Por G.P.
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Federico Stahl está en su apartamento. Es sábado, o eso parece. No se siente muy bien. Es pura ansiedad, pura fobia, atribulado entre historias que quiere escribir y le dan vueltas en la cabeza, atormentado por esa cumbia odiosa que estalla desde el pozo de aire del edificio. Espera a Adrián. La idea es acompañarlo a trabajar, a una fiesta en Carrasco, al cumpleaños de un cheto. Tienen que instalar una pantalla y cuidar que la proyección sea correcta.
El que llega, antes que Adrián, es Rex, otros de los grandes amigos de Fede. Hace algún tiempo que no lo ve. Rex no emite sonido. Le enseña un papel en el que se lee: “No puedo hablar. Droga anoche. Alteró centro del habla”. A partir de ahí se disparan historias, como si los tres amigos fueran bolas de un flipper lisérgico que no da señales de detenerse, que sigue dando una ficha y otra.
La lectura de El gato y la entropía puede acompañarse con la escucha de discos de David Bowie y de Bob Dylan. De ahí para abajo, viene muy bien todo aquello que facilite la entrada a una novela que no para de avanzar, de suceder, de devorar posibilidades, en un transcurso en el que el autor no da respiro, convencido de que la capacidad de invención no debe detenerse. El único de los tres personajes que parece tener un plan más o menos definido para el fin de semana es Adrián. Los otros dos derivan en un fin de semana que no para, con centro en una fiesta de puertas lisérgicas y personajes extraños: los hermanos/amantes gitanos, Nico, Paola y su amiga, el designer. Todo se va enrareciendo, o volviéndose más luminoso, mientras Fede plantea y experimenta teorías, siendo consciente de que su amigo Rex es el que en definitiva deforma las historias.
Hay escritores que van de novela en novela, preocupados por “contar bien una historia”. No es el caso de Sanchiz. Su apuesta es la de distorsionar lo real y al mismo tiempo diseñar un universo propio, un plan más o menos definido, un puzle del que ni siquiera pretende conocer de antemano la figura final. El plan, ya delineado en Perséfone y La vista desde el puente (ambas publicadas en Uruguay), con Federico Stahl y su cofradía glam, se gesta en un borde de la ciencia ficción y en la certeza de una máquina de ficcionar que le debe –en capacidad y sentido de la distorsión– a grandes autores como Roberto Bolaño, César Aira y Mario Levrero. El caso de Sanchiz se emparienta, en el plano local, con la saga que desarrolla Nelson Díaz, jugado como El Hombre de Negro, en sus libros Corporación Medusa y Resaca, a un territorio noir; pero ambos autores trabajan en una Montevideo más o menos alucinada y en una fina capacidad de intervenir personajes ficcionados y reales.
¿Qué pasa en El gato y la entropía, en sus abigarradas páginas, sin cortes de capítulos y con abundantes notas al pie que desvían, disgregan, lo que equivale a construir zonas intangibles del puzle? Una sucesión de escenas que van desde episodios casi delirantes de las guerras musicales hasta conversaciones zarpadas en una fiesta, versiones sobre historias de Rex y ensayos de una banda de rock, o de una llave mágica que tiene una chamana mexicana, críticas musicales, análisis sociológicos sobre Montevideo y, sobre el final, la épica de aventurarse en un vórtice ubicado en un caño entre las ciudades de Las Piedras y La Paz.
Ramiro Sanchiz sabe narrar con elegancia y se maneja como un equilibrista entre tanto sendero que se bifurca. El gato y la entropía es una novela que hacía más que falta en la construcción de su universo literario y en una narrativa –la uruguaya– tan poco proclive a aventuras ambiciosas. Es, ni más ni menos, una fáctica puerta de entrada a una obra de la que se esperan más diversiones y entropías. Y se disfruta como pocas, sobre todo lo harán aquellos que no le teman a una fiesta donde lo que importa no es la trama sino las derivaciones que pueden llevar a inciertos pactos con el diablo, afirmaciones sobre la importancia de Led Zeppelin, conocer lo que en verdad le pasó en una casona de Punta Carretas con un gato y restos de comida podrida, o la propia certeza de que finalmente Federico se dispuso a escribir lo que pasó el fin de semana, sin acostarse a dormir y encerrado… porque Rex se llevó la llave y dejó una última nota: “Vuelvo enseguida”.
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Ser o no ser
“Algunos cuentos que escribí me parecen de ciencia ficción pura. Después, como todas las novelas ofrecen vidas alternativas de Federico Stahl, y eso viene a ser una suerte de ucronía (personal, como las diferencias entre Perséfone y El orden del mundo, o colectiva, como en La vista desde el puente o La historia de la ciencia ficción uruguaya), se podría argumentar que todo el ciclo, la macronovela, digamos, es ciencia ficción, en tanto las ucronías son ciencia ficción. El tema es que para mí, la ciencia ficción no es un género en el mismo sentido en que lo es el policial”. (Ramiro Sanchiz)