Según la información y los documentos de público conocimiento, varios artículos de la Ley de Urgente Consideración van evidenciando un perfil ideológico y de procedimiento que puede resultar notoriamente peligroso para el Estado de derecho.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Se establece -como primer punto- una dicotomía entre seguridad y libertad, priorizando a la primera en desmedro de la segunda. Esto plantea una falsa oposición que es asimismo peligrosa. No es necesario vulnerar la libertad de la ciudadanía para obtener mayor seguridad. No se trata de un caso de necesidad, sino de ideología política. No se trata de un caso de necesidad, sino de una elección voluntaria. No se trata de un caso de necesidad, sino de una opción que manifiesta a gritos el desprecio hacia la Constitución y hacia los tratados internacionales en materia de derechos humanos. Se puede, en efecto, tomar mil y una medidas razonables y efectivas para incrementar la seguridad en un Estado, cosa que, por cierto, todos deseamos, sin invadir para ello el territorio de las libertades y de las garantías ciudadanas. Se puede y se debe. Lo manda la normativa vigente. Para colmo de males, como si todo lo anterior no fuera bastante grave, se pretende afectar los derechos humanos mediante un procedimiento legislativo de urgente consideración, que destierra un debate serio y fundamentado, este sí necesario, este sí urgente, este sí insoslayable.
El nuevo gobierno pretende abordar -en segundo punto- el tema de la seguridad en forma violenta y represiva, poniendo de cabeza a todos y cada uno de los procedimientos de averiguación y de privación de libertad previstos por el legislador. La incorporación de ciertos conceptos es asimismo de alta peligrosidad y todos estos conceptos están regidos por una sola y gran figura, cuya sombra ominosa crece a cada segundo: se trata de la figura del abuso de poder, flanqueada por sus esbirros, que son la arbitrariedad y la brutalidad armada.
Atrás queda el respeto a la Constitución, el respeto a la ciudadanía, el respeto al individuo y hasta el propio respeto al uniforme. Uno de tales conceptos es la ampliación del supuesto de legítima defensa por parte de la Policía. Otro es la obligatoriedad de la identificación (ya con francos ribetes de abuso de poder, como por desgracia ha comenzado a ocurrir). Otro es la apariencia delictiva, que nos recuerda a las teorías represivas y fuertemente discriminadoras del siglo XIX, en particular a las de Lombroso y Jacobsen.
En la primera mitad de ese siglo, apareció en Francia la teoría de la degeneración, en el marco de una naciente psiquiatría que se ocupaba especialmente de la higiene pública en el marco de la protección social. El psiquiatra B. Morel definió al crimen -englobando en este término al delito en general- como el estigma de la degeneración, que le venía al sujeto por herencia biológica. Así surgirá la etiología criminal, impulsada entre otros por el sociólogo Gabriel Tarde, el concepto de patología adquirida (Koch, Alemania), el de locura moral (Pritchard, Inglaterra) y de la alienación psicopática, entre otros. Todas estas teorías tienen un común denominador: la inferioridad de unos seres humanos con respecto a otros y la estigmatización de la pobreza.
En la obra El hombre delincuente, de 1876, el italiano Cesare Lombroso busca las causas del crimen, no en un acto de libre voluntad o de libre determinación del sujeto, sino en el entorno biológico, social y psicológico del individuo. De ahí a criminalizar a ciertos sectores sociales no había más que un paso. Pero Lombroso, además, creó toda una tipología del delincuente, cuyos rasgos físicos lo delatarían. La portación de un rostro con rasgos mongoloides o africanoides es uno de ellos. En 1885, Raffaele Garófalo publicó Criminología, en la que tipificó al delincuente como el enemigo interno, dejando así abiertas las puertas para las futuras doctrinas de la seguridad nacional, en las que se adoctrina a los ejércitos nacionales no para que luchen contra un enemigo exterior -teoría clásica en la que se funda la existencia de cualquier ejército-, sino para atacar al enemigo interno, situado en una franja variopinta que puede abarcar desde los comunistas hasta todos los sujetos… con “apariencia delictiva”.
El peligro menor de tales teorías (menor entre paréntesis) es que conducen a dividir a la sociedad, falsa y groseramente, entre los decentes por un lado y los indecentes por el otro. El peligro mayor es que pueden conducir derechamente a una ideología genocida. Quedándonos por el momento con el peligro “menor”, resulta que la apariencia delictiva se enmarca, en muchos aspectos, con las ideas ya referenciadas.
La sociedad se dividiría, según estas teorías, en decentes y no decentes. Los decentes son todos buenos, heterosexuales y honestos. Los hombres usan pelo corto y las mujeres llevan falda. Los decentes acatan las normas sin chistar y no tienen nada que temer frente a la fuerza bruta policial y militar, ya que ellos son buenos y obedientes. Los no decentes son todos malos o potencialmente malos, se dedican a hacer y a decir cosas que subvierten continuamente el orden establecido por los decentes y ponen en riesgo a la sociedad toda. Adviértase, sin embargo, que semejante dicotomía nada tiene que ver con el derecho, con las normas, con la Constitución y con los Derechos Humanos en mayúscula. Y esto es así porque semejantes ideas están absolutamente reñidas con la libertad.
La libertad ha sido desde siempre la mayor preocupación de la gente. A través de distintas acciones y declaraciones se la ha buscado, con mayor o con peor suerte, a lo largo de la historia de la humanidad. Y se la ha buscado tanto porque, precisamente, es un bien escaso; más preciado cuanto más raro y esquivo. La lucha por la libertad ha sido dramática y cruenta. Todos los campos de batalla del mundo, de una manera o de la otra, por vía directa o indirecta, han quedado regados con su sangre.
La sangre de la libertad ha empapado también plazas y muros de ejecución, en todas las edades de la humanidad. Y un día, por la vía de las conquistas logradas con esa sangre, llegó a nosotros, plasmada en la Constitución. Tan cara y tan preciada es para el legislador uruguayo, que las causas de su privación son sumamente estrictas. Así, en el artículo 15 de la carta magna, se establece que “Nadie puede ser preso sino infraganti delito o habiendo semiplena prueba de él, por orden escrita de juez competente”. Si no se da alguno de estos dos requisitos, nadie puede ser privado de la libertad. Bueno es aclarar que el juez integra un poder enteramente separado del Poder Ejecutivo, y esta es una garantía más. La ley de procedimiento policial vigente, número 18.315, no solamente está subordinada a la Constitución, sino que debe seguir el principio emanado del artículo 15: “No se puede detener para investigar, sino que se debe investigar para detener”. Todo lo demás es y será fatalmente inconstitucional.
Digo estas cosas, que deberían ser elementales, porque el avasallamiento a las libertades y a las garantías está a las puertas de nuestra sociedad, y va de la mano de la ignorancia, de la que hemos hecho gala con regocijada impunidad los uruguayos durante, por lo menos, los últimos 20 años. Sobre todo desde que apareció el teléfono inteligente. Espero que unos cuantos comiencen a darse cuenta de que, ahora sí, la ignorancia nos puede cercenar nuestros más caros principios, nuestras más sagradas normas. La ignorancia nos puede matar.