Durante varios años combatieron, algunos en el campo, otros establecieron las ciudades como campo de batalla; con avances y reflujos militares y políticos generaron en sus países la idea de un cambio de modelo construido desde un levantamiento popular conducido por un ejército revolucionario.
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Sólo dos países lograron el triunfo militar de movimientos armados irregulares en América Latina: Cuba y Nicaragua. El Movimiento 26 de Julio logró la victoria el 1º de enero de 1959, iniciando la construcción de un modelo de Estado que aún se mantiene en Cuba. El 19 de julio de 1979, luego de una larga lucha, el Frente Sandinista de Liberación Nacional entra a Managua para declarar su victoria; el proceso posterior logró sostenerse hasta 1990, cuando como gobierno pierden las elecciones y pasan a ser oposición en la legalidad.
Prácticamente todos los países de Latinoamérica tuvieron al menos un grupo armado irregular actuando durante algún momento de su historia durante el siglo XX: hasta la pacífica Costa Rica vivió la fiebre revolucionaria con La Familia, movimiento armado de corta duración. Perú y Chile llegaron a tener hasta cinco movimientos guerrilleros, mientras que en Colombia, durante los 80, actuaron siete. De todos los mencionados grupos armados, que suman 37, hoy sólo persisten en armas el Ejército de Liberación Nacional (ELN) en Colombia y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México, aunque este último tiene un accionar mucho menos militar y más de acción política de opinión.
Salvo las dos que lograron la victoria, el ELN y el EZLN, las guerrillas latinoamericanas tuvieron que afrontar su final de diferentes maneras producto de la lógica política del momento y el lugar en que actuaron.
Varios, como el Movimiento Revolucionario 14 de Junio (14J) en República Dominicana o la Guerrilla de Ñancahuazú del Che Guevara en Bolivia, sufrieron la derrota militar; algunos, como este último o La Familia, de Costa Rica, mediante la ejecución extrajudicial de sus líderes estando en detención y desarmados; otros simplemente se disolvieron, como el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, de Perú.
Una buena parte de las guerrillas firmaron acuerdos que en varios casos permitieron su conformación como movimiento político en la legalidad o simplemente dieron el paso a la vida civil con algunas garantías individuales para quienes entregaron las armas.
En general, el proceso de negociación establece las condiciones para el desarme de los combatientes, que pasan inmediatamente a ser parte integrante de la sociedad; aquellos que deciden asumir la política desde la legalidad entran en sensibles procesos que implican encontrarse con quienes fueran sus contrincantes en el combate, ahora en los espacios de la legalidad.
Una guerra siempre abre heridas en cualquier sociedad y exige un proceso de restablecimiento de derechos colectivos que es imposible de lograr mientras no se sepan las verdades sobre lo que ocurrió durante las confrontaciones; en varios países se crearon manifestaciones armadas contrarrevolucionarias que actuaron en conjunto, o al menos bajo la protección de los gobiernos o las fuerzas militares de los países implicados en la confrontación.
La Mano Blanca en Guatemala, los escuadrones de la muerte en El Salvador, la Contra en Nicaragua, el Grupo Colina en Perú o los paramilitares en Colombia son representantes de estas expresiones; actuaron a la sombra de los Estados y, en todos los casos, con mayor o menor participación en recursos y apoyo de Estados Unidos (EEUU).
Los escuadrones de la muerte en El Salvador, que eran la confederación de varias expresiones armadas, finalizaron en el momento en que el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional llega a un acuerdo de paz con el gobierno en 1992; La Mano Blanca fue disuelta en 1978 por el general Fernando Romeo Lucas García, presidente hasta 1982; la Contra nicaragüense, creada y financiada por la CIA, se disolvió en 1990 con la derrota electoral de los sandinistas.
Es decir que en los anteriores casos las expresiones armadas ilegales de ultraderecha jamás persistieron más allá de las confrontaciones militares internas. El caso de Colombia es más particular: por un lado, los grupos de ultraderecha son anteriores a la formación de las guerrillas (e incluso se puede decir que son el origen de estas) y han persistido a la reincorporación de las mismas, trascendiendo la confrontación interna y manteniendo su presencia.
El primer proceso de paz en Colombia fue en los años 50, cuando las guerrillas liberales se acogen a un armisticio, pero sus principales dirigentes son asesinados en las ciudades, lo que causó su rearme; este fue el origen de las FARC en los 60. A finales de los 80, el Ejército Popular de Liberación (EPL), el Movimiento 19 de Abril (M-19), el Movimiento Indígena Quintín Lame y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) deponen sus armas y se reincorporan a la vida civil, algunos como partidos y otros como organizaciones sociales o académicas; todo esto pasó en pleno auge de los grupos paramilitares de ultraderecha y en medio del exterminio del partido político Unión Patriótica; según un informe de la Corporación Nuevo Arcoíris, al menos 30% de los reincorporados de los movimientos armados fueron asesinados a sangre fría, incluido un candidato presidencial.
En 2006 se establece un proceso de paz con los paramilitares que fue presentado al mundo como su desarticulación definitiva; miles de combatientes con uniformes nuevos fueron presentados a la prensa internacional como en proceso de reincorporación, sin embargo, en este caso, igual que en los otros países, la verdad no ha salido aún a la luz.
Los jefes paramilitares colombianos, grandes sacrificados del acuerdo, fueron extraditados en masa, con lo que se cercenó la posibilidad de esclarecimiento de la verdad, sobre todo frente a financiadores y auspiciadores del paramilitarismo en los sectores políticos y económicos. Mientras tanto, las estructuras armadas de base se mantuvieron intactas y la justicia demostró que muchas de esas desmovilizaciones fueron falsas, pues los combatientes que aparecieron en las estadísticas y en los medios no eran más que jóvenes de los barrios marginales de las ciudades a los que se les ofrecieron beneficios económicos para aparecer como desmovilizados.
Diez años después de la sonada desarticulación de los paramilitares, el principal enemigo en armas del gobierno colombiano depuso las armas y entró en proceso de reincorporación con no pocas dificultades: las históricas FARC-EP, pasaron a ser un partido político legal luego de seis años de negociaciones. Sin embargo, la constante no pareció haberse superado: entre el 24 de noviembre de 2016 (día de la firma del acuerdo final) y el 31 de agosto de 2018, van cerca de 70 reincorporados y 20 familiares asesinados por fuerzas de ultraderecha a lo largo del país.
En Colombia el asesinato de casi 400 líderes sociales en dos años muestra que las fuerzas de ultraderecha siguen actuando y que la anhelada verdad está lejos de conocerse por ahora.
Esa parece ser la gran constante de la ultraderecha latinoamericana, el ocultamiento de sus acciones desde la conformación de escuadrones de la muerte que asesinaron padres y secuestraron a sus hijos en las dictaduras del Cono Sur, hasta la conformación de grupos financiados directamente por la CIA. Las investigaciones sobre los vínculos del ejército peruano con el Grupo Colina y los verdaderos alcances de sus acciones aún no se conocen y el escándalo Irán-Contras fue silenciado convenientemente en los medios, y generales y políticos centroamericanos han muerto apaciblemente rodeados de sus familiares, llevándose a la tumba información que pudo marcar la diferencia a la hora de establecer la verdad de las confrontaciones.
En suma, la verdad es un alto valor al que la derecha continental todavía no se acerca. No obstante, esa es una bandera que no se puede arriar, menos hoy, cuando EEUU marca de nuevo el ritmo con que marchan los ejércitos del continente.