Hace muchos años, cuando estaba descubriendo el mundo, no soportaba pensar en el espacio exterior y sus misterios, pues esos mismos misterios se me aparecían tan vastos e inabarcables que casi me llenaban de pánico. Me parecía que mi cabeza daba vueltas, y entonces tenía que detener el pensamiento. No lograba aferrarme a una sola huella de certeza, o por lo menos de simple lógica, que me permitiera hacer el recorrido mental por ese concepto al que llamamos el espacio exterior, los años luz y las galaxias. En suma, el tema me angustiaba, pero sin darme cuenta estaba rozando ciertas espinosas cuestiones que han ocupado durante siglos a la filosofía y a la literatura, por no mencionar la geometría, la matemática y la física cuántica. Ahora los humanos han logrado aterrizar en Marte, o más bien amartizar. Véase, como diminuta muestra de la complejidad de este asunto, que ni siquiera existe el término amartizar. Ray Bradbury se reiría de nosotros…pero por algo escribió sus obras. Hay en el ser humano una obsesión evidente por averiguar qué sucede más allá de nuestra atmósfera. Supongo que ya el homínido (pienso en el Australopithecus y en Lucy la del cielo con diamantes) se habrá preguntado algo parecido, al contemplar la luna y las estrellas. Lo cierto es que desde hace al menos trescientos años, cuando comenzamos a mejorar los telescopios y a profundizar en la ciencia espacial, venimos especulando con la posibilidad de que haya vida en otros planetas, y más concretamente en Marte. Será porque lo tenemos ahí nomás, tan cerca; basta mirar con atención, porque al fin de cuentas el ojo no es solo un órgano sino también un poderoso mago. Y sin embargo, Marte se encuentra a una distancia mínima de 54,6 millones de kilómetros, y una máxima de 401 millones de kilómetros. Al robot Perseverance le llevó siete meses llegar a su superficie, y realizó el descenso a 20.000 kilómetros por hora. Todos estos datos son maravillosos, sin la menor duda, ya que demuestran las posibilidades reales (y asombrosas) de la razón humana cuando se despoja de los instintos y las emociones y se encamina limpiamente a su objetivo. Así, de una manera un tanto críptica, lo resume Diana Trujillo, una ingeniera aeroespacial colombiana: «Tú tienes en el corazón lo que quieres hacer, el problema es que a veces escuchas la opinión de otras personas».
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Hay entre nosotros unos cuantos que se han llenado de indignación por tanta inquietud espacial y por las sumas (siderales también) que se invirtieron en esta última misión a Marte. No digo que estén equivocados. Seguramente tienen mucha razón, pero creo que no podemos reducir el problema a una falsa oposición. Ocuparse del hambre de los terrícolas y de las cuestiones más acuciantes del planeta Tierra no significa abandonar toda pretensión de investigación científica allende las estrellas. Me parece que los avances en este sentido son saludables, aunque más no sea para redimensionar y revalorar nuestro planeta, por aquello de que la caridad empieza por casa. A veces es necesario experimentar un sacudón de proporciones planetarias para salir de la modorra culpable en que hemos caído miles y miles de nosotros, en relación a los males que nos aquejan en nuestro propio globo. Es curioso considerar que en plena pandemia, en junio de 2020, un grupo de científicos lanzó al robot Perseverance en su viaje hacia Marte. Por ese mismo mes el nuevo virus arreciaba en el verano de Estados Unidos y de Europa. Ahora, al virus y su arremetida (que no ha concluido) se ha sumado un manto de silencio y por qué no una verdadera inundación de cinismo, o sea, esa actitud que supone mentir con descaro y defender o practicar conductas impúdicas y deshonestas, que merecerían general desaprobación. Quienes se enojan ante el derroche de recursos para viajar a Marte, deberían denunciar también esta tendencia mundial que es, como dije, cínica, y queda evidenciada hoy por hoy en el regateo de vacunas, en los capitales necesarios para pagarlas, en las ganas de adquirirlas o en el deseo de no hacerlo. Al fin de cuentas el virus tiene sus ventajas, especialmente a la hora de retacear derechos a los pueblos y amordazar sus expresiones y demandas. Nunca habrá existido mejor símbolo de ello que el tapabocas, cuyo efecto sanitario es inversamente proporcional a sus consecuencias antidemocráticas. ¡Lo que será el destape, cuando por fin ocurra! Todo esto por no mencionar la implícita confección de listas de seres humanos de primera, de segunda, de tercera y de cuarta. Hablo de los que merecen ser vacunados y los que no, en el concepto de los países ricos. Hablo asimismo de gobiernos inoperantes, como el nuestro, que al cinismo suman el silencio, y al silencio agregan el desdén, y al desdén le arriman un mucho de vaguedad, de noticias contradictorias y de marchas y contramarchas.
Mientras tanto, el Perseverance continúa explorando la superficie de Marte. Y entre nosotros sigue germinando la vieja utopía. No me refiero a la posibilidad de mudarse a Marte, sino a la perseverancia (ya que estamos en el tema) para imaginar un mundo mejor, en el que no solamente nos dediquemos a mirar al cielo y a embaucarnos y perjudicarnos entre nosotros, sino también a poner los pies en la tierra y tender de una buena vez la mano al prójimo. Basta de conductas cifradas en el puro interés, en el más descarnado cálculo, en el más despiadado egoísmo. Basta de consorcios internacionales creados para seguir estafando y retaceando beneficios a la humanidad en su conjunto. Al fin de cuentas, todos sabemos lo que está bien y lo que está mal, puesto que poseemos esa conciencia moral de la que habla Kant. Como dijo Diana Trujillo (y reitero sus palabras): «Tú tienes en el corazón lo que quieres hacer, el problema es que a veces escuchas la opinión de otras personas».