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Las asambleas artiguistas y la identidad nacional

Por Marcia Collazo.

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Hace 210 años, los orientales tuvimos un mes de octubre muy movido. El 10 de ese mes se realizó la segunda asamblea de los orientales -en la Quinta de la Paraguaya- precedida por otra no menos importante, la de la Panadería de Vidal. Ambas reuniones se realizaron con fines concretos y urgentes; se llevaba adelante el primer sitio a Montevideo -último bastión españolista en el Río de la Plata- y la junta revolucionaria de Buenos Aires pretendía dejar a los habitantes de la Banda Oriental librados a su suerte. Los tiempos estaban muy revueltos y la angustia crecía por doquier. El territorio había sido invadido, desde mediados de 1811, por los ejércitos portugueses, que llegaron convocados por Francisco Xavier de Elío (nombrado desde 1810 Virrey del Río de la Plata y atrincherado entre las murallas de Montevideo) pero que no necesitaban, en el fondo, invitación alguna, habida cuenta de sus apetencias imperiales sobre nuestra tierra. Ahora, al ambiente de opresión y amenaza se sumaba la retirada del único apoyo con que contaba el pueblo, que consistía por entonces en el brazo armado de Buenos Aires. Corrían rumores de que Elío, gran diplomático y hábil político, estaba negociando un armisticio con las autoridades porteñas, amparado en la carta recién jugada, la de la invasión lusitana. ¿Qué sería de los orientales en ese panorama? No les esperaba otra cosa que el más crudo desamparo, en una campaña asolada por partidas armadas de uno y otro signo. Por eso los orientales se pusieron manos a la obra y convocaron no a una, sino a dos asambleas -tres en realidad, si sumamos la que se realizó en Paso de la Arena el 23 de octubre, cuando ya estaban en franca retirada-.

La primera asamblea se realizó en la panadería de Vidal, a media legua de Montevideo,  entre las actuales calles Lorenzo Fernández, Pedernal, Yaguarí y Joaquín Requena. Fue allí, en horas de la noche, en medio de los olores a leña, pan y levadura, donde los representantes porteños comunican a los atónitos e indignados vecinos que era imposible continuar con el sitio a la ciudad, a lo que respondieron éstos que lo iban a mantener incluso con palos y puñales. Dice Carlos Anaya que “el vecindario se comprometió a sostener personalmente el sitio, ínterin el ejército salía al encuentro del que mandaba De Souza, jefe portugués en marcha al campo sitiador”. Apenas tres semanas más tarde, sin embargo, las autoridades de Buenos Aires firmaron un acuerdo preliminar con Elío, lo que motivó un nuevo llamamiento a asamblea, esta vez en los alrededores de Tres Cruces. Allí se confirmó la noticia del levantamiento del sitio y la retirada de las tropas revolucionarias dirigidas por José Rondeau. Ahora, al menos de momento, el vencedor es Elío, quien recobra la total jurisdicción del territorio y lo extiende, incluso, a los pueblos de Arroyo de la China, Gualeguay y Gualeguaychú. Los vecinos orientales responden con lo que pueden: deciden continuar la guerra, proclaman a José Artigas como “Jefe de los Orientales” y lo siguen en su retirada hacia San José.

En la tercera asamblea, la del Paso de la Arena, ya han tomado pleno conocimiento de su situación: están abandonados al enemigo, sin ninguna garantía. Una sola opción les queda. La emigración. La marcha. El exilio bíblico, del que hablan algunos historiadores. El éxodo, en suma. Todos estos acontecimientos son los que precipitarán, por la fuerza de las circunstancias y por la voluntad indeclinable de los orientales, la formación de un espíritu autónomo en la Banda Oriental. Los vecinos que habían venido marchando desde Montevideo, detrás de las tropas, resolvieron acompañar la retirada militar rumbo a las puntas de Arroyo Grande. Artigas fue nombrado “teniente gobernador, justicia mayor y capitán del departamento de Yapeyú”, en la Provincia de Misiones, y decidió pasar con sus seguidores a la orilla occidental del río Uruguay. Pero no se trató del simple movimiento de un ejército. Comenzó entonces el éxodo oriental. Mil carretas y unas 16.000 personas se pusieron en marcha, con los ganados que pudieron arrear y sus escasas pertenencias. En la primera semana de enero de 1812, un enorme y variopinto campamento se instala cerca del arroyo Ayuí Grande, cerca de Concordia, que por entonces integraba la jurisdicción de Misiones. En oficio a la Junta de Buenos Aires, el 13 de noviembre de 1811, el Jefe de los Orientales expresa su preocupación ante la presencia de esas familias que lo seguían “en tan gran número que parece imposible designarlo, basta asegurar a Vuestra Excelencia que nadie ha quedado en los pueblos”. José Rondeau, por su parte, señalaba que “de todos puntos de la campaña se repliegan familias al ejército sin que basten persuasiones a contenerlas en sus casas”. Un día después, el 14 de noviembre de 1811, desde el cuartel general en Arroyo Negro (actual límite departamental entre Río Negro y Paysandú) agregaba Artigas: “Toda la Banda Oriental me sigue en masa, resueltos a perder mil vidas antes que gozarlas en la esclavitud”.

No se trataba solamente de miedo frente a las represalias de Elío y de los portugueses. Estaba en juego algo demasiado caro a los orientales, que consistía en no echar por la borda tantos sacrificios y sangre derramada en las luchas por la libertad. Por eso Artigas había dicho antes que ese acuerdo con Elío era “inconciliable con nuestras fatigas”. Y agregó: “Hablaré con la dignidad de ciudadano, sin desentenderme del carácter y obligaciones de coronel de los ejércitos de la patria con que el gobierno de Buenos Aires se ha dignado honrarme”, expresando que “los orientales habían jurado en el hondo de su corazón un odio irreconciliable, un odio eterno, a toda clase de tiranía; que nada era peor para ellos que haber de humillarse de nuevo, y que afrontarían la muerte misma antes de degradarse del título de ciudadano, que habían sellado con su sangre; ignoraba sin duda el gobierno, hasta donde se elevaban estos sentimientos”. Bien puede sostenerse que fue entonces, durante los momentos de preparación del armisticio con el gobierno español, cuando se rompió el vínculo -siempre frágil e inestable- que había ligado los destinos de la Banda Oriental y los de Buenos Aires. Estaba claro para los orientales que, tal como Artigas expresara unos meses antes, “la desolación de la campaña, la triste humillación de todos nosotros, la usurpación de nuestros bienes, y una esclavitud vergonzosa son los auspicios que nos presenta Portugal…” y por lo mismo, llamó a “que todos tomen las armas para defender sus personas y bienes, sin que sirva de obstáculo ninguna otra  atención, pues a esta debe preferirse la de la patria”, tomando las providencias para reunir caballos, bueyes, carruajes y armamentos en todo el territorio. El éxodo no fue, en suma, un movimiento improvisado. Mucho más que desolación, invasión y abandono se gesta durante esos meses de 1811. El pueblo toma una indeclinable decisión política, y Artigas empieza a conformar su vasto programa geopolítico, del que nacerá unos años más tarde la Liga Federal de los Pueblos Libres. Por encima de todo, lo que empieza a surgir es la identidad oriental, que constituye en definitiva la aproximación a una respuesta sobre la pregunta fundante: ¿quiénes somos?, que poco después formulará Simón Bolívar en su Carta de Jamaica. Las identidades se construyen en una dinámica de relacionamiento de un “yo” con un “otro”, o de un “nosotros” con los “otros”. Se trata de una forma de estar en el mundo a partir de un acto vital, singular y autónomo de afirmación, y también como respuesta y reacción a cualquier intento de ataque a ese espacio de libertad, venga de donde venga. En ese marco, Artigas defendió la formación de una Liga de provincias en la que cada pueblo ejercerá su más plena soberanía, sin desmedro de la unión nacional, y las asambleas orientales de 1811 simbolizaron la primera piedra en el azaroso camino de nuestra compleja pero inocultable identidad.

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