Sotelo reduce la tragedia en Gaza —decenas de miles de muertos, desplazamientos masivos y un nivel de destrucción sin precedentes— a una especie de lógica de supervivencia binaria: Israel debe asegurar su existencia y Hamás prolongar su resistencia.
Pero en esa ecuación desaparecen los factores centrales: la ocupación militar, el bloqueo sistemático, las resoluciones incumplidas de Naciones Unidas, la desproporción del uso de la fuerza y el señalamiento de organismos internacionales que califican las acciones de Israel como crímenes de guerra y de lesa humanidad.
Sotelo, cómplice siniestro
Hablar de “hechos” como si fueran neutrales es en sí mismo un acto político. Sotelo omite que la Corte Penal Internacional ya investiga a Israel por genocidio y que decenas de países han denunciado el incumplimiento del derecho internacional humanitario.
Tampoco problematiza que el concepto de “mínimos de supervivencia” para Israel se traduce en la aniquilación casi total de la población civil palestina, mientras que los mínimos de la población de Gaza —acceso a agua, comida, salud y refugio— se diluyen en su relato como un daño colateral inevitable.
Sotelo busca normalizar la idea de que el exterminio de los palestinos es la única salida. Ese fatalismo no es neutral: consolida la narrativa de quienes sostienen que el derecho internacional puede ser ignorado cuando conviene, y deja sin voz a millones de civiles palestinos que hoy sobreviven a la limpieza étnica y niveles de sadismo y crueldad que rompen los ojos.
En nombre del realismo, Sotelo despoja al conflicto de su dimensión ética y legal. Pero cuando los “hechos” se seleccionan de manera parcial y se presentan como inevitables, dejan de ser datos para convertirse en excusas. Y allí el periodismo deja de cumplir su función crítica para transformarse en un vehículo de legitimación, en este caso, terriblemente, de nada más ni menos que un genocidio.