En la novela que es la vida, hace ya seis años, me tocó el honor de entrevistar en La Habana al gran poeta Roberto Fernández Retamar. La cosa ocurrió casi de pura casualidad. Es cierto que yo iba ya con esa idea en la cabeza, y apenas pisé tierra cubana me contacté con la escritora Adelaida Fernández de Juan, más conocida como Laidi, y le expresé el deseo de mantener una conversación con su padre. El nombre de Roberto Fernández Retamar no era nuevo para mí, ni mucho menos. Desde hacía una década venía incluyendo su pensamiento en mis clases de Historia de las Ideas, en particular a través de su libro Caliban, escrito en ocasión de que un periodista francés le preguntara, en el año 1971, si existía una cultura latinoamericana.
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En la novela de la vida, Fernández Retamar se quedó mirando al periodista. La pregunta le sonó a un ¿Existen ustedes? “Pues poner en duda nuestra cultura es poner en duda nuestra propia existencia, nuestra realidad humana misma, y por tanto estar dispuestos a tomar partido en favor de nuestra irremediable condición colonial”, aseveró.
En la novela de la vida, hace muy pocos días, el presidente de Francia, Emanuelle Macron, se negó a pedir disculpas por los crímenes cometidos en Argelia durante la colonización y la guerra de liberación. Era de suponer. El hecho de la altivez gala no puede sorprender a nadie. Se trata de la misma actitud e intención conquistadora, imperial y cargada de soberbia, que demostró siempre, por lo menos desde los tiempos de Francisco I; una soberbia enarbolada de antemano, pretendidamente indiscutible, amparada en el pseudo argumento de la civilización y el esplendor de la cultura francesa, del cual nadie puede atreverse a dudar. Francia es y ha sido una potencia conquistadora y colonizadora. América Latina, por el contrario, es una tierra colonizada, y las mentalidades colonizadas se encargan de remarcarlo a la primera oportunidad. Escuché el mensaje de un oyente de radio, a propósito de este tema; expresó que la acción colonizadora había sido benéfica y positiva, puesto que –en el extraviado razonamiento de quien hablaba- había traído la civilización, la salud y la educación, entre otros bienes, a estas tierras.
Además de demostrar una ignorancia tan abismal como descarada, quien así se expresó ha incurrido en un prejuicio más viejo que el mundo, conocido como el binomio civilización-barbarie, del cual echaron mano en todos los tiempos los conquistadores para pretender justificar sus tropelías y violencias. Si la persona que envió su mensaje a la radio no lo sabía, es al menos imputable de ignorancia culpable. Fernández Retamar sí lo sabía, y por eso escribió su obra Caliban. Allí intenta demostrar de qué manera el discurso colonizador supone que América Latina “no es más que un eco desfigurado de lo que sucede en otra parte”. Esa otra parte, por supuesto, reside en las metrópolis (como Francia) “cuyas “derechas” nos esquilmaron, y cuyas supuestas “izquierdas” han pretendido y pretenden orientarnos con piadosa solicitud”, agrega. En una palabra: la mentalidad colonizadora no concibe que los pueblos conquistados puedan ser tan humanos como ellos, y no entiende que pretendan gozar de su libre autodeterminación. Pero lo más triste no es eso. Lo más triste ocurre cuando uno de sus súbditos, sometidos o colonos alza la voz para defender el atropello, el ultraje y el saqueo llevado a cabo por los amos del mundo. Jean Paul Sartre, que perteneció a una de esas izquierdas sospechosas de las que habla Retamar, tuvo sin embargo la suficiente lucidez y coraje como para escribir el prólogo al libro Los condenados de la tierra, de Franz Fanon. Muchos se preguntarán quién era Fanon. Fue un psiquiatra, escritor y revolucionario negro, de origen martinicano, que apoyó la lucha por la liberación de Argelia. Los condenados de la tierra son para Fanon los desheredados del mundo (del Tercer Mundo, así llamado por otro francés, el economista Alfred Sauvy) y en especial las poblaciones africanas.
En esta obra Fanon analiza con implacable lucidez el fenómeno del colonialismo, sus objetivos, instrumentos, recursos y justificaciones más recónditas. Plantea además, echando por tierra los pseudo-argumentos sobre los supuestos beneficios de la conquista (beneficios despreciables en comparación con la magnitud de todas las violencias y consecuencias desastrosas) que la lucha de los pueblos colonizados por su libertad no es una acción extrema sino un derecho natural: el derecho de los pueblos oprimidos a levantarse en armas contra sus opresores. La historia sí se juzga, sí puede ser juzgada, y sobre todo, sí debe ser juzgada. Eso es lo que han hecho los humanistas del Renacimiento, filósofos como Kant y Hegel y pensadores de todos los tiempos. No es concebible la vida humana sin la facultad del juicio, pues es a través del juicio (o sea, la afirmación o la negación de algo, y la ponderación valorativa e interpretativa de las acciones humanas) que podemos inteligir el mundo, sacar conclusiones e intentar trascender nuestros errores, omisiones y torpezas históricas, incluidos los crímenes y atrocidades de variado pelaje que, como bien sabemos, pueblan las páginas de la historia. No pretendo, en suma, que Macron le pida perdón a nadie. Me gustaría, en cambio, que existiera un poco más de amor por el conocimiento en el mundo, en especial entre nosotros los “tercermundistas”, sudacas o simples habitantes de la parte bárbara del planeta, que seguimos siendo sometidos de múltiples maneras. Abandonar por un momento la ciega admiración por lo europeo (cuánto éxito ha tenido semejante lavado de cerebro). Asomarse al pensamiento ya producido sobre el tema de la colonia y de las luchas por la liberación. Preguntarse qué harían los franceses si mañana los invadieran los alemanes, por ejemplo (ojo que ya sucedió dos veces, solo en los siglos XIX y XX, y a los franceses no les gustó), bajo el pretexto de que Alemania es una cultura superior (y créanme que lo han dicho ya en el pasado, no una vez sino varias). Atreverse a ejercer una crítica saludable, ante todo con uno mismo; leer, interesarse, informarse, meditar seriamente. Valorar qué cosa es la libertad, y cuál será su precio.
No creo que sea pedir demasiado, sobre todo teniendo en cuenta que, como dice Roberto Fernández Retamar, no se trata ya de denunciar, sino de elaborar críticamente “todo lo no dicho en nuestra larga historia de mentiras, silencios, retóricas y complicidades academicas».