En momentos en que la flexibilización laboral recrudece (para mal) en el horizonte de la legislación uruguaya, por medio de la nueva ley de teletrabajo, se ha instalado la consigna de que la ley de ocho horas ha quedado caduca y ya no se adapta a los tiempos actuales. Esto sería materia de horror para los grandes hacedores de nuestro Estado de bienestar, como Batlle y Ordóñez, quien expresó: “Se ha comprobado que en las panaderías se trabaja hasta 19 horas diarias, lo cual debe considerarse en el obrero como un suicidio, y en el patrón, como un asesinato”. Por su parte el nacionalismo respondió que “Encontramos exagerado el proyecto del Poder Ejecutivo… toda exageración es mala, y la jornada oficial de 8 horas, en las condiciones de nuestro país, es una verdadera exageración”. Curiosa afirmación de parte de un partido que había enarbolado la idea de las 8 horas, como antecedente primero, a través del proyecto de Carlos Roxlo y Luis Alberto de Herrera. Luego la cuestión fue corregida por Frugoni, ya que el proyecto de Batlle no comprendía a los empleados de comercio y admitía jornadas mayores para ciertos gremios. “La iniciativa es socialista pero la realización es batllista”, expresaba el diario El Día poco después. Pero además añadía otras consideraciones. Puntualizaba que la filosofía de los contrarios a las 8 horas era “cruel e inmoral”. Domingo Arena, por su parte, que era un italiano hijo de zapatero, dirá que “Todo hombre que trabaja para otro, durante todo el tiempo que trabaja está sometido a otro; ha enajenado su voluntad a otro, ha dejado de ser un hombre libre…”.
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Precisamente por eso, es consustancial a un Estado de derecho la regulación del trabajo, y es propio de un Estado de bienestar la tendencia al equilibrio y al bien común. La ley de teletrabajo, tal como está formulada, entraña numerosas falencias y riesgos. Se ha pretendido minimizarlos, observando que es un puntapié inicial. Sin embargo, llama la atención que en el artículo 6º de la ley se establece: “En ningún caso el teletrabajador podrá exigir al empleador que sea éste quien le proporcione el lugar donde se preste el teletrabajo”. Si bien se mantiene vigente la Ley N° 16.074 de Regulación de los Seguros sobre Accidentes de Trabajo y Enfermedades Profesionales, dicha norma establece que esos accidentes y enfermedades deben producirse “a causa del trabajo o en ocasión del mismo”. Ello abre un paréntesis de incertidumbre en materia de prueba, ya que el hogar no es una oficina, sino un espacio que, a mayor abundamiento, suele ser compartido por la familia del trabajador. ¿Cómo probar que una persona se dislocó una rodilla al levantarse de su mesa de trabajo, en ocasión de ese trabajo, para dirigirse a la cocina de su propia casa, y no porque tropezó con un juguete de su hijo? ¿Cómo probar que su lesión de espalda se debe al cumplimiento de tareas laborales o a otra causa relacionada con sus tareas domésticas? Es cierto que la ley de teletrabajo es atractiva en principio, por la posibilidad de no acudir en forma presencial a un local. Parece un logro de mayor libertad y autonomía, pero esto puede resultar terriblemente engañoso. Es que la flexibilidad laboral es un concepto polisémico. Puede ser a) numérica, mediante la figura de los contratos temporales; b) funcional, si los empleados deben acompasar sus tareas a las necesidades cambiantes de la empresa; c) salarial, en cuanto a la variación en los salarios; d) temporal, en cuanto a las horas y las jornadas de trabajo, a tiempo parcial, en carácter de subempleo, etc.; e) espacial, en referencia a la posibilidad de prestar tareas en el domicilio y no el local del empleador; y todavía existen otros tipo de flexibilidad como la famosa tercerización, que se realiza desde hace algún tiempo a distancia o en modalidad virtual (por ejemplo, desde Uruguay se calculan y pagan salarios en diversos países extranjeros). Pero en todo caso, nuestra reciente ley de teletrabajo contiene más zonas grises que certezas y bondades. Es evidente que favorece de manera abrumadora a los empleadores, en múltiples aspectos. Supone enormes ahorros para el empleador (alquiler de un local, pago de energía eléctrica, de internet, de mantenimiento e incluso de impuestos, si el local se cierra). Excluye además a los funcionarios públicos; como si fuera poco, revertir el contrato inicial de teletrabajo para pasar a una modalidad presencial requiere el consentimiento escrito de ambas partes (y siendo el empleador la parte más fuerte y de mayor resistencia económica, ello puede convertir en letra muerta el concepto de acuerdo, para el que se necesita igualdad de condiciones). Una de las peores consecuencias de la ley es que agudiza el aislamiento del trabajador, impacta sobre su vida privada, conspira en buena medida contra su desarrollo y formación profesional, y anula en varios sentidos la negociación colectiva. La regulación de la jornada laboral contiene vaguedades y hasta contradicciones. Se establece la posibilidad de compensar las horas trabajadas (trabajar más unos días, y menos otros días de la semana), pero en la realidad de los hechos nada asegura que esto sea respetado; la prueba sobre la superación del máximo de horas semanales de trabajo pactadas, se torna engorrosa. El artículo 8º echa por tierra la ley de 8 horas. Establece que “el exceso de trabajo diario, con respecto de la jornada legal o contractual, no constituirá trabajo extraordinario y por lo tanto no dará lugar al pago de horas extras”. Tal vez por eso se ha puesto tanto énfasis en defender lo indefendible: las 8 horas habrían quedado caducas, obsoletas, anacrónicas, como si fuera posible desechar con tanta ligereza una figura que debería integrar el podio sagrado de las conquistas laborales más valiosas en el mundo del trabajo. Podemos, sí, tener una ley de teletrabajo, pero ella ha de estar en armónico equilibrio con el sistema normativo en su conjunto, y también con los más caros logros de nuestra democracia.
Es por eso que hemos recordado a Batlle y a Domingo Arena, quien expresa: “Nosotros, en vez de ser enemigos del capital, lo que queremos es hacerlo más inteligente, más vibrátil, más humano… que se multiplique todo lo que quiera, pero sin sacrificar precisamente al hombre”. Esa arenga no solamente cayó en saco roto, sino que simplemente provocó escándalo en algunos. Como muy acertadamente ha puntualizado entre nosotros el historiador Gerardo Caetano, en su obra El liberalismo conservador, de reciente aparición, fue Irureta Goyena (vocero del latifundismo, como expresa Carlos Machado) quien calificó al batllismo de “inquietista”, opinando que “el inquietismo es peor que el socialismo” porque “rema siempre en favor del viento, y cuando no sopla el viento, rema en contra del reposo”. El inquietismo “es el movimiento por el movimiento, la efervescencia, la desazón, el mal de San Vito aplicado a la conducta del Estado”. Descalificación en toda regla, como se ve; filosofía de verdadera alarma contra cualquier innovación en el statu quo de los viejos y nuevos “malla oro”, a los que ni se podía tocar antes ni se puede tocar ahora (a riesgo de contraer una loca enfermedad de las que merecen por lo menos un chaleco de fuerza), y contra cualquier intento de protección a los más vulnerables, todo lo cual, ya no como inquietismo sino como muy inquietante realidad, hoy pretende retornar por sus fueros.