Hace pocas semanas, la Comisión de Derechos Humanos del Parlamento del Mercosur (Parlasur) abordó una vieja cuestión de guerra, constituida a estas alturas no solamente en una deuda, sino en verdadero abismo de ignominia, por cuanto las oscuridades que proyecta jamás han sido abordadas desde el lugar de la ética, la normativa internacional y la reparación histórica. Me estoy refiriendo al proyecto de resolución presentado por el paraguayo Ricardo Canese, en el sentido de constituir una Comisión Especial de Verdad y Justicia, en relación a la Guerra de la Triple Alianza, un conflicto acontecido entre 1864 y 1870, en el que tres naciones (Argentina, Brasil y Uruguay) emprendieron una verdadera acción de exterminio sobre el pueblo paraguayo. A lo largo de ese conflicto, se cometieron crímenes encuadrados en el delito de lesa humanidad, que incluso fueron vislumbrados por unos pocos protagonistas del momento que tuvieron la suficiente valentía y honestidad como para expresarlos. Contra estos crímenes de lesa humanidad no valen justificaciones políticas de ninguna índole, y mucho menos el pretendido y socorrido argumento del anacronismo histórico, tantas veces manipulado para tender un nuevo manto de silencio y de complicidad sobre aquellos hechos.
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Esa guerra, como bien lo aclara el texto del actual proyecto, «significó el genocidio del 90 % de la población masculina adulta en condiciones de trabajar del Paraguay, así como numerosos niños, ancianos y mujeres paraguayos», además de «la esclavitud y el saqueo impune a todo el país».
Como ya se expresó, no solamente se condenan desde el presente las atrocidades cometidas contra la población paraguaya, sino que en su día el propio enemigo alzó su voz, para advertir sobre la gravedad de unas acciones bélicas demasiado parecidas a una demencia instituida. Esa voz fue nada menos que la del Marqués de Caxias, Mariscal del ejército al servicio del Emperador Pedro II de Brasil, un militar lleno de condecoraciones y medallas de oro, cuyo fulgor no lo cegó, sin embargo, como a tantos otros, al punto de acallar su parecer. Mucho antes de las más sangrientas batallas de esa guerra (entre las que se cuentan Piribebuy, Acosta Ñu y Cerro Corá), que sucedieron en 1869 y 1870, decía Caxias que “los soldados paraguayos están caracterizados por una bravura, por un arrojo, por una intrepidez y por una valentía que raya a la ferocidad, sin ejemplo en la historia del mundo”. Agrega que Francisco Solano López, el presidente del Paraguay, tenía también “el don sobrenatural de magnetizar a los soldados”, al punto de que ante estos soldados no era ninguna garantía la ventaja numérica con la que contaba Brasil; y por lo tanto, en caso de que se siguiera adelante con la guerra, el exterminio del pueblo entero sería el resultado inevitable. “Y es preciso convencerse, que los soldados, los simples ciudadanos, las mujeres y niños, el Paraguay y López, son una misma cosa, un solo ser moral e indisoluble”. Por tanto, continuaba Caxias, era imposible el triunfo en esa guerra, a menos que se convirtiera en una acción terminante de destrucción y de aniquilamiento.
Pero, ¿sería razonable y admisible pretender un triunfo de esa naturaleza? Y en caso de conseguir ese triunfo, sigue preguntándose Caxias, “¿cómo lo habríamos conseguido? Y, después ¿qué habríamos conseguido?”. Este informe de uno de los principales militares del imperio de Brasil es útil para reflexionar en varias cosas. Primero, en la necesidad insoslayable de conocer la historia, y en particular la historia nuestra, la de nuestras naciones latinoamericanas, la de nuestros procesos políticos y nuestros consiguientes derroteros humanos, sociales y económicos. Segundo, para reflexionar en que ya todo estaba dicho y denunciado, en el momento mismo de la guerra, aún antes de que sonara el último disparo. Tercero, para pensar en las dimensiones de la paz y de la guerra, y en sus aristas más ocultas y peligrosas. Hasta en la guerra es necesaria alguna especie de ética; y ante una acción de exterminio como fue la Guerra de la Triple Alianza, ¿no debió haber sido Brasil (y también Argentina y Uruguay, ya que estamos) responsable delante de las naciones extranjeras de los inmensos e irreparables daños causados al pueblo paraguayo?
Hace pocos días se conmemoraron los 200 años de la muerte de Napoleón en la isla de Santa Elena. De las diversas manifestaciones en pro y en contra de su figura y de sus acciones, quedó de manifiesto que una parte no despreciable de los franceses y del mundo occidental (incluidos algunos uruguayos) le guarda a Napoleón alguna especie de admiración, reconocimiento o reverencia. Kant llegó a saber de él, puesto que el filósofo alemán murió en 1804, año en que Napoleón era coronado emperador en París. No pudo, sin embargo, asistir al despliegue de invasiones y conquistas desenfrenadas que Napoleón llevó adelante en Europa, bajo el fútil y falaz pretexto de que estaba expandiendo los ideales de la revolución francesa. Pero a Kant no le hizo falta presenciar todas esas agresiones, avasallamientos, violencias y mentiras. Nueve años antes, en 1795, había escrito una obra política llamada La paz perpetua, compleja y lúcida como todas las suyas; una obra que todos deberíamos leer, y muy especialmente los fervorosos (e irracionales) adeptos de Napoleón que, aunque pueda parecer increíble, todavía existen sobre la faz de la tierra. En este ensayo, Kant propuso un programa de paz para ser aplicado por los gobiernos de la época.
Es preciso acotar que para Kant la guerra era capaz de realizar cierta obra civilizatoria, ya que la sociedad no es por sí misma el marco natural de la paz. Pero en nuestra época, expresa Kant (o sea en los inicios de la edad contemporánea), la guerra ha agotado su misión y deviene en el principal enemigo, no solo de la cultura y la paz, sino de la propia existencia de las naciones y de los seres humanos que las pueblan. La destrucción de la guerra es, por lo tanto, nuestro máximo imperativo. Si la guerra no se aniquila, si no se hace desaparecer, todos nuestros sueños de progreso se convertirán solamente en una pesadilla. ¿Es posible la paz, sin embargo? Sí es posible, precisamente porque es necesaria. El tratado de la Triple Alianza que dio lugar a la guerra del Paraguay se mantuvo en secreto durante mucho tiempo, hasta que ya no pudo acallarse; entonces la indignación popular, sobre todo en Argentina, se levantó en oleadas de oposición. En tal sentido decía Kant en 1795 que «Ningún tratado de paz –secreto– en el cual esté tácitamente reservado un asunto para una guerra futura será válido». Decía también que «Los Ejércitos permanentes –miles perpetuus– deberán desaparecer por completo con el tiempo» ya que constituyen una amenaza permanente y alientan la carrera armamentista. Agregaba que el ser humano es un fin en sí mismo, y no un instrumento para la satisfacción de intereses espurios o delirios megalómanos (vuelvo a pensar en Napoleón, entre tantos otros).
Kant plantea el problema de la moral ante la política, y sostiene que el conflicto entre ambas debería resolverse siempre en favor de la moral ya que la política se inserta en un nivel secundario.
En todos estos sentidos y en muchos otros, la guerra de la Triple Alianza fue un conflicto infame, que jamás podrá ser reparado en su verdadera dimensión, pero que, al menos, puede ser revisado a la luz de los reclamos de verdad, memoria y justicia, ya que, como dice Albert Einstein, la paz no puede mantenerse por la fuerza; solo se puede lograr mediante la comprensión. Asomarse a los nuevos sentidos y significaciones del horror y de la tragedia desde el lugar de la reinterpretación histórica, acaso pueda devolvernos al menos a la recuperación de la razón y de la dignidad humana en sentido integral, lo cual ya es mucho, no para deshacer el dolor y el sacrificio del pasado, pero sí para evitar el del futuro.