Por Ricardo Pose
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Observo por el espejo retrovisor de la historia, que para eso está, la constante prédica en el discurso reaccionario de solo mirar para adelante –patentado, cuándo no, en la célebre frase de Julio María Sanguinetti de no vivir con “los ojos en la nuca”– que pretende que en nuestras valoraciones no tomemos en cuenta hechos históricos que asuman rango de fuerte advertencia o lección.
Por un lado la historia nos viene a contar cómo, desde el surgimiento de la propiedad privada y los excedentes de producción, el valor de mercancía del dinero, hay una tensión histórica entre quienes más poseen y concentran, y quienes venden su fuerza de trabajo.
Y cómo las distintas concepciones económicas, políticas y filosóficas, organizadas en partidos políticos, han tratado de favorecer a unos o a otros, o lograr un extraño equilibrio.
Así, por Europa se pasearon los modelos socialistas, los fascistas, los capitalistas, los Estados de bienestar, para volver, en muchos casos, al capitalismo más puro.
América Latina no fue la excepción, claro, y Uruguay fue una perla más en el collar de devenires políticos.
Nos resulta fácil comprender y ubicar los ciclos económicos, y nos lleva un poco más de tiempo, y lucidez, atender a los ciclos sociales; es como si una fuerte dosis del voluntarismo que pertenece a la cosmovisión de la militancia política empañara toda la lectura de la realidad.
Si tomamos en cuenta desde 1830 –año en que se realizó la primera elección en Uruguay, donde triunfó Fructuoso Rivera–, en los 189 años que trascurrieron hasta nuestros días, los quince años de gobierno progresista fueron un suspiro en la historia uruguaya.
A esta aparente excepción criolla deberíamos continentarla en el conjunto de países que años más, años menos, pasaron por una idéntica situación, producto compartido quizás del efecto globalizador del neoliberalismo.
Son sin dudas excepciones a estos ejemplos: la Cuba revolucionaria, el Chile de Allende y el actual México a partir de Pérez Obrador.
Bolivia y Guatemala, allá por los 50, habían tenido un proceso nacional progresista que fue derrocado urgentemente desde las sombras de la doctrina Monroe.
En el caso específico uruguayo, pudiéramos encontrar paréntesis, parecidos al ocurrido entre el 2004 y el 2019, en el primer gobierno de José Batlle y su política de nacionalización y barrera a la concentración latifundista, y en el gobierno de Luis Batlle que promovió la industrialización del país, fomentando capitales nacionales y del estado.
Uruguay había generado en aquel primer gobierno batllista, a diferencia del resto del continente, una importante clase media que ofició de “amortiguador” de las luchas políticas y de fiel de la balanza entre los dos partidos tradicionales.
La paulatina acumulación de la izquierda uruguaya –rumbo a transformar, por las vías que fueran posibles, las relaciones de producción de la sociedad uruguaya, sumándose a la ola internacional de reivindicación de cambios revolucionarios– se vio abruptamente cortada por la ofensiva cívico militar fascista, y debió virar su proyecto de acumulación, poniendo como objetivo superior, recuperar el Estado de derecho.
Las Joyas de la abuela
Para el ciudadano medio, posbatllista y posmaracaná, ese invento foráneo del neoliberalismo que denunciaba la izquierda, pero que adivinaba extranjero en aquellos muchachos peinados a la gomina que jamás se habían calzado un Pampero, iba demasiado lejos.
Para esos uruguayos y su uruguayés era un hueso duro de tragar dejar de mandar o recibir la encomienda vía La Onda, o dejar de ver pasar el tren o pensar que aquellas “joyas de la abuela” –que eran el Banco República, Antel, UTE, OSE, Ancap, Pluna– pudieran dejar de existir, así como así.
La defensa nostalgiosa de una postal neobatllista se sumaba a la concepción del rol del Estado y al combate para evitar dejarlo reducido en su mínima expresión, como clamaba el principal líder neoliberal criollo, Luis Alberto Lacalle Herrera.
Pero se puede, y se pudo, defender las joyas en el cofre y los ahorros en el colchón, sin terminar comulgando con quienes ofrecían la posibilidad de un mundo nuevo. Se puede andar chancleteando por las veredas ciudadanas, con la mirada bondadosa de China Zorrilla, sin andarse angustiando por los avatares de la lucha de clases.
Se puede ser re progre, alzando una copa a la salud, al recuerdo de Tomás Berreta y de Grauert, de Domingo Arena y de Fernández Crespo, sin tener que compartir el incómodo recuerdo de los mártires de la industria frigorífica.
Las más de dos décadas de intendencia frenteamplista de Montevideo sufrieron su propio degaste paulatino en su apuesta a la participación ciudadana como método comunitario y global, y no pudo proyectar, por el diseño institucional de atenerse a los asuntos municipales, una concepción de gestión política de alcance nacional.
No se logró quebrar, además, en importantes sectores de la clase media urbana y frenteamplista, la falsa dicotomía entre los intereses de la ciudad y el campo.
Chiche nuevo
Cuando en 1989 el Uruguay se deslizaba por el tobogán del fin de la sociedad de masas, léase la vida cotidiana de las muchedumbres fabriles y la sociedad colmenar, íbamos a empezar a recibir el impacto de la vertiginosa revolución tecnológica que iba a terminar modificando, de todos nuestros vínculos sociales, el vínculo comunicacional.
Escribirse, verse, en tiempo real, arrasó todos los planos de nuestra práctica, incluida la lucha política. Y generó una nueva noción de la realidad, donde poder integrarse al mundo desde una pantalla y un teclado te hace sentir un ciudadano de clase media, aunque vivas en escuetas condiciones de hábitat.
Hay un sector de clase media –ese que ha logrado su autonomía de opción política, de cierta independencia del bolsillo de los avatares macroeconómicos– que parece jugar sus fichas, sus apuestas, como en la ruleta.
Este sector está presente en todas las sociedades occidentales, por lo menos; es ese sector que desde hace tiempo con alegría Julio María Sanguinetti veía crecer.
Para ellos el mundo es globalizado; ofrecen su capacidad intelectual como laburantes free lance a lejanos directorios en lejanas tierras, y sus vacaciones, tarjetas mediante, no conocen límites fronterizos.
Gustan del periodismo que se erige en fiscal de las conductas públicas, periodismo que impone su agenda y su criterio ético de las conductas públicas.
En cualquier lugar de la urbe que anden, los van a escuchar estornudar, porque son los que andan con los primeros síntomas de alergia de la Primavera Neoliberal.