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No todo está perdido

Por Marcia Collazo.

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Caras y Caretas Diario

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El otro día nos reunimos doce personas procedentes de las más variadas tiendas ideológicas. Era en vísperas del balotaje pero, a pesar de que los ánimos estaban encrespados, todos los presentes mantuvimos una ejemplar fraternidad durante las dos horas y pico que duró el encuentro. Más de la mitad de esas personas eran jóvenes de entre 17 y 38 años. Había dos señoras mayores de 70, una de ellas fervorosamente frenteamplista y la otra blanca “de toda la vida”, según declaró. Eran primas hermanas y cada una tenía su voto resuelto; no así un matrimonio cincuentón que siempre había votado a los colorados pero que ese sábado estaba más o menos aterrorizado y demudado, por la arenga de Manini Ríos, conocida en plena veda, a los integrantes del ejército.

El tema que nos había convocado no podía estar más lejos de la política. Se trataba de un taller de vecinos sobre historias del barrio Buceo, y yo era la encargada de dirigirlo. La jornada resultó vibrante y poderosa. Surgieron anécdotas y fragmentos de vida que se remontaban a varias generaciones atrás. Aparecieron aquellos sufridos italianos y gallegos que poblaron ciertas zonas aledañas, como el pequeño barrio Buena Vista o las calles Propios y Ramón Anador; aparecieron también sus casas típicas y nobles, de madera y de chapa, las mismas que plasmó de manera inmortal Líber Falco en sus poemas, y las parras añejas, y el vino casero que cada cual elaboraba, y los gallineros del fondo, y las costumbres comunitarias de antaño. Tiempos –declararon todos- que ya no volverán. Tiempos en que, por las fiestas navideñas y de fin de año, se sacaban largas mesas a la calle y se compartían los manjares hechos en casa: el brazo gitano bañado de chocolate, el pan dulce, los arrollados agridulces, la pizza y la torta de jamón y queso, las tajadas de lechón y de pollo, la sangría y el clericó.

Yo escuchaba con no poca emoción los relatos, que a su vez empañaban los ojos de casi todos, y me decía que, en efecto, esos tiempos ya no volverán. Estaba hondamente amargada, allá en el fondo de mi alma, por el clima general de enfrentamiento político, por los exabruptos de Manini Ríos y por el impulso de brutal ferocidad de las afirmaciones de otros trasnochados, delirantes en grado variable, algunos de los cuales ya han llegado al Parlamento. Me dolía la crueldad, la malicia y la irresponsabilidad de esos excesos. Me dolían asimismo las barbaridades que se leían y se siguen leyendo, aunque en menor grado, en las redes sociales.

Los sucesos del día siguiente me sorprendieron tanto como a cualquier otro oriental. Nadie, supongo, se esperaba semejante desenlace. Ya he dicho en anterior artículo que para el Frente Amplio se trató de una derrota colmada de victoria. La militancia frenteamplista, ella solita frente a la adversidad, se puso al hombro la campaña política y dio un ejemplo de dignidad y de arrojo cívico tan alto que difícil será superarlo en años venideros. El proceso eleccionario entero, sacando los exabruptos mencionados, que mancharon de vergüenza y de cobardía la praxis política uruguaya, fue ejemplo de ciudadanía responsable para América Latina y para el mundo, y eso no es un dato trivial ni menor en un continente devastado por el autoritarismo, el neoliberalismo desatado y la violación perpetua de los derechos humanos.

Todavía no se sabe con certeza qué nos deparará el futuro. Por lo pronto, cabe señalar la agresividad, la insolencia y la degradación moral de que hacen gala muchos –demasiados- usuarios de las redes sociales. Los comentarios aparecidos en esta propia revista son un buen ejemplo. Todos nos hemos preguntado durante estos últimos meses cómo es posible semejante violencia, rayana en la maldad, o sea en el puro y descarnado deseo de ofender y de dañar al prójimo, sin molestarse siquiera en leer lo que ese prójimo escribe, sin tener en cuenta el esfuerzo que ese prójimo ha realizado para ofrecer al público un artículo que trasunte una idea, una propuesta, una reflexión útil. Vemos, por el contrario, de qué manera impúdica se utiliza el lenguaje como un arma para atacar, vituperar, escarnecer y faltar el respeto de todas las formas imaginables. Decir que se trata de una actitud cobarde ya es una redundancia. Lo preocupante es la magnitud y la frecuencia del hecho en sí.

Es cierto que somos una sociedad ya habituada a la falta de respeto, la que incluso se enarbola como gracia en la radio y en la televisión desde hace muchos años. Hay ciertos conductores radiales que viven de esa falta de respeto. Yo supongo que el pan que ponen en la mesa cada día, ganado en la burla hacia sus semejantes, debe tener gusto a cloaca.

Menos mal que ahí está la filosofía para echar alguna luz sobre tantas tinieblas. Kant, en su Crítica de la Razón Práctica, formula así su famoso imperativo categórico (la ley moral por excelencia): “Actúa de tal manera que la máxima de tu conducta pueda convertirse en ley universal”. Con ello quiere decir, aproximadamente, lo siguiente: procura que esa cosa que tú vas a hacer o a decir, sea de tal naturaleza que pudiera ser replicado por cualquiera, en cualquier tiempo y lugar, sin faltar jamás a la ley moral. ¿Es moral librar un cheque sin fondos? No, se contestaría Kant, porque si todo el mundo lo hiciera, se dejarían de usar los cheques, como mínimo, ya que se trata de lo que en criollo denominamos una conducta muy jodida. De nada vale pretender ampararse en tal o cual excusa. Es jodido y punto, al igual que es jodido merodear por las redes insultando a la gente.

Yo nunca he creído en la relatividad de la moral; desde que descubrí a Kant –todo el mundo debería leerlo- me di cuenta de que no hay grados ni medias tintas en los altos valores que cualquier comunidad debería preservar si no se quiere hacer pedazos. Entre esos valores se encuentra el respeto al prójimo, la capacidad de argumentar y de escuchar argumentos, de expresarse y de permitir que el otro se exprese, de dialogar en base a la racionalidad y no en la medida del odio, el golpe bajo, la revancha o el resentimiento. Parece muy difícil poder actuar en consecuencia con la ley kantiana, y sin embargo es posible.

Esa tarde en el barrio Buceo, al abrigo de una carpa colocada sobre una gran extensión de césped, una docena de personas provenientes de los más diversos ámbitos vitales se juntó para realizar una actividad compartida. Los había, supongo, de todos o de casi todos los partidos políticos. Los había adolescentes, jóvenes, adultos y mayores. Los había hombres y mujeres, universitarios y empresarios, amas de casa y estudiantes, recién llegados al barrio y nacidos en el barrio. La tensión por la jornada electoral que se avecinaba estaba latente en cada alma, y sin embargo pudimos hacer una cosa que nos salvó del insulto procaz, de la provocación rastrera, de la amenaza y de la atropellada cobarde. Esa cosa que hicimos fue juntarnos en una tarea común, mirarnos a la cara, intercambiar ideas, recuerdos, experiencias.

Antes de cerrar la actividad nos deseamos unos a otros lo mejor para el día después. Creo que lo hicimos de corazón. Cuando llegué a mi casa, todavía bajo la luz dorada de la tarde, y me hice un mate y me puse a mirar la lejanía, medité en todo eso. Los comentarios degradantes en las redes sociales no pueden ser impunes. Tenemos que trabajar todos juntos, en conciencia, palmo a palmo de propuestas creativas y efectivas, para desterrar la violencia y la ofensa, y para hacer un llamado a la responsabilidad, que no puede dejarse a un lado a la hora de poner el dedo en una tecla. Ya Hobbes, en pleno siglo XVI, se horrorizó frente a tales desafueros, y enunció en su obra Leviatán “los orígenes internos de los movimientos voluntarios, llamados comúnmente pasiones, y los vocablos en que son expresados”. Entre tales movimientos o pasiones –voluntarios, como queda claro- incluye la aversión y el odio, el desprecio y la vileza, el vocablo “deformado, feo, bajo, nauseabundo y otros semejantes”. Hobbes bien sabía de qué hablaba. Le tocó vivir en una sociedad violenta si las hay. Por eso, porque su pensamiento continúa más vigente que nunca, voy a seguir ocupándome de él en futuros artículos. Mientras tanto, quiero agradecer a los integrantes de ese taller barrial y de paso a todos los hombres y mujeres de buena voluntad, que pese a la divergencia de sus ideas y opciones políticas, contribuyen a fortalecer nuestra creencia de que no todo está perdido.

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