–Mamá, en el colegio todos me dicen imbécil. –¿Quiénes? –Todos y todas mis compañeritos y compañeritas. (Maldad facebookiana. Autor desconocido. ¡Yo no fui!) El desarrollo del lenguaje políticamente correcto (LPC) comenzó a fines de la década del 60 cuando las protestas contra la Guerra de Vietnam (1955-1975) originaron varios movimientos en contra de la segregación racial, étnica, económica y sexual. Edward Sapir y Benjamin Lee Worf son considerados los padres del LPC, al sostener que el lenguaje no sólo sirve para describir al mundo, sino para crear la realidad o lo que percibimos como tal. No estaban tan equivocados, ya que si al referirme a un homosexual le digo ‘puto’ en lugar de ‘gay’, es indiscutible que la primera palabra es ofensiva y la usan, más que nadie, los homofóbicos. El problema es que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones y aquellas buenas intenciones nos han colocado bajo lo que podríamos describir como una dictadura del lenguaje. La insufrible presión de quienes nos corrigen cada letra con la amenaza latente de etiquetarnos como machistas, homofóbicos, sexistas (¿?), racistas, clasistas, discriminadores y otras bellezas hace muy tentadora la posibilidad de recurrir al reductio ad absurdum, ya que resulta desgastante tener que explicar en serio lo obvio. Dejo la expresión en latín para que crean que soy un tipo culto. Esto ha dado lugar a memes con maldades como este ejemplo: “Los seres humanos y las seras humanas, todos y todas juntos y juntas, hemos de erradicar el sexismo y la sexisma del lenguaje y la lenguaja”. Ya no se puede decir ‘basurero’, sino ‘técnico en eliminación de residuos sólidos’, ni ‘sordo’, sino ‘persona con discapacidad auditiva’. Queda más elegante decir ‘conflicto bélico’ que ‘guerra’. A ‘viejos’ y ‘ancianos’ debemos mencionarlos como ‘personas de la tercera edad’; a ‘prostitutas’ o ‘meretrices’, ‘trabajadoras sexuales’; a una ‘familia pobre’, ‘familia que vive en un contexto crítico’, y al ‘aborto’, ‘interrupción voluntaria del embarazo’. Los ‘presos’ son ‘personas privadas de libertad’, aunque por más que les llamemos de esta manera, les pintemos los barrotes de dorado y escribamos frases de Paulo Coelho en los muros del penal, seguirán estando presos. No se puede llamar ‘ciego’ a un ciego; hay que decir ‘no vidente’, como si lo primero fuera un insulto. Una persona discapacitada no tiene ‘capacidades diferentes’, tiene una discapacidad física o intelectual. Si alguien dominara la telepatía, la telequinesis o alguna habilidad que el resto de los mortales no tuviera, sí sería correcta la expresión. El problema lo tienen quienes creen que tener una discapacidad es valer menos como ser humano. Un día escribí en una nota sobre Chris Namús: “Este no es el triunfo de una mina, es el triunfo de todas”, refiriéndome al apoyo del público tras la divulgación de un video íntimo, y un par de feministas me tildaron de machista por decir ‘mina’. El término es una abreviación popular rioplatense de fémina, y dícese de la mujer que está buena, por lo que quienes me criticaron no deberían darse por aludidas. Ahora bien, mientras algunas malabanderadas con la lucha contra el machismo buscaban con lupa las palabras que pudieran denigrarlas, yo estaba elaborando medidas prácticas contra la violencia doméstica y varias fueron aceptadas. Que ellas sigan aumentando su fanatismo con la Lupa Violeta -un programa informático que detecta el lenguaje sexista-, que yo continuaré luchando contra el machismo en serio, tanto del hombre como el más peligroso: el de la misma mujer. La cuestión de género Al hablar de la raza humana, decimos “el hombre” y en el término están incluidas las mujeres, así como al hablar de los niños se sobreentiende que están comprendidas las niñas. Es indiscutible la injusticia de esta generalización que ha buscado simplificar la comunicación; pero cambiar esta costumbre milenaria puede traer más problemas que soluciones, tal como han advertido incluso las cinco mujeres que integran la RAE. La Constitución Nacional de Venezuela apabulla cuando, con el ánimo de reivindicar a la mujer, se llega al exceso de ocupar páginas y más páginas innecesariamente por señalar a ambos sexos cada vez que se mencionan cargos o condiciones: los ciudadanos y las ciudadanas, los diputados y las diputadas, los gobernadores y las gobernadoras, los alcaldes y las alcaldesas, etc. En la izquierda ya no se puede iniciar un discurso diciendo ‘compañeros’, sin acoplar ‘compañeras’. En los escritos hay quienes sustituyen la última ‘o’ por el símbolo @ para evitar la embestida de las radicales puristas del lenguaje no sexista. Así que ahora hay quienes proponen decir ‘ustedes y ustedas’, ‘periodistas y periodistos’, ‘persona y persono’, ‘dentista y dentisto’, ‘policía y policío’. El participio activo del verbo ser es ‘ente’, que significa ‘el que es’, y se refiere a la persona que ejecuta la acción indicada por el verbo. Por ejemplo, intendente es quien ejerce la intendencia o presidente quien ejerce la presidencia, sin importar el sexo de la persona. De ‘ente’ surge la terminación ‘nte’: el o la estudiante es quien estudia, el o la cantante, quien canta, y así sucesivamente. El feminismo radical es tan malo como el machismo. A la hora de votar me importa un reverendo carajo (ay, perdón) el sexo de la persona. Si buscan complicar lo sencillo en lugar de simplificar lo complejo, buscando discriminación donde no la hay y haciendo impracticable el idioma, no cuenten conmigo; pero si buscan militantes para luchar en serio contra la violencia de género, la discriminación sexual o racial o apoyar programas o campañas que colaboren con los discapacitados, no me busquen. Ya estoy allí. Afrodescendiente: término racista por excelencia La utilización de nuestro idioma se volverá un martirio si no advertimos que lo importante de los términos no está tanto en el texto como en el contexto, en la intención más que en la utilización. El término ‘afrodescendiente’ busca sustituir a las palabras negro y negra… hasta que a alguien se le ocurra crear también la palabra afrodescendienta. Quienes lo manejan consideran que negro o negra son términos ofensivos, degradantes, que se refieren a algo vergonzoso. Me opongo fervientemente. Si ‘blanco’ no es un insulto, tampoco lo es ‘negro’ y tampoco ‘judío’, ‘chino’, ‘porteño’ o ‘gallego’. Quien quiera cambiarla por considerarla ofensiva es quien un problema. En Uruguay y Argentina hay quienes le dicen ‘negra’ o ‘negro’ a su pareja aun cuando ambos son blancos, resultando obvio que lo hacen de manera afectuosa. Esta costumbre rioplatense motivó a unos cubanos a acusar de racista a Ernesto Guevara en un video, ya que cuando llamaba a alguno de ellos solía decirle: “Che, negro, vení”. No entendían que él les decía negros porque… ¡porque eran negros! ¿Y cuál es el problema? Cómo represalia le decían: “Sí, che” (para burlarse de su costumbre de usar el pronombre posesivo de la primera persona del singular en lengua guaraní) y le quedó para siempre el apodo. El término significa ‘mi’ en guaraní, por lo que en Paraguay nos llamará la atención que nos digan “Che, señor”, ya que nosotros lo usamos sólo dentro del tuteo, cuando ellos quieren decir ‘mi señor’, ‘mi general’, etc. Es grandioso el ‘etcétera’, porque me evita romperme el cráneo buscando otros ejemplos que, a decir verdad, desconozco. Las palabras de Bettina Piñeyro, edila frenteamplista por Soriano, manifestadas con orgullo al asumir su cargo en la Junta Departamental, me llevan a aplaudirla de pie: “Soy negra, no afrodescendiente”. Lo llamativo es que pertenece a Casa Grande, sector que lucha como nadie contra la discriminación sexual, generacional y racial; pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. No se logra igualdad ni respeto por medio de la cursilería (término con el cual busco sustituir la palabra estupidez, que es muy fuerte), sino con hechos más concretos y serios. No se trata de que el término sea incorrecto, ya que hace referencia a las personas que nacieron fuera de África pero tienen antepasados en dicho continente. Desde el siglo XVI hasta el XIX, millares de personas fueron extraídas del África subsahariana y trasladadas a otros continentes como esclavas. A sus descendientes se aplica dicho término, el cual también comprende a los descendientes de africanos que emigraron por otros motivos. En Uruguay, y de acuerdo a la Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de Estadística, 5,9% de la población desciende de esclavos africanos, siendo mulatos en su mayoría. Lo incorrecto no es el término, sino el motivo por el cual se utiliza: evitar ofender a alguien mencionando su condición, como si alguna divinidad hubiera decidido castigarlos oscureciéndoles la piel por alguna ancestral ofensa. Hablamos del orgullo gay, pero no del orgullo negro. Ya alguien me acusó de “denigrar a los afrodescendientes”. Es absurdo, porque denigrar significa: “Poner negro, desacreditar, deslustrar la fama o mérito de persona o cosa”. ¿Cómo voy a poner negro a un negro? Para que quede claro: me importa un reverendo carajo el color de la piel y me parece totalmente irracional creer que el sexo, la conducta sexual o la raza determinen alguna clase de superioridad. Es increíble que en pleno siglo XXI el tema del color de la piel sea un tema. Ah, y en cuanto a mí, dejo constancia de que no soy ni eurodescendiente ni caucásico, sino blanco, lo cual, al fin y al cabo, me importa tres pepinos. Antisemita Se equivoca Israel cuando tilda de ‘antisemita’ a quien cuestiona la política exterior de su gobierno, como si fuera lo mismo que despreciar a su pueblo. Yo critico cada misil que va de Palestina a Israel y cada misil que va de Israel a Palestina, y no por eso soy pro o contra de alguno. Sucede que así como los estadounidenses se apropiaron del gentilicio ‘americano’, los israelíes se apoderaron de ‘semita’ con un despliegue propagandístico de tal magnitud que la mismísima Real Academia Española terminó cediendo al definir al antisemita como “enemigo de la raza hebrea, de su cultura o de su influencia”. Semitas son, de acuerdo a la tradición bíblica, los descendientes de Sem, con lo cual se abarca a los árabes, hebreos y otros pueblos. Sin embargo, el origen del término no es racial, sino lingüístico. Acusarme de antisemita implicaría acusarme de estar en contra de cuanto sujeto camina desde Marruecos hasta Arabia Saudita, Irán e Irak, es decir, casi todo el Cercano y Medio Oriente. En 2012, la comunidad judía de España propuso retirar la expresión ‘judiada’, que significa: “1. Acción mala, que tendenciosamente se consideraba propia de los judíos” o 2. “Muchedumbre o conjunto de judíos”. La solicitud fue rechazada porque el diccionario no retira las palabras o expresiones que alguna vez ingresó; en todo caso, señala que son despectivas o están es desuso. La RAE se autodefine como “un mero notario de la lengua que no promueve, ni legitima ni aconseja el uso de palabra alguna”, sino que se limita a recogerlas del acervo cultural. Algunas palabras o frases reflejan un período de nuestra historia; eliminarlas del diccionario porque sean ofensivas implica exigir inquisitivamente a la RAE que borre tramos de aquella. Lo que cabe es no considerar el texto sin el contexto. Es tan dura la presión contra los que no usamos el LPC que imagino el bombardeo verbal que va a caer sobre mi cabeza, pero para combatir la discriminación no tenemos por qué caer en el ridículo. Esperemos que estas reflexiones sirvan para el debate fraterno, ya que nada he dicho para mal de nadie, sino por el bien de todos. ¿O me crucificarán por no decir todos y todas? Muchos políticos han acatado estas directivas para no perder los votos de quienes impulsan el LPC y son los que suelen llegar fácilmente a cargos que están por encima de su capacidad, con lo que en vez de ‘tener’ un cargo público, ‘son’ una carga pública. Valga el juego de palabras, ya que estamos.
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