Estados Unidos de América es el país con la mayor economía del mundo, el cuarto territorio en tamaño y población, el que tiene el mayor potencial bélico del planeta y el que más ha matado y hecho matar gente en el mundo. Es el único que ha usado bombas atómicas. Y como supuesto líder de la democracia republicana desde fines del siglo XVIII, ha vuelto tradicional la figura del magnicidio, empezando por Lincoln, y más acá en el tiempo, en pleno siglo XX, los Kennedy y hasta Ronald Reagan.
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Si bien el siglo XXI no ha registrado aún magnicidios, anota una violencia interna que está rivalizando con la líder mundial de las luchas fratricidas: la que se comete entre islámicos rivales étnicos, religiosos, políticos o económicos, especialmente entre suníes y chiitas. Todas las semanas nos enteramos de un nuevo y espectacular acto de violencia en Estados Unidos. Hace 15 días fue noticia un muchacho de 18 años que mató y se mató en un liceo porque sus profesores lo trataban mal y sus compañeros lo hacían víctima de bullying. La semana pasada un fanático de la extrema derecha envió paquetes con rudimentarias bombas caseras a 14 personas a quienes Trump había criticado violenta y reiteradamente en público.
Este fin de semana, se dio otro caso de alta gravedad. Un fanático antisemita atacó un ceremonial sabático judío matando a 11 fieles en la sinagoga, previos insultos y amenazas por redes sociales radicales específicas, que sustentaban la delirante idea de que los judíos estaban introduciendo terroristas islámicos en Estados Unidos para que atacasen a la ‘supremacía blanca’; el fantástico punto de apoyo de la conspiración era una organización judía que, desde 1888, ayuda a los inmigrantes judíos a establecerse en Estados Unidos. Esta organización extendió luego sus funciones a otros grupos de inmigrantes y por ello concita las locas paranoias de ultranacionalistas supremacistas blancos y radicales conservadores de la ‘alt-right’. ¿Qué hay de común en esta cotidiana insanía (mientras escribo esto hay un nuevo muerto en un colegio de Carolina del Norte, y ahora otro paquete sospechoso interceptado), a la que nos hemos referido en reiteradas columnas en Caras y Caretas, pero que amerita nuevos elementos explicativos a cada nuevo hecho, para redondear una comprensión mejor? Veamos algunos gruesos elementos en esa línea.
Acusaciones entre Trump y la prensa
Las mutuas acusaciones en torno al tema «violencia», entre el presidente estadounidense y la prensa, evidencian que ambas partes tienen variadas razones para acusar a la otra. Donald Trump es responsable de la aparición de ciertas formas de violencia. Y la prensa también es responsable, sobre todo en la multiplicación de la violencia real bajo la forma magnificada de una sensación sentida de inseguridad.
El presidente Trump excita las raíces violentas y de guapo de barrio o de vaquero arrogante que habitan secretamente en las raíces de las clases rurbanas, small towns y suburbios. Su lenguaje directo, del penoso tamaño argumental de un tuit, el elogio de la violencia física frente a la prensa incómoda y a los rivales políticos demócratas, fueron comprensiblemente reprendidas por un periodista del New York Times que le auguró violencias mayores desde sus violencias verbales. Para personalidades patológicas y patógenas como las que abundan en las minorías activas y armadas norteamericanas, el excitante del mensaje agresivo de un importante empresario devenido presidente puede ser ejemplar y perfectamente resultar en violencia manifiesta, activa, material, como la que ocurrió en Charlottesville en 2017 y la que originó el episodio de las falsas bombas; las personas a quienes los paquetes fueron dirigidas han sido todas agresiva y reiteradamente atacadas de forma verbal, directa y violenta por Trump.
La prensa, por su carácter intrínsecamente comercial y político-ideológico, multiplica la cobertura de las malas noticias por sobre las buenas, por razones muy profundas de las cuales solo anotaremos una muy inquietante: las buenas noticias alegran a muchos pero también producen envidia y resentimiento de algunos contra la alegría, la felicidad y las victorias de otros. En cambio, las malas noticias son preferidas a las buenas porque no generan esos sentimientos perversos pero sí producen satisfacción por no haber sido víctimas del mal y abren la posibilidad de manifestar condolencia por los sufrientes, que en realidad es más que nada hipócrita alegría por no serlo, disfrazada de compungida compasión.
Hay entonces responsabilidad, tanto de Trump al excitar y elogiar la violencia (como Bolsonaro provocó y provocará en Brasil), como de la prensa en la trasmisión de la violencia, en la magnificación comercialmente conveniente de su realidad, y en la preferencia perversa de las malas noticias por sobre las buenas. Pero hay más razones perversas que hacen a esa fábrica de Frankensteins que son los Estados Unidos.
Otras poderosas razones
En estas columnas de Caras y Caretas hemos listado series de razones que alimentan los Frankensteins y explican la peligrosidad especial de minorías crecientes y armadas que llevan la marca de fábrica Made in USA: la frustración masiva del ‘sueño americano’ tan progresivamente distante para su logro, y tan generador de patógena deprivación relativa dada la exhibición ubicua de inalcanzables niveles de vida; a todo ello se suma el caleidoscopio étnico, religioso y cultural de enormes olas migratorias tan esperanzadas al venir como luego frustradas al quedarse; y por último las facilidades de compra, tenencia y uso de armas letales que pueden convertir frustraciones relativas, rivalidades, traumas y picos emocionales en tentaciones de resolución cruenta.
Neonacionalismos peligrosos
Los extremismos, y en especial los de derecha política y culturalmente conservadores, son muy distintos cuando se enmarcan en nacionalismos preglobalización que cuando son reacciones neonacionalistas a la globalización o, al menos, a translocalizaciones que pueden no llegar a la globalidad, pero que pueden materializarse en regionalizaciones que ofenden nacionalismos celosos de cualquier translocalización. En efecto, el auge de los radicalismos y extremismos neonazis, fascistas y radicalmente nacionalistas, por ejemplo, en Europa, se explica en parte por un neonacionalismo postglobalización profundo que siente que los extranjeros son potenciales amenazas a la pureza étnica y cultural de una supuesta identidad nacional a proteger a toda costa.
La translocalización multinacional que fue para los nacionalistas la Comunidad Europea es sentida ahora, además, como amenaza laboral, cultural y económica mayor a raíz de la inmigración intraeuropea y de la africana. Un efecto similar puede verse en Estados Unidos: la inmigración histórica se imagina como degradación identitaria; y ese sentimiento se agudiza con la inmigración nueva, en especial la de piel negra, latinos y árabe-islámicos. Estos neonacionalismos europeo y estadounidense originan un sinfín de organizaciones conservadoras, radicales y armadas cuyo crecimiento es más anotado que enfrentado, y por un sinfín de redes sociales extremas, que son aún peores que las comunes y que irradian odio.
Estados Unidos es el único país del mundo que tiene tanto odio violento en su cotidianidad que creó un tipo especial de figura delictiva de mayor gravedad que las comunes: ‘hate crimes’, crímenes de odio, como motivo básico. La masacre en la sinagoga ya fue correctamente calificada de tal, pero los paquetes con pseudobombas no han sido así nominados, cuando bien podrían serlo.
Sumemos una última, poderosa y temible razón: la generalización en los Estados Unidos de una personalidad autoritaria en democracia, que fue estudiada en los años 40 por los exiliados europeos de la Escuela de Francfort, que habían estudiado, en los años 20 y 30, primero a los autoritarismos de derecha (en especial el nazismo) y luego a los de izquierda (en especial el estalinismo). Esperablemente expulsados por todo ello, descubren las semillas autoritarias en democracia, como lo habían estudiado en regímenes no democráticos.
El terrible diagnóstico de Erich Fromm en varios de sus libros (en especial El miedo a la libertad) y las investigaciones de Adorno, dan cuenta de una personalidad autoritaria que sería autónoma del extremismo del régimen político que la contiene -izquierda, derecha o centro, democracia o no-, estudio luego ampliado por Eysenck. Estamos ante la más plena materialización histórica de las advertencias y descubrimientos de esos genios. Era así como lo previeron y estamos en el medio de la procesión de esos desgraciadamente esperables Frankensteins.
Los endurecimientos y corrupciones de izquierdas y democracias formales son tan esperables como la estúpida sobrerreacción derechista, conservadora a ello. Los chanchos votan a Cattivelli… siempre lo han hecho, y de hecho contradicen el malogrado dicho de Pepe Mujica. Pero aún más inquietante es releer a Le Bon, año 1900: “Las muchedumbres respetan dócilmente la fuerza y son mediocremente impresionadas por la bondad que, para ellas, es una forma de debilidad. Sus simpatías no han sido nunca concedidas a los dueños benignos, sino a los tiranos que les han aplastado vigorosamente. Siempre elevan estatuas para estos últimos. Si alguna vez pisotean con gran satisfacción al déspota caído es porque, habiendo perdido la fuerza, entran en la categoría de los débiles, a quienes desprecian porque ya no se les teme. El héroe amado por las multitudes será siempre de la estructura de un César. Su penacho les impone, su sable les da miedo”.