La distopía apocalíptica tan recurrente en películas y novelas contemporáneas es el escenario soñado por quienes entienden y nos quieren presentar el mundo como una jungla.
Un escenario que permite interpretar diferentes papeles y disimular su complicidad con las causas que hicieron de este y otros fenómenos naturales una catástrofe aún mayor. Negar el cambio climático, denostar lo público y toda prevención multiplica los efectos de estos fenómenos cada vez más frecuentes. Vox tuvo la suerte de salirse del gobierno valenciano hace unos meses, antes de que esto sucediera, no sin antes imponer el desmantelamiento de la unidad de emergencias prevista por el anterior gobierno autonómico. Las políticas de Mazón responden a un acuerdo entre ambas formaciones, y los ultraderechistas son, por tanto, corresponsables de la incompetencia y de la inutilidad de sus políticas y sus gestores al frente de la Generalitat.
Sin embargo, siendo parte del problema, el contexto les permite presentarse como los protagonistas de su película, exhibiendo su caridad con una obscena y reiterada campaña de márquetin a través de sus organizaciones satélite, haciendo creer que ellos son los únicos o los que más ayudan, y que el Estado no sirve para nada. Es decir, que ni los impuestos ni las instituciones sirven. Es la hora de los salvapatrias y de los magnánimos gestos caritativos envueltos de una gran campaña publicitaria de los mismos que pretenden languidecer y subyugar el Estado al mercado. Y como no, de paso, atizar el racismo cuando se pueda, a base de bulos que todavía hoy salen gratis.
Esta batalla por el relato que algunos creen ahora innecesaria se debe librar para que la ciudadanía no abandone la idea de lo común como espacio seguro, la política como antídoto ante la ausencia de corresponsabilidad entre vecinos.
Entendiendo la política no solo como lo institucional, sino como un conjunto de valores que imaginan y también implementan la sociedad que queremos, la que hacen día tras día sin cámaras aquellos que se niegan a pensar que no hay futuro. Para que la desinformación que promueven los ultraderechistas y otros oportunistas no aumente la ansiedad, los miedos y la irracionalidad en un momento tan delicado, cuando se requieren más cuidados y más verdades que nunca.
Entre las ruinas emerge el lema de que ‘solo el pueblo salva al pueblo’, cuando miles de voluntarios cruzan los puentes que unen València con sus pueblos del sur. Hay quien ha escuchado esta frase por primera vez en boca de un fascista, asumiendo el significado que este pretende darle en sentido opuesto a su origen, a su uso histórico por parte de los movimientos sociales. Como siempre, la ultraderecha trata de resignificarlo todo, de usurpar lemas y luchas y aprovechar las miserias que ellos mismos causan con su histórica complicidad con el capitalismo. La frase ‘solo el pueblo salva al pueblo’ hace referencia al apoyo mutuo y a la solidaridad de clase que emerge en los márgenes del capitalismo, al que pone frente al espejo y demuestra que las personas asumen su responsabilidad para con sus vecinos, lejos del mantra neoliberal del sálvese quien pueda. No es mera caridad que calma conciencias o sirve como propaganda, sino que es un modo de entender lo común como un espacio seguro, la clase social como un lazo frente a los abusos del capital.
El pueblo salva al pueblo cuando para un desahucio, no contratando a una empresa de desokupación o privatizando los servicios públicos.
Es, por tanto, obsceno que la derecha trate de apropiarse de este lema, cuando, si por ellos fuera, tan solo se salvaría quien pudiera pagárselo. Como sucede con la sanidad y con todo servicio público. Y esta lucha por el significado no puede perderse.
La ultraderecha ha invertido un gran esfuerzo para situarse en medio del foco, pretendiendo capitalizar el lógico descontento con las instituciones por su cadena de incompetencias, y presentándose como el antídoto ante el caos. Los mismos que niegan los efectos del ser humano sobre el clima y así lo demuestran con sus políticas ecocidas, se afanan en captar la atención de los medios situándose en el papel de salvadores. La retransmisión insistente de toda ayuda la combina con reiteradas píldoras de odio y desinformación sin hasta ahora consecuencias. Y a la vez, tras una máscara supuestamente solidaria, insertan allá donde pueden su agenda, sus marcos, sus bulos y sus odios. La ultraderecha se ha lanzado a ello, como ya hizo durante la COVID, consciente de que, ante todo hecho traumático, la sociedad es mucho más vulnerable. Y aquí estamos perdiendo el tiempo desmontando sus mentiras y demostrando que los vecinos se ayudan sin preguntarse de donde vienen ni a qué dios rezan. Porque en ese ‘pueblo’ que ellos dicen salvar no entran muchos de nuestros vecinos.
La sociedad distópica que desean los ultraderechistas no se ha instalado, muy a su pesar, entre las ruinas de la riada. Al contrario, se ha demostrado que las personas somos mucho mejores de como nos pintan, de lo que ellos quisieran. Por eso no hay que rehuir de la batalla semántica, del significado de las palabras que explican un mundo mejor. Por eso el relato es importante, porque, si abandonamos esta batalla, estamos regalando el significado a quienes manosean las palabras para regurgitarlas con su bilis racista, autoritaria y neoliberal.
Todos los esfuerzos ahora deben centrarse en la reconstrucción y el amparo a quienes lo han perdido todo, aunque nos veamos obligados a menudo a plantarnos ante la perversa instrumentalización que algunos pretenden hacer de esto y la omisión de responsabilidades que algunos pretenden desde el primer momento.