Por J.R.
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Alguien muy conocido, un célebre escribiente de bigote frondoso, un autor codiciado por las páginas de eso que llamamos “grandes medios”, anotó alguna vez -esa vez en un “medio alternativo”- que la basura es un problema evolutivo. Lo que tiramos, lo descartado, lo que califica como sobra, sería luego consumido o transformado en otra cosa. Quizás la transformación lleve a una segunda cosa tan inútil como la primera. Es probable. O quizás no. Puede -también quizás- convertirse en motor de una segunda, o una tercera cosa, más valiosa: el resultado de la experiencia, del aprendizaje, de la acumulación de aciertos y errores. Sigue sin estar claro. En todo caso, esto le confiere un singular interés a los depósitos de basura. Allí siempre está fermentando algo; allí siempre puede aparecer algo, algo que deslumbre; solo hay que esperar, o, si la paciencia no opera como don, hay que hurgar.
Si la basura es un problema evolutivo, sus depósitos también. Y estas líneas vienen a cuenta de eso.
Lejos de la fetidez, la(s) pantalla(s), el dispositivo que sancionó definitivamente su supremacía con esta pandemia del Covid-19, ha evolucionado a basurero de escala planetaria. De algo más o menos “controlable”, las ofertas de contenidos se han convertido en magma inabarcable. Con ello, los hábitos de consumir tales productos audiovisuales ha mutado en múltiples formas. Ya lo sabe: tevé on demand, streaming, listas interminables de videos, tevé por abonados. En la cima de semejante basural, el gran coloso: Netflix. El rey del basurero, con sus inefables clasificaciones por géneros, por títulos para “maratonear”, la andanada de producciones españolas, de Oriente -el lejano y el cercano-, de comedias “para pasar el rato”, de documentales sobre el tema que se le antoje, de éxitos de taquilla, ciclos de stand up. De todo para desmovilizarse y para encerrarse.
Pero, como se dijo antes, el asunto es evolutivo -aunque no podamos, por ahora, definir con extrema precisión qué es “evolutivo”-. De la basura emerge más basura. Series y largometrajes de abominable factura que consumimos como snacks. Y como buenos snacks, nos convertimos en adictos. No obstante, esa basura también motoriza otros lenguajes que se descubren a veces con mucho trabajo y otras gracias al supuesto azar del buscador. Ficciones que, sea en formato teleserie, en largometraje o en cortometraje, plantean narrativas sólidas, desmarcadas del maniqueísmo arquetípico -ese que algunas producciones lo asumen con grave trascendencia-, y que, así, rescatan algo de esa compleja maraña que hace a la condición humana. Veamos.
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Es sabido que el género policial, el clásico noir, entraña un corte dramático y por el lado más oscuro del tejido social. Las asimetrías socioeconómicas suelen quedar expuestas, sangrantes, aunque ese no sea el tópico medular de sus narrativas clásicas. De donde sí han salido producciones que van en esa línea es del lejano mundo escandinavo, con sus muchas veces notables ejemplares audiovisuales que han parido todo un género: el nordic noir o también llamado scandinoir.
Ejemplo de ello fue la serie Karppi (Deadwind, 2018), creada por Rike Jokela, Kirsi Porkka, Jari Olavi Rantala, y que hasta ahora tiene solo una temporada en los confines seriales del monarca del basural -Netflix-. Tras su estreno, en 2018, a través de la cadena pública finlandesa Yle y luego en la citada plataforma, la serie fue comparada con otros dos títulos ya clásicos, The Killing y The Bridge, que tuvieron versiones producidas en el mudo anglosajón, y llamó mucho la atención por su densidad y factura narrativa, que revela entrañas más sórdidas de ese mundo para nosotros tan lejano y ajeno, de varios festivales como el de Gotemburgo. Según los chismes que circulan por distintos foros internáuticos, la segunda temporada de esta muy recomendable historia protagonizada por la detective Sofía Karppi se estrenaría en los próximos meses.
Otro caso de singulares características es Bordertown, mejor conocida por estas latitudes como Sorjonen, también de origen finlandés, y de la que pocas semanas atrás se estrenó la tercera temporada -los rumores de una cuarta temporada ya están en circulación-.
Esta producción fue creada por Miikko Oikkonen y su primera temporada fue estrenada en 2016, también en la cadena Yle. Se trata de un notable ejemplo de ese nordic noir, con un personaje central, el investigador Kari Sorjonen, protagonizado por el solvente Ville Virtanen, cuya personalidad oscila entre signos patológicos y signos de genialidad, todo un desafío para su intérprete.
Sorjonen decide afincarse con su familia -su pareja y su hija adolescente- en un centro urbano, Lappeenranta, ubicado en la frontera con Rusia. La trama, en sus tres temporadas, expone una suerte de “pueblo idílico” que bajo la superficie esconde procesos humanos que van de lo siniestro hasta lo abominable: tráfico de personas, crímenes seriales, prostitución, corrupción político empresarial, intriga política. Tópicos que en la escena teleserial yanqui se hubieran narrado con derroche de disparos, persecuciones, agentes de moral épica y virtuosos de los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, en este caso son explotados desde la complejidad humana. Acá no hay héroes victoriosos. No hay villanos implacables. Sí hay jerarcas ambiciosos, corruptos, que son capaces de sentir compasión. Hay asesinos seriales que, pese a sus retorcidas mentes, son capaces de amar. Y hay un anémico equipo de investigadores dedicados a resolver, con escasos recursos, pese a los altos estándares financieros y tecnológicos de la región, los conflictos de ese mundo fronterizo, gélido.
Ahí, Kari Sorjonen saca una de sus mejores armas: deducir y predecir. Él escudriña los casos con obsesión minuciosa. Saca a relucir sus traumas de la infancia, sus conflictos no resueltos, sus dificultades para comunicarse, sus miedos -y fobias- y su inteligencia fuera de lo común para hurgar en lo retorcido, en lo más escabroso.
A nivel estético, cosa que se reconfirma en esta tercera temporada, es también notable, tanto por el tratamiento de lo visual, la composición de una visceral sensación de frío -exterior e interior-, el silencio que inunda los diálogos, la dirección de actores, la factura de la trama -que juega, en la mayoría de los capítulos, a generar más incertidumbres y desorientación que certezas en el televidente-.
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Dejemos una cosa clara: no vale adelantar de qué va esta tercera temporada. Hay que verla, pero con tiempo, con detenimiento. Y, si le da la energía, puede dedicar un fin de semana a repasar las dos anteriores. Lo único que vale como adelanto es que “no arranca bien” y “no termina bien”, de acuerdo a los estándares más básicos del mercado, esos que tanto “gustan” a los servicios hegemónicos de estos pagos. Sorjonen va hacia otra televisión, esa que moviliza a un televidente realmente activo -el que no le sirve a la futura ley de medios-, que mueva neuronas y que no agota su tiempo ante la pantalla en el consumo de snacks, ese que se pierde en el basurero, en el plástico barato y de apariencia “bonita”.