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Editorial

La pelota y la conciencia de clase

Por Leandro Grille.

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Caras y Caretas Diario

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Un botija en una cancha de tierra, morocho y pobre, la ropa con remiendos y los championes desvencijados; un pibito de una villa de la provincia de Buenos Aires destinado, como todos los niños que no tienen nada, a una vida de sacrificio y de sufrimiento. En las fotos sepias que se conservan de su infancia, es posible figurarse la precariedad de todo lo que lo rodea, porque es un niño humilde de un barrio humilde, donde no hay un mango. Hay millones de niños y de niñas en América Latina que habitan las carencias y en cada rincón de este continente aterido hay un campito polvoriento donde todos los días cientos de miles de gurises pobres reinventan el deporte más popular del mundo y alimentan la esperanza de un futuro mejor.

La vida de Diego Armando Maradona conmueve desde siempre porque es una peripecia inviable, una épica de la vindicación que arranca en la desposesión absoluta y termina en el paroxismo de la gloria, convertido en el mayor ídolo mundial de la historia en un juego que hace mucho tiempo que no es un juego. Pero conmueve más, despierta más admiración y más amor, porque en ningún instante de su vida increíble se olvidó del barrio ni del barro. Maradona llevaba el origen de su vida metido en los pies, en el  corazón, en la palabra y en la inteligencia.

Hay gente que quiere escindir al jugador de su pensamiento. Como si fuera posible encapsular al fenómeno del fútbol y desconectarlo de sus pasiones y de sus convicciones. Es una operación harto ideológica que llevan adelante los que no tienen más remedio que consentir que nunca vieron nada igual adentro de una cancha, pero no lo toleran. No lo toleran por su procedencia, pero, sobre todo, por su conciencia de clase. Es casi un contrasentido que la derecha lo deteste tanto, cuando viven haciendo culto de la meritocracia y Maradona es el ejemplo más acabado de ascenso por los propios méritos, sin obsequios ni herencias de ningún tipo. De algún modo, Diego llegó hasta donde llegó a puro concurso de oposición. Tuvo que ser el mejor entre los mejores, enfrentarse a todo y ganarlo todo para convertirse en una suerte de dios entre los mortales.

Con la desmesura de su juego alcanzó la desmesura de la popularidad y la utilizó desde el principio como una herramienta de combate. Maradona fue un político en sentido hondo, un militante permanente. No hubo causa humana que no lo convocara y siempre compareció del lado de los pobres. Jamás, en todo el trayecto de su vida, se ubicó en la trinchera equivocada y no puede caber la menor duda de que lo tentaron mil veces para que saltara el pórtico y se alejara de los suyos. El presidente de Francia publicó una pieza de despedida muy bonita, bien escrita, en muchos sentidos inesperada, pero en la que desliza, como contrapeso a su excelencia de jugador, que las visitas de Maradona a Fidel y a Chávez tienen el “sabor amargo de la derrota”, porque “es en la cancha donde Diego hizo la revolución”. La frase no puede ser parte de un homenaje porque lo desconoce, contraría la sustancia humana de la persona: la amistad de Maradona con Fidel y con otros líderes revolucionarios de América Latina nunca constituyó para él una “amarga derrota” y Maradona nunca fue tan obtuso de considerar que la “revolución”, ese cataclismo histórico que dé vuelta la tortilla y cambie la vida de los pobres, pudiese suceder en un campo de juego.

Ha muerto Maradona, un jugador de fútbol incomparable, un tipo emocionante, un hombre venerado por cuarenta millones de argentinos, y más amado allí donde más se sufre. Ha muerto el jugador que mejor representó a los jugadores, los trabajadores del fútbol, contra la FIFA, que era en esos tiempos la patronal. Ha muerto un campeón mundial y no cualquiera, el más impresionante.  Murió cronológicamente joven, pero su vida fue tan intensa que es difícil decir que murió antes de tiempo. A los que lo vimos jugar nos quedará el recuerdo de su genialidad para siempre. Pero es al pueblo humilde de Argentina, el que conoció la alegría al verlo gambetear, cuando la vida era una mierda, al que lo vio hacer aquellos dos goles contra Inglaterra, después de la guerra, que fue un agravio, un robo y una masacre, al que hay que dedicarle el pensamiento y rendirle tributo: porque ese pueblo hermoso y sufrido, de millones y millones siempre condenados a perder, le debe la victoria que no olvidaron ni olvidarán jamás, y es por eso que hoy llevan lágrimas en los ojos y el corazón en la mano.

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