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Memoria para armar

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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Existe en este mundo el patrimonio sagrado. También existe el patrimonio secreto. Ambos son formas de la memoria, pero no de una memoria cualquiera, que un día se acuerda y otro no, que guarda impresiones vagas como las que uno puede haber tenido en la niñez temprana, o que repite en un teléfono descompuesto lo que algunos, alguna vez, dijeron. No. La memoria de los pueblos y de las comunidades hace una tarea diferente, porfiada, sostenida, que es el resultado y el antecedente de la más pura creación pensante. Hace brotar de la nada todas las cosas que existen.

En el Viejo Mundo es fabulosa su dimensión épica y milenaria, surgida en torno a los ríos legendarios, al paso de los romanos y de los vikingos, al compás del sueño alucinado de los monjes y de los peregrinos y al abrigo del fuego humilde que se mantenía encendido en las chozas de los campesinos. En el Nuevo Mundo, y más precisamente aquí entre nosotros, la memoria se carga de contenidos diferentes, entre otras cosas porque somos nuevos, porque somos gente de aluvión, juntada y rejuntada de diferentes sitios, historias y simbologías.

El casco antiguo

Hace un año vino a Uruguay un francés, un hombre como otro cualquiera, que es en su país un modesto funcionario público y vive en una casa de piedra heredada de sus antepasados. El francés fue a comer al Mercado del Puerto y se quedó fascinado con las carnes uruguayas, con su sabor y su abundancia, que le parecieron insólitos. Pero al pasear por las calles de Ciudad Vieja, en determinado momento preguntó dónde quedaba el casco antiguo. Sus anfitriones no supieron qué decirle. El casco antiguo es esto. Son estas calles que estamos pisando. Es este edificio del Cabildo, y este otro de la Iglesia Matriz, y aquel del teatro Solís… Ah, sí, y los restos de las murallas españolas de la ciudad fuerte de Montevideo.

El francés, por educación, guardó silencio, pero se quedó muy sorprendido. Para él, acostumbrado a convivir con 2.500 años de historia, desde los romanos hasta acá, no podía ser antigua una construcción de doscientos y pocos años. Es que somos nuevos y somos gente de aluvión, y eso es lo que constituye la esencia, el norte y guía de nuestro ser como uruguayos, aunque por desgracia no contemos con comunidades indígenas vivas, como sí las tiene el resto de los países de América Latina, y debamos conformarnos con la constatación científica de que el indio corre por las venas de la mitad de nuestra población, en especial en determinados enclaves del territorio oriental, situados en el centro y norte del país.

Cuando estuve hace poco en Venecia, me alojé en un típico edificio de cuatro pisos por escalera, cuyas ventanas daban a unos jardines extraños, construidos en terrazas superpuestas, en las que se desbordaba un magnífico concierto de plantas y de flores. El dueño del apartamento desplegó un mapa y me indicó el sitio en que estábamos. Esto, dijo, es la parte nueva de la ciudad de Venecia. ¿Qué antigüedad tiene?, pregunté. 203 años, respondió, mientras que la parte antigua tiene unos 800 años, más o menos. Confieso que me recorrió un escalofrío de impresión por la espalda.

Las significaciones propias

Entre nosotros, las cosas son distintas. La celebración de nuestro día del patrimonio pasa, precisamente, no por rendir culto a venerables siglos y a cientos de generaciones humanas que, en todo caso, no pesan sobre nuestros hombros y sobre nuestra geografía, sino por recrear otro tipo de significaciones y de acontecimientos. Este año, los festejos giraron en torno a la diversidad cultural, lo cual me parece acertado, por sensato y conforme a la realidad. Pero aunque no podamos presumir de dos mil y pico de años de historia, nosotros contamos también, en tanto seres humanos, con nuestra profusa y particular mitología, con nuestros recuerdos ancestrales, traídos de otros sitios, como quien porta una bandera gloriosa, un puñado de tierra, un trozo de levadura con la que hicieron el pan nuestras abuelas y tatarabuelas.

Nuestra diversidad cultural se nutre, cómo no, de la memoria, pero de una muy particular, que fatalmente ha tenido que atravesar océanos, por libre voluntad o por terrible e ineludible imposición de las circunstancias. Una memoria cargada de añoranza y de tristeza, de sabor a partidas o de amargas reminiscencias de violencia, como es el caso de las guerras y las hambrunas europeas, o la captura de hombres y mujeres africanos para venderlos como esclavos en América. Una memoria fragmentada, dispersa en mil cristales rotos, juntada laboriosamente y vuelta a reconstruir. Una memoria levantada en los brazos de tantas y tantas gentes diferentes que, por eso mismo, se convierte en un objeto de tanto o más valor que un monumento romano o una ermita gallega, un pueblo medieval o un palacio ducal de techos de oro macizo.

En Uruguay, en el Día del Patrimonio de 2018, se celebró una diversidad cultural centrada en la laboriosidad anónima de los sufridos inmigrantes, que habían perdido -si es que alguna vez la tuvieron- la protección de un rey, de un estandarte, de una catedral, de un municipio medieval, de un jefe tribal, de una leyenda y de un puñado de santos. En Uruguay esa memoria tuvo que reunirse, como dije antes, con base en restos y espejos fragmentados, y deberíamos tomar mayor conciencia del privilegio que supone, para las comunidades, el solo hecho de poder rescatarla.

Uruguay: celebrando la diversidad cultural

Los indios charrúas que Fructuoso y Bernabé Rivera diezmaron -aunque no sólo ellos lo hicieron- perdieron para siempre jamás su cultura. Los pocos indios que sobrevivieron, reducidos a un puñado de mujeres y de niños, marcharon hacia Montevideo en un interminable periplo, y a medida que pasaban por los pueblos, iban siendo separados y seleccionados como mercancía, para pasar a servir en casas ajenas, en un régimen de absoluta esclavitud. Así, madres e hijos, abuelas y nietos fueron distanciados unos de otros.

En una sola generación su cultura se quebró de manera radical e irrecuperable. Aunque su sangre pervive entre nosotros, al igual que la sangre de los guaraníes, nada o casi nada ha quedado de su memoria ni de su patrimonio. Olvidadas la lengua, las leyendas y las ceremonias, todo lo demás va marchando al pozo implacable del vacío, que viene a ser la rotunda muerte de cualquier cultura. Por eso deberíamos prestar mayor atención y valorar de otra manera todo aquello que, de manera intangible pero real, integra nuestra memoria, nuestra sombra y nuestro paso bajo el sol.

Lo lindo y lo digno de celebración es el ser en sí de esa diversidad, el corpus de creencias y de sentimientos, de tradiciones y de conocimientos. Lo lindo es el patrimonio sagrado. Lo lindo es el patrimonio secreto, que corre por dentro de cada pecho y de cada historia, de cada recuerdo familiar amparado en torno a una mesa o a un fogón. Lo lindo, aunque pueda parecer terrible, es la memoria cultural truncada, que cada generación va recomponiendo de a pedazos, en trozos difíciles de armar pero maravillosos de imaginar y de soñar. Lo lindo, en definitiva, somos todos nosotros, herederos y constructores de una memoria y de una vida que no cesan, y que necesitan encontrar un lugar de coexistencia digna en esta tierra, en la que, o nos salvamos todos, o no se salva nadie.

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