Todos los grandes dramas humanos han sido ya relatados; están plasmados en la literatura universal, y saltan a nuestro encuentro a medida que se repiten. Así sucede con Los derechos de la salud, obra de Florencio Sánchez que recomiendo leer en estos tiempos de pandemia, ya que aborda varios aspectos oscuros de lo que estamos atravesando como humanidad. Florencio no habló, por supuesto, de la covid, sino de la tuberculosis, pero la vigencia de esta obra se mantiene intacta en más de un sentido.
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Al famoso flagelo lo conocemos todos, y sin embargo estamos hundidos en una superposición de ficciones. El virus y lo que decimos el virus; el virus y lo que hacen los gobiernos y las empresas con el virus; el virus y sus efectos a futuro; he ahí la cuestión. Lo que ignoramos (lo que todos ignoran, incluidos los gobiernos y las transnacionales de la industria médica) son sus consecuencias, aunque algo ya sospechamos, de acá a unos cuantos años.
La posibilidad del contagio, a estas alturas es el menor de nuestros males. Por debajo de ese problema básico, elemental o directo, se despliegan enormes y complejos procesos cuyo impacto solo empezamos a advertir. Desigualdad, hambre, desempleo, ignorancia, descuido cuasi criminal de otras enfermedades, avasallamiento de derechos y libertades, y toda la cascada de acontecimientos que tales fenómenos acarrean es lo que nos aguarda a la vuelta de la esquina, no por culpa del virus, sino a causa de nuestras acciones, tanto las institucionales como las personales.
En la obra de Florencio Sánchez (publicada en 1907), se despliega en torno a la tuberculosis una superposición de ficciones, discursos, figuraciones, prejuicios, confusiones, hipocresías y negaciones. En el seno de una familia se desarrolla toda una red de actitudes y estrategias, para convencer a una enferma (Luisa) de que no está grave, aun cuando todos piensan que se va a morir. Todos los personajes, además, viven en una realidad paralela: fingen, ocultan, mienten, y por supuesto tienen un horroroso miedo al contagio. Aíslan a la enferma, la deshumanizan, no la dejan ver a sus hijos, ventilan las habitaciones. Creen que la cuestión se reduce a la muerte de Luisa, pero lo decisivo tal vez ha ocurrido mucho antes, o va a ocurrir después de ese final incierto. En suma: la familia cree girar en torno a un bacilo, cuando en el fondo gira en torno a sus propios dilemas privados, sus dramas cotidianos, sus miserias morales.
Eso es un poco, salvando las distancias, lo que viene pasando con el coronavirus. Es innegable que el gobierno ha tomado una serie de medidas prudentes y razonables de cara a la pandemia, pero también es innegable que no se lleva todo el mérito. Uruguay cuenta con un sistema de salud excepcional en el concierto latinoamericano y mundial, cosa que -mal que les pese a algunos- se la debemos a los 15 años de gobiernos de izquierda y no al neoliberalismo que ahora se enarbola con una buena dosis de cinismo. Deberíamos dar las gracias, todos los días de nuestra vida, a ese legado que es una realidad palpable (para suerte de todos nosotros) en lugar de apostar a la mezquindad ideológica, que desdeña los logros para concentrarse en la obsesiva búsqueda de falencias y errores. Deberíamos agradecer cada día, reitero, la estructura de salud que nos dejaron los gobiernos de izquierda. No es frecuente. Es rara, y por lo mismo mucho más valiosa. Para muestra basta contemplar la situación de flagrante inequidad en el acceso a los sistemas de salud que sufre la mayor parte de los países, tanto en Europa como en América Latina, sin olvidar a Estados Unidos, cuyo modelo sanitario se inscribe en el más implacable y despiadado capitalismo, y así les va.
La salud es para el capitalismo un negocio, no un derecho, y se paga a tanto la gota de sangre; y a pesar de que, entre nosotros, muchos se rasgan las vestiduras y amenazan, incluso, con la adopción de medidas prontas de seguridad (verdadero síndrome de abstinencia autoritaria), lo cierto es que el virus nos ha enfrentado a nuestras fallas y carencias más profundas como sociedad. Igual que en la obra de Florencio Sánchez, el virus ha sido el convidado de piedra, que evidencia lo que puede pasar ante la falta de la más elemental solidaridad humana, ante la ausencia de políticas de Estado que velen por todos los integrantes del cuerpo social, y especialmente de los más vulnerables, en lugar de machacar con el ahorro, los despidos en masa, las insultantes canastas de 1.200 pesos y los inefables recortes en todas las áreas.
La desigualdad campea en Uruguay. Solo pueden aislarse -de verdad y no de mentira- los que pertenecen a los sectores más privilegiados, o sea, los que pueden costearse el aislamiento. Los demás viajan en ómnibus, apretados como sardina en lata, y eso no se considera aglomeración. Se insiste con el aislamiento y la responsabilidad, y se repite el “quédate en casa”, como si se tratara de un gesto de sublime heroísmo, pero no pasa de una narrativa falaz. Se habla y se habla, como si al virus y sus consecuencias los fuéramos a detener en función de las bonitas palabras. Y como si fuera poco, se utiliza a fondo el problema de la pandemia para sacar réditos de donde sea.
Las enfermedades siempre se pueden usar para manipular, exprimir y someter al prójimo, porque el miedo es la mejor arma para hacer del ser humano un títere confundido. A nivel mundial, una de las probables consecuencias de la pandemia será un nacionalismo exacerbado. Cualquiera que haya leído dos renglones de historia, sabe que eso conduce entre otras cosas al cierre de fronteras, a los movimientos antimigratorios, al odio y a la guerra. Lleva también, en la interna uruguaya, a una mayor movilización del aparato coactivo del Estado y a prácticas de represión, avaladas en la presunción de legítima defensa en el accionar policial. El argumento de oro para el abuso es, por ahora, la prevención sanitaria y evitar aglomeraciones; y sin embargo lo que se viene instalando es una megarrepresión, no solamente practicada por la Policía, sino aun por los mismos ciudadanos. Todo termina afectado por la sospecha, el recelo y, por qué no, el reclamo desmedido de castigo. Así se incuba, en el caldero del miedo, el germen del autoritarismo, mil veces más letal que la covid-19. Desigualdad económica cada día más profunda, atropello de derechos y libertades, retroceso irrecuperable en términos educativos; ese será el legado de la pandemia, a menos que seamos capaces de reaccionar a tiempo. Es hora de vernos y reconocernos como comunidad, de ejercer auténtica acción solidaria, de asumir prácticas responsables no solamente en lo relativo al contagio, sino además de cara a nuestro entorno social, económico, cultural y medioambiental.