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Las cosas que no se pueden comprar

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Hay un movimiento de acercamiento y de afecto en el aire, por lo menos para mí, en estos días; y todo sucedió -debo reconocerlo- gracias a las redes, aunque tal vez con los viejos teléfonos de línea, con las cartas manuscritas (que ya han pasado a mejor vida) e incluso con los “billetitos” que las vecinas se mandaban unas a otras, habría funcionado igual. Me reencontré con dos o tres amigas en las redes. Nos habíamos perdido la pista por los vaivenes de la vida.

Una me reprochó con cierta amargura lo que consideró distanciamiento de mi parte. Y puede ser. La escuché con el mayor respeto y le pedí que, si volviera a desaparecer, no deje de buscarme, de llamarme y de recriminarme, llegado el caso. Se trata de la soledad del escritor, le confesé, y juro que es verdad. Quien la ha vivido sabe de lo que hablo. Más de una vez me he hecho una de esas preguntas inútiles, retorcidas y perversas que, por algún motivo misterioso, a todos nos vienen a la cabeza una que otra vez. ¿Qué sentido tiene escribir? ¿A quién le importa? ¿Por qué mejor no me dedico a tomar mate, a mirar el horizonte, a darles de comer a las palomas? Ojo que lo digo sin la menor ironía.

Siguiendo con mi novela de la vida, por estos días también me reconcilié con otra amiga con quien me había peleado, puede decirse, a propósito de dos o tres estupideces. Dado que nuestra amistad es ya más vieja que el mundo y el sistema solar, dado que hemos vivido tantas cosas buenas y malas en común, era bastante absurdo desaprovechar los días de la existencia, que son tan breves, en ahondar los anillos de la ausencia. Así que la llamé y nos dijimos esas cosas que solo las mujeres somos capaces de decir a otras mujeres (y que me perdonen en esto los varones): que nos queremos mucho, que somos lindas y buenas, taradas y horrorosas, que sabemos bendecirnos y también maldecirnos, que somos hermanas en serio y un largo etcétera.

Lo mejor no fueron las palabras, sino los hechos contundentes, esos que constituyen en todo tiempo la prueba más tangible de la verdad verdadera. Durante nuestro encuentro, mediado por un mate y una pasta frola de dulce de membrillo, ella alargó la mano como si tal cosa, tomó un pequeño libro de la mesita contigua, y mientras lo abría, comentó al pasar: “Esta Biblia le heredé de mi abuela”. Me fijé. Era en efecto una edición de bolsillo, gruesa y delicada a la vez, ya vieja y cuarteada, con esas hojas como de alas de mariposa. Y de adentro de ella sacó… una foto de mi hijo mayor, que le tomaron cuando tenía 21 meses y que yo misma le había obsequiado.

La emoción me impidió hablar. Mi hijo tenía en la foto una expresión no demasiado feliz, más bien compungida y contrariada; estaba medio oculto detrás de un árbol, agachado, jugando con las hojas secas y la tierra, y tenía la carita sucia, pero era él, estaba ahí a sus 21 meses (la fecha y el dato los había escrito yo misma, al dorso de la fotografía, pude reconocer mi letra) y lo encontré casi idéntico a mi nieto, es decir, a su hijo, que hoy tiene dos años y medio y que a veces pone también esas caras de contrariedad.

Mi amiga había guardado esa foto durante todos esos años, adentro de la Biblia de su abuela. Mi amiga estaba ahí, con la foto en la mano, ejerciendo con toda naturalidad ese gesto, convertida de repente en mi madre, en mi abuela, en mi bisabuela, en una presencia y en una bruma, en un puente y en una estufa encendida, en un enorme pan casero, en todos los objetos que he perdido, en una piedra fundamental. Me pareció que si alguna prueba hay de la amistad, es esa. Por debajo de los sobresaltos y las angustias de la vida, de las pequeñas traiciones y de los rencores diminutos, de los olvidos y de los desprendimientos, de las pérdidas y de las partidas, subyacen las raíces de la amistad, tan misteriosas como poderosas, tan resistentes como salvadoras.

Esto que escribo no pensaba escribirlo. Mi intención al abordar estas líneas era referirme a la soledad, ese estado no siempre catastrófico, pero en todo caso amenazante. Algo me llevó a ocuparme de la amistad. Lo hice tal vez porque en esas lecturas más o menos distraídas que uno realiza a través de las noticias, supe que en Estados Unidos (¿dónde, si no?) están haciendo un negocio muy fructífero con la soledad de la gente. Ofrecen servicios de acompañantes para pasear, para sentarse en una plaza a conversar, para asistir a una fiesta o a un funeral y hasta para ir a pescar, y no son nada baratos.

Al principio la idea me pareció ingeniosa, pero después me di cuenta de que no brinda ninguna solución de fondo. Pagar para estar acompañado vicia el asunto, lo ensucia, lo bastardea, tal vez incluso lo agrava, porque la soledad convertida en angustia no puede ser revertida a través de ninguna operación comercial, sino por medio de exorcismos anímicos, de transformaciones emocionales, de experiencias sentimentales. En una palabra, podrá ser un buen negocio, pero no es una acción eficiente en función del problema. No puede comprarse la compañía, y mucho menos el afecto, por la sencilla razón de que no son bienes de los que figuran en el comercio humano. Ninguna industria, por hábil y portentosa que sea, puede producirlos. Su territorio es intangible, sutil y concluyente. Pasa por acciones motivadas en una auténtica voluntad de acercamiento, de ayuda y de contención, y el lucro está reñido con eso.

Después del reencuentro con esa amiga de toda la vida, me han acontecido dos o tres experiencias más, todas ellas gratas, inesperadas, interesantes, de las que ya iré dando cuenta en estas páginas. Si hay una razón para que ocurra todo eso, debe ser la siguiente: acabo de terminar, por fin, mi última novela, acabo de entregarla a la editorial, y la mentada soledad del escritor me ha abandonado de momento aunque me haya traído como rebote una brutal contractura de la nuca a los dedos de los pies, tendinitis mediante.

Pero la terminé, la solté, la lancé a ese espacio exterior no menos misterioso que los sentimientos de la amistad y de la soledad, un espacio compuesto por los lectores, sus miradas y sus interpretaciones, que en buena medida construyen y reconstruyen lo escrito, lo transforman y lo ponen en el mundo. Agradezco que así sea, respiro profundo y sigo intentando no hacerme preguntas perversas.

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