El resultado es que en un mundo globalizado se ha creado una máquina que combina lo más sanguinario del narcotráfico estructural de Colombia y de México: sangrientos tiempos pasados regresaron a Colombia mientras México sigue sufriendo y Estados Unidos y Europa siguen llenos de cocaína.
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Hace varias semanas, la pandemia creaba un mundo distópico en que la humanidad estaba encerrada en su casa por un tiempo indefinido, mientras las calles abandonadas eran tomadas por la fauna que reclamaba el sitio que le fue arrebatado por la civilización, si así se le puede llamar a esta modernidad. En ese momento se creó una controversia filosófica que salió de los círculos académicos para llegar a otros espacios menos comunes. Slavoj Zizek afirmaba, con cierto alborozo, que el modelo estaba entrando, gracias a la pandemia, en una etapa crítica, por lo que la sociedad presenciaría una muerte “a lo Kill Bill” del capitalismo.
De otro lado, Byung-Chul Han, un poco más escéptico, le contradecía afirmando que el virus no estaba removiendo la estructura del sistema y que, por el contrario, seguramente este saldría fortalecido luego de la pandemia. La afirmación del esloveno Zizek tenía como fundamento el profundo cuestionamiento que la pandemia generó en el sistema de salud como parte del modelo mercantil, así como que el aislamiento seguramente reformularía la escala de prioridades en el mercado, derrumbando la inalcanzable escalera de bienes suntuarios que inundan la sociedad.
Por ahora el sistema no parece encontrarse en un momento de crisis estructural y los esquemas de producción capitalista continúan intactos, incluso los ilegales. Por el contrario, el momento coyuntural en el continente hizo que la pandemia ayudara a poner en el refrigerador durante ya casi un año la creciente ola de movimientos sociales y populares que se tomaban las calles de Latinoamérica (y una parte de Europa y Asia).
Mientras tanto, los Estados que han priorizado el servicio al capital vieron en las calles vacías una gran oportunidad para avanzar en decisiones que favorecieron principalmente a las grandes empresas sobre la gran capa trabajadora, desempleada e informal, con la excusa de siempre, y es que serán el capital y las grandes empresas los llamados a la reconstrucción económica.
Pero el capital y la generación de riqueza tienen muchas aristas y una de ellas está en los negocios ilegales; no hay que ir lejos para ver cómo se pudieron mezclar lo legal y lo ilegal durante años en los negociados de la empresa Odebrecht a lo largo del continente, la danza de millones y millones de dólares que aún sigue ocurriendo. La filosofía es la misma de cualquier actividad ilegal a cualquier escala: mientras uno se descubre, por otro lado, varios logran su cometido.
En el extremo más crudo está el narcotráfico, cuyo problema central no radica ni ha radicado nunca en la salud pública, tampoco en el bienestar de los millones de jóvenes y adultos adictos a la cocaína. El narcotráfico es y ha sido siempre un problema de control de grandes flujos de capital que circulan de norte a sur. Es por eso que la gran maquinaria antidrogas de Estados Unidos opera contra los carteles de cocaína de Latinoamérica con mucha más fuerza que contra los carteles de producción de droga sintética dentro de sus propias fronteras, porque detrás del control a los carteles de la droga, está el control del capital y la geopolítica.
Ya para nadie es un secreto que la DEA se alió con el cartel de Cali y financió a los Pepes (perseguidos por Pablo Escobar) para combatir al capo de Medellín, lo que pocos saben es que esa maniobra terminó fortaleciendo de manera descomunal al aparato paramilitar de Colombia en los años siguientes, pues los hermanos Castaño, que comandaban los Pepes, serían luego los máximos líderes de las AUC (Autodefensas Unidas de Colombia), una mezcla de un cartel de drogas con grandes ganaderos que terminó incubando a políticos locales que se convirtieron en grandes figuras nacionales.
El modelo de los grandes capos colombianos se desmoronó y dio paso a expresiones locales y más pequeñas, con la capacidad de controlar porciones más chicas de territorio, mientras que hacían acuerdos con las bandas vecinas para evitar enfrentamientos masivos que eran un desgaste en recursos y vidas. La enorme estructura del cartel de Medellín dio paso a otra más modesta llamada La oficina de Envigado, que tenía bajo su control el área metropolitana de esa ciudad por medio de acuerdos con las otras bandas y, aunque de cuando en cuando se producían enfrentamientos, las dimensiones de esa guerra dejaron de ser las de años atrás.
Ahora se ha producido un fenómeno que el continente ya conocía con unas dimensiones mucho más modestas, cuando los carteles de Medellín y Cali enviaban emisarios a Bolivia, Ecuador y Perú para controlar los cultivos, pero ese modelo fracasó también en esa época. Sin embargo, era cuestión de tiempo para que los representantes del país que tiene el control del tráfico de la coca, que es México, se encontraran con los del país que la produce, que es Colombia. En otras palabras, el modelo de mercado capitalista expansivo se tomó el negocio del narcotráfico.
En México, el gobierno de López Obrador ha decidido no declarar una guerra campal contra los carteles, aunque sí se ha generado una fuerte presión desde lo institucional, por lo que los capos han perdido una parte fundamental en su accionar, y es la carta blanca para actuar ante los ojos de las más altas autoridades. Colombia, por otro lado, es presa de una profunda debilidad institucional que se nota cada vez más, y las instituciones están controladas por un solo sector político, que además de ser de ultraderecha, está permeado desde sus inicios por el narcotráfico, al punto que el presidente y la vicepresidenta están vinculados en su campaña con varios de esos pequeños capos regionales de la droga, que pusieron recursos y logística para garantizar la elección de Iván Duque.
Durante la campaña presidencial, Gustavo Petro afirmó que, desde enero de 2017, el Estado colombiano ha estado al tanto de la presencia de los carteles mexicanos en su propio territorio y no ha hecho nada. De ese momento a hoy, el proceso de expansión ha sido muy agresivo y en las regiones se empiezan a notar las consecuencias.
La primera situación a notar es que los enfrentamientos ya no se producen en las ciudades como ocurría en la época de los grandes carteles, sino que se han desarrollado acciones de presencia armada directamente en los lugares donde se produce la hoja de coca. Estos lugares fueron impenetrables durante décadas debido a la presencia de las FARC, que no solo tenían el control armado del territorio, sino que generaban dinámicas organizativas en las comunidades, lo que hacía que los campesinos que vivían del cultivo de la hoja de coca tuvieran la chance de establecer sus propias condiciones para la venta de ese producto.
Cabe recordar que cuando los guerrilleros se retiraron de esas zonas luego de la firma del acuerdo, en una entrevista hecha por alguno de los grandes medios de Colombia a un miembro de la comunidad, el periodista le preguntaba si veía con alegría el hecho de que “por fin” la guerrilla se fuera de su comunidad, y la respuesta del campesino, para sorpresa del reportero, fue: “¿Cómo me va a dar alegría? ¿No ve que ahora nos quedamos desprotegidos?”. Esto ocurrió en el municipio de Argelia, departamento del Cauca, donde luego de la firma del acuerdo se han producido ya dos masacres que han dejado 11 campesinos asesinados.
En Colombia la realidad del conflicto social y sus expresiones armadas es compleja, principalmente porque un poder que se ha construido gracias al narcotráfico en diferentes expresiones y escalas, así quisiera, no puede combatirlo de manera radical. Por un lado, y por otro esa violencia inherente al narco, le termina siendo funcional hoy como fue funcional en los años 80 y 90. Solo basta recordar que el exterminio de la Unión Patriótica, partido de izquierda cuyo genocidio se extendió entre 1984 y 2002 y que dejó más de 7.000 víctimas entre muertos, desplazados internos y exiliados, se produjo bajo la cobertura de la violencia propia de los carteles de la droga.
La elección presidencial en Colombia para 1990 dejó cuatro candidatos presidenciales asesinados; Jaime Pardo, quien fue reemplazado por Bernardo Jaramillo, que también fue asesinado, Carlos Pizarro Leongómez y Luis Carlos Galán Sarmiento. De los cuatro, solo el último fue asesinado por la maquinaria del cartel de Medellín, los otros tres fueron asesinados por la ultraderecha que operaba dentro del Estado mismo, y donde estuvieron comprometidos miembros de las fuerzas militares y las oficinas de seguridad del Estado. Sin embargo, a los ojos del mundo, se vendió la idea de que los cuatro cayeron bajo las balas de los carteles.
Entonces en Colombia hay un Estado que en la práctica es permisivo con el poder narco, pero además está ubicado en la ultraderecha y defiende los intereses económicos de los grandes sectores del poder, por eso no es tan acertado distinguir entre los asesinatos que se deben a disputas territoriales del narcotráfico y los asesinatos de líderes sociales con el fin de desarticular procesos de empoderamiento local o nacional.
Los voceros del gobierno desde siempre (incluido el gobierno de Juan Manuel Santos) se dieron a la tarea de desvirtuar las denuncias hechas por los asesinatos de los líderes de procesos sociales, señalándolos como parte de la disputa territorial del narco, como si de alguna forma eso desvirtuara el papel del Estado en el control de los territorios. Esto ocurre porque en las comunidades es igual de peligroso enfrentarse a un proyecto de megaminería, que a la llegada de los representantes de un cartel, porque finalmente los disparos, en un caso y en otro, salen de las mismas armas, mientras las autoridades, en un caso y en otro, tratarán siempre de desvirtuar los hechos y responsabilizar a las víctimas.
En Colombia, en lo que va de 2020, han ocurrido 38 masacres, incluida la que dejó 23 muertos a manos de las fuerzas del Estado en la Cárcel Modelo, donde varios de los fallecidos fueron ejecutados con tiros de fusil a corta distancia en la cabeza o en la cara. El total de estas masacres, compiladas en un artículo de la revista Semana, da cuenta de 186 personas asesinadas en este tipo de hechos desde enero en Colombia. Esta cifra no incluye los asesinatos de líderes sociales y defensores de derechos humanos.
De todos los hechos ocurridos, las masacres en los departamentos de Nariño y el Valle del Cauca han sido los que mayor consternación generaron, pues se trató del asesinato de 15 jóvenes cuyas edades en pocos casos era superior a 18 años. Incluso, los 5 niños entre 12 y 15 años que fueron asesinados con extrema crueldad en el departamento del Valle vinculan a miembros de la policía, quienes fueron vistos en el lugar de los hechos con sus uniformes llenos de sangre y no supieron explicar su presencia ante los reclamos de la comunidad.
En el caso de los ocho jóvenes asesinados en Samaniego, departamento de Nariño, el testimonio de uno de los sobrevivientes apunta a que una persona con acento mexicano dirigió la operación que cerró el acceso a la chacra donde se encontraba reunido un grupo de jóvenes, seleccionó a varios de ellos y les disparó delante de sus amigos; siete hombres y una mujer no mayores de 23 años fueron asesinados en ese hecho.
De igual manera, varias de las masacres en los departamentos de Norte de Santander y el Cauca están relacionadas con la presencia de miembros de los carteles de Sinaloa y Jalisco Nueva Generación (CJNG). La falta de Estado en los territorios más vulnerables termina siendo el mejor caldo de cultivo para las plantaciones de coca, cuya forma está variando del modelo familiar comunitario, presente antes de 2016, al modelo extensivo dirigido directamente por los carteles, que controlan el territorio por medio del terror y donde las autoridades, si no están permeadas por completo, llevan los bolsillos bien alimentados para mirar hacia otro lado.
Mientras esto ocurre, el gobierno de Iván Duque sigue considerando que el principal peligro para Colombia es la ideología progresista encarnada en Venezuela; y a Estados Unidos le llegaron los carteles mexicanos a tomarse los cultivos en Colombia en las puertas de las siete bases militares bajo su control para la lucha contra las drogas.
Entonces, definitivamente la pandemia no derrumbó el sistema, no destruyó el mercado y lo más podrido de sus estructuras, tal como en la famosa expresión de las cuarentenas; lo que hizo fue “reinventarse”.