El 18 de marzo se cumplieron 150 años de la Comuna de París, un hecho del cual poco sabemos, y que no está necesariamente vinculado al comunismo.
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En 1871, cuando estallan los sucesos de la Comuna de París, ya Marx y Engels habían publicado el Manifiesto Comunista (1848) y habían fundado la Asociación Internacional de Trabajadores con la Primera Internacional (1864).
Sin embargo, por más que Marx seguirá ansiosamente los sucesos parisinos, con la esperanza de ver plasmarse, instante a instante, la real y efectiva toma del poder político por la clase obrera, los hechos de la Comuna no guardan una relación directa con las ideas comunistas, al menos no en la totalidad del movimiento popular, cuyas raíces sociales, económicas, políticas e ideológicas son mucho más profundas y se hunden en los avatares históricos de una Francia (y de una ciudad de París) que venía siendo largamente sacudida por el hambre, el frío, la escasez y la necesidad bajo todas sus formas, el abuso bajo todas sus formas y la alta inestabilidad política; lo cual no impide, y mucho menos en la época, ver e interpretar dichos sucesos en el marco de la lucha de clases.
No hay duda de que en 1870 los internacionalistas (o sea, afiliados o simpatizantes de la Asociación Internacional de Trabajadores, AIT) eran la fuerza principal del movimiento obrero francés, pero no eran los únicos; casi todos los obreros protestaban, realizaban huelgas y eran perseguidos y encarcelados.
Y en medio de esa situación interna, Francia entra en guerra con Prusia. Esto, sumado a la crisis nacional, provocó la caída del Segundo Imperio. Después de la rendición de Luis Bonaparte en la batalla de Sedán, el 4 de setiembre se proclamó la república, no solamente como una conquista social, sino también como un acto de defensa nacional, y el pueblo la aclama en toda Francia, mientras los prusianos pasan a la fase de ataque y se dirigen en marchas forzadas a la conquista de territorios como Alsacia y Lorena. Pero no existía en Francia una unión nacional, ni mucho menos. Lo que había era un peligroso vacío de poder.
Derrumbado el Segundo Imperio, el gobierno provisional presentaba graves disensiones internas. Los monárquicos seguían siendo enemigos de los republicanos burgueses, y ambos se enfrentaban a la naciente clase obrera, a la que tenían un marcado temor, ya manifestado por algunos intelectuales como E. Renan. Y todo ello sucedía mientras los prusianos estaban a las puertas de París. De ahí la enfervorizada actitud del propio Marx, que llama a una gran campaña de apoyo a los obreros franceses, a quienes no recomendaba derribar el Gobierno Provisional, sino más bien concentrarse en la organización de su propia clase.
Mientras tanto, integrantes de ese gobierno, como el abogado Thiers, renuncian al intento de expulsar a los prusianos y se inclinan por la idea de la capitulación, que repugnaba al pueblo, por considerarla el mayor acto de traición y vileza. Se planteó así un antagonismo crucial: de un lado la camarilla de los altos políticos, que pretendían pactar con el enemigo y preparaban el terreno de la derrota, y del otro “la locura del sitio”, o sea la pretensión de presentar resistencia al invasor, locura llevada adelante por los perversos comunistas, según declaraciones del propio Thiers.
El 31 de octubre la multitud se subleva, y al grito de “nada de armisticio” intentan hacer caer el gobierno. Tienen de su lado a la Guardia Nacional, compuesta por todos los parisinos capaces de tomar las armas, que en su mayoría eran obreros. El 28 de enero de 1871 el Gobierno Provisional firmó la capitulación con los prusianos, por la que Francia entregó Alsacia, Lorena y Metz, y se comprometió a pagar cinco mil millones de francos a título de indemnización. A partir de ahí los acontecimientos se precipitan. París está cada día más exasperado, y la camarilla de gobierno se muestra cada vez más antirrepublicana y antipopular. El pueblo se mantiene en armas y amenaza con marchar contra los prusianos (que acampaban en las inmediaciones) ante cualquier intento de entrar en la ciudad.
Fue así, que el 18 de marzo de 1871 se produjo el estallido del movimiento conocido como la Comuna, una guerra civil y una experiencia revolucionaria que duró poco más de dos meses, pero cuyas repercusiones fueron enormes. La chispa que la provoca fue la orden de Thiers, quien había trasladado la capital (y el ejército) a Versalles (antes estuvo en Burdeos), de confiscar los cañones de la Guardia Nacional, con el argumento de que pertenecían al Estado. En la madrugada de ese día se produce la curiosa (y miserable) situación de que las tropas de Versalles ataquen a los parisinos, mientras los prusianos continuaban acampados, contemplando el insólito espectáculo. Las mujeres fueron las primeras en reaccionar. París se llenó de barricadas y se levantaron altas lenguas de fuego, por la mano de las “petroleras”, con la intención de crear muros de llamas. La gran burguesía y los monárquicos, atrincherados en Versalles, tildaban a los insurrectos de bandidos, ignorantes e incapaces, de seres oscuros, violentos y provocadores, aun cuando será esa camarilla versallesca la que mande fusilar con más ardor y entusiasmo.
Entre las medidas que tomó la Comuna, creada el 28 de marzo, pueden mencionarse las siguientes: el sueldo máximo de un funcionario de la Comuna no podía exceder el de un obrero; se abolió el servicio militar obligatorio, y se declaró a la Guardia Nacional la única que podía tomar las armas; condonó las deudas por alquileres de viviendas; suspendió la venta de objetos empeñados; decretó la separación de la Iglesia y del Estado, la ocupación de las empresas y talleres abandonados, y sacó a la calle la guillotina, quemándola en medio del regocijo popular.
Por supuesto, cometió errores. Olvidó que el principal sostén del enemigo es el dinero, y no se apoderó del Banco de Francia. Con ello el ejército de Versalles se hizo más fuerte, y el 2 de abril empezaron los fusilamientos. El ejército de Versalles avanzó sobre los comuneros y contó para ello con la complicidad de los prusianos, que les permitieron avanzar por territorios ocupados. El 28 de mayo se disparó el último tiro en la Comuna. A partir de ahí, el ejército se transformó en un gigantesco pelotón de ejecución. Las cifras oficiales, según Thiers, fueron de 20.000 fusilados, y más allá de su dudosa exactitud, es evidente que se trató de una verdadera carnicería de proletarios.
La visión de Marx no es la única sobre la Comuna. Se trató en buena medida de un intento de gobierno directo, una democracia y no una anarquía, asentada sobre nuevas bases. Y fue también una utopía. Hoy podemos hablar de la Comuna que jamás llegó a ser, pero no puede olvidarse su característica suprema: un acto revolucionario que pretendió cambiar la sociedad. Y si la Comuna puede enseñarnos algo, ese algo es lo que no debe hacerse, pero también lo que sí se hizo, por lo menos al comienzo. La capacidad de organización, de encuentro, de diálogo y de debate, de unión y de reunión. La capacidad de apostar a un futuro mejor, basada en un ánimo generoso y auténtico que, sin descuidar la lucha y la vigilancia, trascienda el feroz individualismo para llegar a la más amplia solidaridad.