respondió con nuevas leyes restrictivas para las tarjetas de crédito estadounidenses, al aprobarse nueva legislación en contra de los referidos servicios de pago. Mientras las dos grandes potencias se entretenían en mutuas agresiones, llamativamente el programa espacial de cooperación entre Rusia y Estados Unidos recibió solamente de manera lateral y atenuada los impactos de esas refriegas. En sentido estricto, en marzo de 2013 ambos habían acordado extender hasta 2020 el acuerdo de exploración espacial cuya primera versión se remonta a 1992, y que fuera revalidado en tres ocasiones: 1997, 2002 y 2007. Y si bien en 2014 muchos especulaban con el fin de esas cooperaciones, lo cierto es que hoy, finalizado 2016, ambas agencias gubernamentales son noticia cuando hablan de optimizar estándares de acoplamiento, por ejemplo, para avanzar en la exploración lunar, algo prioritario para la agenda rusa. La crisis de Ucrania cedió y dio paso a la crisis de Siria. Nuevamente, las tensiones entre Rusia y Estados Unidos se elevaron, pero el ámbito de la cooperación espacial se mantuvo. Estados Unidos necesita de Rusia para transportar astronautas a la Estación Espacial Internacional y sus cohetes dependen de motores rusos. Peter Juul, investigador del laboratorio de ideas Center for American Progress, está convencido de que “este tipo de cooperación no va a desaparecer, aun cuando en la Tierra las disputas lleguen a niveles máximos de tensión”. Estas sutilezas de la política –que aparecen como contradicciones y no las son, sino expresiones de intereses distintos en escenarios diversos, de partes, pero no del todo– no se llevan bien con el modo binario pero no estúpido de ver la realidad del próximo presidente de Estados Unidos. Para Trump, lo esencial es operar siempre con figuras binarias antidialécticas. Y si bien Hegel advertía que “la razón es el principio fundamental”, en la práctica política de Mr. Donald ello no es así. Cooperación militar En 1949 Bélgica, Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Países Bajos, Portugal y Reino Unido crearon una alianza militar internacional, la OTAN, basada en el principio de defensa colectiva. El principal objetivo de esta alianza era, básicamente, detener la expansión de la URSS. Pero los conceptos estratégicos fueron cambiando: defensa adelantada (1950), represalia masiva (1954), respuesta flexible (1967). Pero luego sobrevendría la caída del muro de Berlín (1989), la implosión de la URSS y la extinción del Pacto de Varsovia (1991). Pero en 1999, lejos ya de los discursos triunfales y optimistas, la OTAN se rediseña y reorienta. En 2001, concretamente el 11 de setiembre, se termina una época que languidecía y nace una nueva: la del terrorismo internacional, la incertidumbre sobre los viejos arsenales y las armas de destrucción masiva y un nueva industria: la de los “controles” preventivos de seguridad en aeropuertos, lugares públicos, edificios corporativos y gubernamentales. La OTAN ha ido sobreviviendo. De hecho, acaba de celebrar su última cumbre en Varsovia, el 8 y 9 de julio de 2016. En el capítulo referido a las tensiones con Rusia queda claro que la agresiva política de Moscú en Georgia, y particularmente la invasión de Crimea y la presencia en las regiones separatistas del este de Ucrania han alimentado la desconfianza entre los países aliados en Europa oriental, cuyos dirigentes y fuerzas de seguridad se sienten amenazados por la cercanía con la Federación, y en los estados bálticos, por la existencia de importantes minorías rusas. Para incrementar la seguridad de sus aliados y advertir al Kremlin por sus actos, la OTAN aprobó en Varsovia el emplazamiento de cuatro batallones multinacionales y rotativos (cada seis o nueve meses) en Estonia, Letonia, Lituania y Polonia, definiendo el mix de ejércitos y logística, sumando unos 5.000 efectivos. Estos batallones rotativos se suman a ocho cuarteles establecidos en el este, de vocación logística, dedicados a coordinar y planificar ejercicios y refuerzos, además de preposicionar equipos y suministros. También la OTAN decidió triplicar el volumen de su fuerza de respuesta, llevándolo hasta 40.000 efectivos, liderada por una “fuerza de punta de lanza” con capacidad para desplegar unos 5.000 soldados en 72 horas. España lidera estas unidades. Lo que emerge en estos últimos años es el fuerte resurgimiento de Rusia, de su vocación expansionista, que tiene el propósito inocultable de volver a jugar un papel decisivo en la política internacional, disputando espacio al unilateralismo que impulsaría la hegemonía de Estados Unidos. Esto que resulta obvio en Ucrania y Siria es también obvio en Georgia e Irán. Y es decisivo en el nuevo rumbo que está adoptando la Alianza Atlántica. Hasta ahora, los analistas europeos coincidían en que con Putin en el gobierno, Rusia habría optado por alejarse de Occidente. Ellos defendían la idea de que Putin priorizó una agenda propia y ha ido trazando una senda que le enfrenta en ocasiones a Estados Unidos y la Unión Europea. Algunos expertos europeos y el propio primer ministro ruso han hablado (hasta con ironía y sentido trágico de la historia) de la redondez (más que de espiral ascendente) de una nueva guerra fría. Esta idea de “guerra fría” incluye casi inadvertidamente la idea de que ni China, ni Corea ni Japón están interesados en transformar su fortaleza económica en peso político. Según ellos la agenda de los países Brics es algo de conferencia económica, pero no de los señores que toman las decisiones que hacen las cuestiones trascendentes que hacen historia. Así, desde Europa se simplifica entendiendo que estos últimos movimientos en la OTAN se deben leer como un retorno al sentido original de la alianza: la defensa y la disuasión de los riesgos provenientes del este. Pero se olvidan de que estamos en 2017, que los discursos del poder son economicistas y deterministas, casi de sentido inevitables, inocuos desde el punto de vista de los grandes ideales y mayores búsquedas. De esta forma, esta tensión de hoy no es aquella. Ni los presidentes son estadistas, ni los movimientos de representación son sociales, sino ONG. Y ya no hay héroes de profundas consignas, sino apenas de cuestiones cotidianas y discursos sin citas. El Acta Fundacional de la OTAN y “la mayor parte de los acuerdos bilaterales se han visto pervertidos en su espíritu por el nuevo clima entre Moscú y los aliados”. Y en eso llegó Donald No es un fantasma que recorra Estados Unidos. Fue un candidato que no resiste un archivo o un reportaje, su vice se negó a hacer campaña con y por él, no plantea un gran sueño, ni ilusiona con sus expectativas. Seguro que no es el suegro que usted quisiera tener, ni el familiar que llevaría a una fiesta para sentarlo a la mesa, sino que lo ubicaría cuidadosamente al fondo del local para que pase lo más desapercibido posible. No se le conoce un plan, pero sí decenas de enfrentamientos permanentes y fugaces. De las designaciones que hasta ahora se han anunciado, no hay nada alentador, sino nombres viejos, nacionalistas, neonazis, misóginos, personajes autoritarios, supremacistas blancos, antisemitas, multimillonarios, amigos del rifle, racistas, militares retirados, xenófobos, empresarios muy cuestionados, banqueros acusados y algún que otro fascista. Y lo que no ha asombrado a la luz de lo que fue el cierre de campaña, pero no deja no preocupar, es la designación de hombres provenientes del mundo de los negocios especulativos y nadie o casi nadie del mundo académico. Los estadounidenses eligieron un presidente que ha explicado su mirada del mundo en términos de ganar y perder, de ordenar y obedecer, de dar órdenes. Ha anunciado la designación de Wilbur Ross al frente del Departamento de Comercio, un hombre que es conocido como el “rey de las quiebras” por cómo ha aumentado su fortuna ante cada liquidación empresarial. Ross deberá administrar las tensiones comerciales con China. Y Steven Mnuchin, un ex-Goldman Sachs, estará al frente del Departamento del Tesoro. La nueva Alianza Aunque Putin ha mostrado una gran capacidad política, gusta de reducir el debate político y la institucionalidad democrática a cuestiones muy básicas: la confrontación y su poder personal. Este hombre no se siente cerca de Europa, ni de China ni de Japón. Al que mejor conoce es a Estados Unidos. Desde que era abogado, desde que era espía e incluso desde que ha sido gobernante. Y su idea de un gobernante fuerte, ejecutivo, dista bastante de la figura presidencial estadounidense, con un sistema más estable, de lenta rotación de los espacios de poder público. Pero todo esto quedará en el pasado a partir de que asuma el presidente número 45. Se tendrá la misma lógica de poder, de ganar y perder, de una centralidad basada en las dicotomías binarias y no en ambiciosas aspiraciones idealistas. Esta centralidad del poder concentrado los une a Putin y a Trump, no como una condición personal meramente, sino como una vocación de ejercicio real del poder, de sentido cortoplacista, furtivamente estratégica. Por ello Trump designa como secretario de Estado, como canciller, a un ejecutivo petrolero, Rex Tillerson, alguien que ostenta la Orden de Amistad con la que el Kremlin lo condecoró en 2013. El mayor logro al frente de Exxon fueron sus acuerdos con la petrolera estatal rusa, Rosneft. Pero hilando más fino, la designación de Tillerson supone un giro radical para la futura política exterior estadounidense: fue un radical opositor a las sanciones internacionales que recayeron sobre Rusia como consecuencia de su anexión de Crimea. Según el propio Tillerson, esas sanciones le costaron a Exxon casi 1.000 millones de dólares. La designación de Tillerson dependerá de la audiencia de confirmación que tendrá lugar en el Senado, y se espera sea una de las más tensas y beligerantes. Trump ha anunciado que pondrá toda su energía, aunque se siga sin decir una palabra de la inminente nueva política exterior. Para algunos senadores, como Bob Menéndez, demócrata de Nueva Jersey, “Tillerson como secretario de Estado le garantizaría a Rusia tener a su disposición un cómplice dentro del gabinete presidencial”. Pero todo esto son meras hipótesis y demasiado humo. Probablemente en Estados Unidos no gobernará el presidente, sino el Complejo Militar Industrial. Tampoco gobernará Putin, sino el poder económico militar que hay detrás de él. Ya Rusia anunció que reforzará sus sistemas antimisiles y Trump que incrementará su poderío nuclear. Los lugares y motivos para la competencia irán cambiando, pero está claro que el mundo no será unipolar ni será imaginable esperar un enfriamiento de los conflictos militares y las guerras económicas entre las grandes potencias. Al retirarse Obama, dejó una bomba con la mecha prendida absteniéndose en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas cuando todos los países que lo integran votaron una resolución que exige el retiro de los asentamientos israelíes en territorios palestinos. En rigor, se cuentan con los dedos de la mano los que en el mundo apoyan los asentamientos judíos en los territorios palestinos ocupados por Israel. La paz en Medio Oriente, solamente imaginable con la existencia de dos naciones y dos pueblos, vuelve a parecer imposible, y la palabra y el estilo de Trump y su apoyo a la extrema derecha israelí, lejos de ser tranquilizantes, son pura pólvora encendida.