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Mundo Milei | Argentina | política

Argentina

Milei, como síntoma y causa

Milei es un emergente del contexto nacional y al mismo tiempo su irrupción responde a causas presentes en realidades disímiles y aún marcadamente contrastantes con las de Argentina

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Caras y Caretas Diario

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Por Rafael Prieto

Analista y consultor político

Es un lugar común señalar que la exacerbación de la antipolítica en la Argentina, como expresión del agobio y el hartazgo nacido de las crisis recurrentes y la sucesiva frustración de las expectativas por las promesas que no se cumplieron, abonó el terreno para que surgiera un fenómeno como el que hoy representa Javier Milei.

Ese proceso, formado por una serie de hechos concatenados, se agravó en los últimos años, pandemia mediante, con el cada vez mayor descontrol inflacionario, la caída de los ingresos reales de los asalariados y de los sectores medios con ingresos fijos, el deterioro de las condiciones de vida de quienes enfrentan el día a día en condiciones de extrema escasez y, entre tantos otros factores, la persistencia de la inseguridad transformada en una amenaza latente con la que forzosamente tienen que convivir amplios sectores de la población, pero muy especialmente los más vulnerables.

El cuadro se completa con el concepto, ampliamente extendido, de una dirigencia a la que se juzga como responsable de una crisis crónica y a la vez sistémica, con el consecuente daño severo que agravó la ya deteriorada relación entre “la sociedad” y “la política”, en tanto se percibe su comportamiento como ajeno a los problemas reales y urgentes que lastiman al cuerpo social y que no solo no encuentran solución sino que, al contrario, tienden a agravarse, como lo ejemplifica el caso de la inflación.

Un cóctel, al que podrían agregarse innumerables ingredientes para hacerlo aún más explosivo, que produjo la “tormenta perfecta” para que la antipolítica emergiera impulsada por un sentimiento profundo que caló hondo en amplios sectores de la sociedad, hoy vehiculizado a través de la figura de Milei, con la consiguiente amenaza de terminar de hacer colapsar el orden político hasta aquí vigente.

Se trata de una descripción que, por lo demás, expresa un sentir generalizado y pertenece al terreno de la certeza de aquello que representa casi una obviedad, confirmada además por el hecho de que Milei desarrolló con eficacia su carrera ascendente al ubicarse en las antípodas de lo que él mismo bautizó con el término “casta”, centrando el eje de su recorrido inicial -y más tarde de su campaña- en capitalizar por todas las vías posibles el rechazo que suscitan “la política” y “los políticos” en amplios sectores de la ciudadanía. “La casta” se convirtió en un rótulo bajo el cual hábilmente, en momentos sucesivos, Milei fue incluyendo a cada uno sus contendientes, demostrando, en este sentido, un agudo “sentido de la oportunidad”.

Sin embargo, hay algo más en la irrupción de esta expresión de la antipolítica, convertida paradójicamente en opción electoral, que hoy ha tomado carta de ciudadanía en la persona de Javier Milei, pero que bien puede reaparecer en el futuro con ropajes, rótulos y personajes no menos extravagantes. Además de las causas ya mencionadas del hartazgo y el agobio social, al mismo tiempo, parecerían converger factores de otra índole, en la mayoría de los casos invisibilizados en los análisis que intentan interpretar el fenómeno circunscribiéndolo al terreno exclusivo del estudio de la opinión pública, un campo necesario e imprescindible para analizar sus manifestaciones más bien epidérmicas, pero a la vez, limitado para intentar explorar más en profundidad sus múltiples significados e implicancias.

Milei, como emergente, no puede sino, naturalmente, analizarse en el contexto propio de nuestro país, con sus singularidades intransferibles que son inherentes al curso de los acontecimientos que tuvieron lugar en la Argentina, y que no son extrapolables a otras realidades nacionales.

Pero aún siendo Milei un “genuino producto de la crisis argentina”, a la vez, como es bien sabido, guarda similitudes con fenómenos análogos que emergieron en países bien distintos al nuestro, donde también, aunque con distintos signos, han cobrado fuerza las corrientes de la antipolítica.

Países que, ya sea por su nivel de desarrollo, funcionamiento del Estado, fortalezas de sus instituciones, crecimiento económico, condiciones sociales o estándares de seguridad, solo por mencionar algunas variables, poseen indicadores que no pueden equipararse ni mucho menos a la realidad argentina. Ahí está en las antípodas el ejemplo de Donald Trump en Estados Unidos, un fenómeno engendrado nada menos que en el corazón de la todavía primera superpotencia mundial, y que ocupa el lugar del espejo en el que suele mirarse (e inspirarse) el propio Milei con el propósito de emular sus formas y modos de actuación.

Quiere decir que Milei es un emergente del contexto nacional y al mismo tiempo su irrupción responde a causas presentes en realidades disímiles y aún marcadamente contrastantes con las de la Argentina. Existe, en consecuencia, un algo común, que no puede consistir en ninguna de las causas inmediatas y singulares que actuaron como resortes en cada país para que surgieran, con la fuerza que lo hicieron, las expresiones de la antipolítica tal como hoy las conocemos.

Ese “algo común”, ajeno a las particularidades de cada caso pero, al mismo tiempo, expresado a través de ellas, por definición, tiene que dar cuenta de la presencia de causas generales, socialmente extendidas, que actúan en las poblaciones de naciones y países que, si nos detenemos, por ejemplo, a observar el fenómeno desde el ángulo que representa el antagonismo norte-sur, podemos constatar que las corrientes de la antipolítica crecen tanto en “polo desarrollado” como en el mundo que, con sus distintas graduaciones, forman los países que pujan por emerger del subdesarrollo.

Desigualdad, revolución digital y fragmentación

¿Qué hay de común, junto a la tendencia que marca el acrecentamiento de las desigualdades y la progresiva erosión del “Estado de bienestar” que afecta a Occidente, que no sea la revolución digital y, más específicamente, sus múltiples efectos sociales asociados a las redes y las plataformas, lo que está presente en la vida cotidiana de pueblos que poseen idiosincrasias, hábitos, culturas y tradiciones políticas bien distintas?

En su obra La era del individuo tirano, que lleva como subtítulo El fin de un mundo común, el escritor y filósofo francés Éric Sadin analiza en profundidad la cadena de implicancias sociales que conlleva la generalización de las nuevas tecnologías digitales, deteniéndose en una minuciosa descripción de sus efectos sobre la psicología individual y colectiva que sirven de base para explicar los cambios profundos y estructurales que afectan al mundo de la sociabilidad.

Fenómenos como los mencionados de Trump, Bolsonaro, Milei y tantos otros difícilmente puedan explicarse sin considerar, además de las fracturas y el aumento de la desigualdad creadas por la polarización económica y social, estas transformaciones originadas en el cambio tecnológico, que además de ser portador de efectos ambivalentes y contradictorios, llegaron, indudablemente, para acelerar el “ritmo de la historia”.

Hay una transformación de las relaciones sociales que erosiona los fundamentos del “contrato social” en tanto el nuevo sujeto -modelado y asistido en sus demandas y deseos por un sistema de tecnologías que hacen realidad la hiperindividualización (la cual no es otra cosa que el sumun de la segmentación del mercado) ofreciéndole a cada individuo de forma automática, gracias a la inteligencia artificial, aquello que personalmente mayor interés, satisfacción y placer le provoca- tiene, entre otras consecuencias, el efecto de socavar el entramado social que constituye la base material de lo público.

¿Por qué? Un factor (no el único) que contribuye a impulsar la erosión de lo público se relaciona con que ese nuevo sujeto, que dedica buena parte de su tiempo del día a interactuar a través de las redes y las plataformas -conformando así una práctica socialmente extendida- y ejerce su protagonismo e interviene con su actividad en el territorio virtual sin encontrar allí resistencia alguna que limite sus deseos, intereses o demandas.

Más bien, sucede lo contrario, en tanto los algoritmos tienen la capacidad de interpretar sus propias preferencias en cualquier terreno del consumo, sea este material o espiritual, para ofrecerle instantáneamente aquello que potencialmente maximiza su bienestar. En ese campo de relaciones virtuales, de más está decir, se crea el acostumbramiento de recorrer (navegar) el territorio virtual a gusto y piacere, a moverse sin restricciones en un espacio donde no existe tensión alguna que ponga límites a nuestra libertad (virtual), sin mencionar, además, el hecho de que existe en el propio individuo el poder absoluto de bloquear, eliminar o cancelar a un “otro” que interfiera con sus opiniones, gustos o deseos.

Se trata de una práctica que a fuerza de internalizarse está modificando la forma en que se establecen los vínculos, en detrimento de la centralidad que tenían (antes) las relaciones sociales establecidas en el “mundo real”, es decir, sin mediación de lo virtual. No es difícil comprender que dicha metamorfosis crea a la vez la predisposición a la intolerancia, mucho más aún cuando el individuo, habituado a ejercer su libertad (virtual) sin reconocer límite alguno, se enfrenta en el mundo de la sociabilidad real a las restricciones, tensiones y diferencias que nacen del hecho, imposible de soslayar, de estar obligado a convivir con lo distinto, es decir, con lo plural.

Una predisposición, cada vez más naturalizada, para que, en determinadas condiciones, ayude a crear el caldo de cultivo para que afloren las reacciones antisociales que se manifiestan a través de las corrientes de la antipolítica. Estas las explota y las potencia, haciendo que la intolerancia frente a lo distinto se traslade al mundo de las relaciones sociales reales. Así, lo “social virtual” crea su antítesis, lo “antisocial real”, que colisiona con la condición de ciudadanía.

Consecuentemente, asistimos a un proceso que tiende a diluir esa unidad de referencia, representada por lo público, donde el sujeto se construye y desarrolla integrando en su interior realidades diferentes que conviven comunicándose entre sí, comprendiéndose unas a otras, reconociendo sus desencuentros, a veces en tensión y otras veces en abierto conflicto, pero en el marco del sentido de una pertenencia común, cuya expresión superior es el Estado como representante del orden público.

En palabras de Sadin: “El ciudadano se considera libre de actuar según su propia voluntad pero dentro de un ‘orden público dado’; el consumidor se ve remitido antes que nada a sí mismo, a tal punto de vivir en la total indiferencia del otro. Hoy estamos pasando de la era moderna -que mostró cómo los ciudadanos buscaban afirmar su singularidad y defender sus intereses, pero obligados a tener como referencias, de un modo u otro, un registro de códigos compartidos- al estadio de una proliferación de individuos no ya aislados sino autárquicos”.

En las expresiones ideológicas de la antipolítica pueden encontrarse con facilidad los rastros de un mensaje que parte de la contraposición, llevada al extremo, entre lo “individual” y lo “colectivo”, propiciando la ruptura de esa relación a favor de un individualismo a ultranza para el cual es ajeno todo aquello que no forme parte de su micromundo de necesidades, intereses y deseos. Y no solo que les es ajeno, sino que, más aún, su presencia representa una amenaza que debe ser “eliminada” o “cancelada”, tal como la ideología del anarco-capitalismo proyecta sobre la existencia del propio Estado.

El basamento objetivo del debilitamiento entre el vínculo de “lo individual” y “lo colectivo”, conectado con los cambios de la economía, fue desarrollándose en el terreno de las redes sociales y las plataformas al punto de ser naturalmente internalizado según las lógicas y los códigos que gobiernan las relaciones “sociales” en el campo virtual. Twitter (ahora X), Facebook, Instagram y TikTok marcan, por decirlo así, etapas evolutivas del proceso que conduce, en palabras del mismo Sadin, a la “la súbita sensación de la suficiencia de uno mismo”, a la “negación del prójimo” y al advenimiento de “particularismos autoritarios”, no importa de la naturaleza que estos sean.

Dicho de otro modo, el proceso en curso pone en acción fuerzas, inherentes a las reconfiguraciones de la economía y el mercado que hacen realidad las nuevas tecnologías, que naturalmente fluyen como una corriente que va horadando el orden público, provocando la disociación entre la condición unidimensional del individuo-consumidor y la multidimensional del individuo-ciudadano y, en el curso de ese mismo proceso, llevando al extremo la contradicción entre una y otra condición hasta el punto de provocar su ruptura irreparable, con la preeminencia del primero por sobre el segundo.

Un fenómeno que, siguiendo el hilo de sus efectos, se traduce en el debilitamiento y progresiva disolución de los lazos sociales que les otorgan un soporte real a valores como los de la solidaridad y la justicia social, entre tantos otros, y que son violentamente cuestionados por los libertarios; y sobre los que, como se decía, se sustentan el orden público y las instituciones del Estado.

Proceso que, dicho entre paréntesis, llama a la reflexión sobre la vigencia del concepto acerca de cómo los cambios profundos de orden económico provocan, tarde o temprano, alteraciones que modifican las relaciones sociales y el séquito de sus instituciones representativas. Una correlación que históricamente se sucedía en períodos de tiempos prolongados, haciéndola, la mayoría de las veces, imperceptibles para el observador que se limita a registrar solo como verdadero lo que existe en la superficie empírica de la realidad social, pero que ahora la podemos observar actuando a la luz del día, casi podría decirse irónicamente en “tiempo real”, y que nos hace recordar una vez más aquello de que “todo lo sólido se desvanece en el aire”.

¿Acaso no es un lugar común señalar que las nuevas tecnologías, fruto de la cuarta revolución industrial, que conllevan una transformación estructural de los modos del producir, distribuir y consumir, están alterando nuestras vidas en todos los órdenes? ¿No estamos siendo testigos de cómo, aceleradamente, se evaporan ante nuestros ojos las formas de un mundo que se nos escurre entre las manos?

La ideología del anarco-capitalismo

Lo cierto es que este proceso, como se señalaba, provoca una afectación general en tanto no existe país alguno que pueda sustraerse de ser arrastrado por el torbellino de la revolución digital y sus consecuencias. No existen países, ni tampoco clases o grupos sociales que aún en situación de exclusión no estén en conexión, directa o indirecta, con las nuevas tecnologías y sus efectos.

Y como no puede ser de otro modo, una transformación de semejante magnitud conlleva sus propias expresiones ideológicas, como es el caso del liberalismo a ultranza que reaparece en escena tomando cuerpo en el anarco-capitalismo y al que le sirve como anillo al dedo, el recurso instrumental de la posverdad. Esta, mediante la manipulación deliberada de los hechos, ha demostrado su eficacia para acelerar las divisiones y los enfrentamientos -muchos artificialmente construidos- que acentúan la erosión de todo aquello que actúe como un factor de cohesión social.

El ideario libertario y el autodenominado anarco-capitalismo, le asigna al Estado la responsabilidad de avasallar la libertad de las personas imponiéndoles, contra su voluntad, regulaciones “improcedentes” como, por ejemplo, la obligatoriedad de pagar impuestos o imponer sistemas jubilatorios solidarios. Estas y otras “imposiciones” deberían ser eliminadas y reemplazadas por la promesa fantasiosa de un mundo ideal en el que conviven individuos en pie de igualdad que practican una economía basada en el libre albedrío, sin interferencia del Estado ni de regulación alguna que limite su accionar. Un mundo irreal, cargado de promesas irrealizables que cautivan e hipnotizan a sus futuras víctimas como las serpientes antes de inocular su veneno.

Bien miradas las cosas, la figura idealizada del individuo-consumidor hiperpersonalizado, autosuficiente, con acceso pleno y efectivo al consumo de bienes y servicios tangibles (no solo virtuales) y convencido de que el curso de su vida no guarda relación alguna con la suerte que corra la sociedad (real) en la que vive, representa una minoría que puebla islas que crecen rodeadas del mar de infra-consumo en el que se sumergen los excluidos del sistema, en tanto la revolución digital que se desarrolla en el contexto del “capitalismo realmente existente”, con los abismos de una polarización que a nivel global tiende a crecer; por sí misma, no solo que no ha servido para evitar que se aumenten las desigualdades en todas sus escalas, a nivel global y hacia el interior de cada país, sino que tiene el efecto de acelerar, por la vía de la plena automatización, el reemplazo del trabajo humano vivo por la tecnología, convertida ahora (como lo observó premonitoriamente Marx) en fuerza productiva directa.

Claro está que el ideario ilusorio de los libertarios, y la idea fantasiosa de la posible existencia de un mercado sin Estado, se conecta con las corrientes globales de la economía. Una ideología que representa el interés objetivo de fuerzas económicas mundializadas que en su derrotero, como consecuencia de su propio desarrollo inmanente, pujan por el debilitamiento, y aún por la disolución progresiva del orden público y del propio Estado, un proceso frente al cual la condición del subdesarrollo que afecta a nuestros países acrecienta las dificultades, en tanto existe la presencia de una debilidad estructural que nos hace más vulnerables a las influencias y que urge revertir a partir de la recuperación efectiva del papel de la política y del Estado como orientador de los destinos del país.

Estas fuerzas, si cabe el término, expresiones del capital “tecnológico-financiero”, nacidas en el corazón del sistema, propician eliminar todas las barreras regulatorias que se le interpongan en su camino y despliegan ciegamente su acción tanto en el mundo desarrollado como en el subdesarrollado. Son las fuerzas que le otorgan basamento en el plano ideológico, político y comunicacional, a la corriente que fue articulándose a nivel global, como el germen de una internacional: la llamada nueva derecha.

Así como el liberalismo o el neoliberalismo nunca pudieron plasmar, en forma pura, su ideario, simplemente por ser socialmente inaplicable, el anarco-capitalismo y el movimiento libertario como la manifestación renovada de aquellas ideologías, difícilmente pueda tener una suerte distinta; lo que no significa, ni mucho menos, que en el curso de su experimento -si es que, llegado el caso, llegan a la cúspide del gobierno e intentan llevar a la práctica alguna de las promesas con las que han cautivado a sus votantes obnubilados con falsas promesas fetichistas, como la dolarización- y tal como hoy lo advierten inclusive los representantes del establishment local que ayudaron a crear al “monstruo” que ahora también los amenaza, bien pueden provocar una nueva catástrofe económica y social en un país ya sumergido en una profunda crisis, como es el caso de la Argentina.

No es casual que la antipolítica, en cualquiera de sus versiones, se encarne en personajes por demás extravagantes. Si es verdad que encarna una corriente que puja por erosionar el orden público y las instituciones del Estado, sus representantes, en su condición de tales, están compelidos a personificar en carne y hueso lo opuesto a los símbolos propios del orden existente que se cuestiona.

Y no solo eso, en sintonía con las lógicas de comunicación imperantes en las redes sociales, a romper de forma abierta y desafiante, con tintes de una rebeldía pseudo adolescente, con los códigos y las tradiciones socialmente aceptadas que marcan nuestras reglas de convivencia, desbordando los diques de contención para que, en un contexto de crisis e incertidumbre en el que el individuo se siente amenazado, y que, por lo tanto, es inducido a actuar guiado más que por la razón, por sus emociones primarias -como las del miedo, la ira, el odio o la confianza ciega- emerjan conductas autodefensivas modeladas por reacciones que se activan como actos reflejos.

Parecería comprensible, entonces, que en una sociedad colmada por el hartazgo, y ante el retiro de buena parte de la política como portadora de espacios de contención y generadora de transformaciones que mejores las condiciones de vida reales de quienes claman por superar las miserias y las injusticias que los agobian, afloren las expresiones violentas de lo peor de nosotros mismos, las pulsiones de las fuerzas de lo “antisocial”, que hoy en la Argentina amenazan con provocar nuevas tempestades.

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