Estuve trabajando muy fuerte estos días y no tuve tiempo de seguir el rastro de Fausto. Pero te cuento que está pasando en Colombia algo intenso, algo que sé que te va a interesar y tiene que ver con una sensación de déjà vu colectivo. Se corrió la noticia, aunque hay quienes sostienen con buenas argumentos que se trataría de una fake, de la convocatoria de un paro armado del ELN entre el 14 y el 17 de febrero. Sea o no cierta la noticia, es un golpe muy duro a la sociedad civil y a la construcción de una paz sostenible, un golpe de esos que desconciertan y que solo parecen beneficiar a un gobierno jaqueado por las evidencias de corrupción y las denuncias de violaciones a los derechos humanos. Lo que se vive en Colombia en estas horas, sin temor a equivocarme, es el miedo en estado puro, irracional.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Es difícil saber en qué derivará todo esto, pero por el momento dejaron de importar los asesinatos sistemáticos a líderes sociales y este anuncio del retorno guerrillero -sin ir más lejos- desdibuja la explosiva información que destapó la prensa mexicana la semana pasada sobre que el expresidente Uribe ayudaba al Chapo Guzmán a traficar cocaína para el cartel de Sinaloa. Ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Ya sabemos que la estrategia de la derecha es desviar la atención cuando se sienten acorralados. Tienen el poder de los medios. Tienen el control de las redes sociales, que en estos días exhiben una extrema toxicidad. No se habla en Bogotá de otra cosa. Ha vuelto el demonio, el origen de todos los males. Ha vuelto el caos, y con él vuelve la necesidad del orden, de la mano dura.
¿En qué consiste un paro armado? En amenazar el tránsito de camiones de carga en las carreteras. El que circule será detenido e incendiado. Esto lleva a una lógica de militarización y de pánico al desabastecimiento. Lleva también a que se difundan teorías conspirativas como que las carreteras quedarían liberadas al tráfico de droga narcoguerrillero con destino a Venezuela. Si a esto se le agrega que el imbécil de Guaidó alimente a los medios con mentiras sobre vínculos entre el ELN y Maduro, la grieta se expande y lo peor es que el déjà vu de la ficción me devuelve a la Bogotá a los años 90, al tiempo en que conociste a Fausto, un poco antes de que piratas (o paramilitares, o guerrilleros, para el caso es lo mismo) le metieran una bala en la cabeza por estar en una carretera como custodia de un camionero. Esta coincidencia imprevista entre lo que le pasó a Fausto y la noticia del paro armado me está haciendo un poco de daño. Y veo ese mismo daño en algunos de mis conocidos colombianos, sobre todo los más jóvenes de la oficina, todos ellos menores de 35, a los que se les está rompiendo su burbuja millennial, o centennial, o como se llame, una burbuja de paz posible (y deseada) que en caso de romperse los llevará directo al infierno de sus padres y sus abuelos. No se lo merecen. Pero tampoco deberían ser tan ingenuos de pensar que la paz y un viraje progresista puedan hacerse esquivando el pasado.
¿Te sorprende que me haya puesto así? ¿Me imaginabas más superficial? Es que todo esto me está pegando fuerte. Tal vez haya quedado conmocionada por la historia de la bala de plomo en la cabeza de tu amigo poeta. Pero no es solo eso. Me suele pasar, de manera casi recurrente, de estar en lugares donde se pudre todo. Antes de volver a la oficina de la empresa donde trabajo en Bogotá, y de pasar unas buenas vacaciones familiares en Montevideo, estuve dos semanas en Chile en un curso de prospectiva y política pública. No quiero aburrirte con mis cosas. No es la idea. Pero el curso sencillamente no se hizo. Ni siquiera pudimos llegar al acto inaugural porque la ciudad se volvió loca, estalló literalmente, la gente salió a las calles, todo se volvió extraño, irreal. Ya sabés a qué me refiero. Me tocó estar el día uno de las revueltas. Y una cosa llevó a la otra, quedé entrampada en Santiago y cancelé el hotel para vivir varios días y noches muy intensos en casa de la amiga de una amiga, una escritora que seguramente conozcas que se llama Alejandra. Estuve en Plaza de la Dignidad y podría contarte muchas cosas. Estuve también en Ñuñoa desafiando el toque de queda de Piñera. Y pude darme cuenta, en mi condición de extranjera, como me pasa en estos días en Bogotá, que el juego es perverso y lo terminará ganando la derecha política. El maldito miedo. La maldita inseguridad. ¿Será que no aprendemos a reconocer los errores?
Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, trato de escapar a una cierta sensación a derrota. Estas cosas hacen mal. Así que hay que evadirse. Me ayudó mucho un libro que me traje de Santiago. Uno que me faltaba leer de Alberto Fuguet. Se llama No ficción. Es una larga conversación -posiblemente final, la última- entre dos amigos que se aman y se odian. Las palabras van llenando todos los espacios. Las palabras, como se sabe y tan bien lo demostró Manuel Puig, agotan la posibilidad de una salida. La escena se atasca. La grieta se vuelve insoportable. Buena novela, pero no le llega ni a los talones a Missing. ¿Qué puedo decirte? Que No ficción se parece a tu novela Tobogán blanco. Yo también la leí. Por eso acepté el juego de seguir a Fausto. De espiarlo. Tengo paciencia. Y como te habrás dado cuenta, prefiero los monólogos a los diálogos tortuosos. Es mi deseo escuchar su voz, su testimonio, incluso su poesía. Y sus pinturas (por cierto, todavía no hablamos ni hemos hecho referencia a sus pinturas).