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Quino y la filosofía de la dignidad

Por Marcia Collazo.

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En los últimos días se ha hablado de Quino a lo largo y a lo ancho del mundo conocido. Ocurrió con motivo de su muerte y, sin embargo, bien puede decirse que la muerte es, en el caso del famoso dibujante argentino, un accidente menor, un resbalón del tiempo que no mengua, sino que acrece su figura. Esto es lo que suele suceder con el arte y con los artistas, sea cual sea el medio que elijan para expresarse. A Quino lo eligió la historieta, la viñeta, la tira tragicómica, el preciosismo de la línea, el detalle estirado hasta lo inverosímil y, por supuesto, el caudal interminable de su pensamiento. Su casi brutal poder de síntesis ha hecho de Quino un verdadero filósofo, un pensador minimalista que no dejó casi ningún rincón del corazón humano por explorar. Hurgó en todos y cada uno de los pliegues de las intenciones y de las miserias de la gente, pero lo hizo rescatando siempre la ternura, esa rara condición que supo conocer a fondo, y que emana sin lugar a dudas en cada uno de sus personajes principales. Como el gran dibujante español Antonio Mingote, en cierto modo Quino fue, además de filósofo, un cirujano que supo salvar cuanto rozó de lo trágico, de lo melodramático y de lo macabro, de lo sensiblero y de lo humorístico de nuestro diario acontecer. Más de una vez Quino sabe ser cruel, agresivo y tajante. Mafalda, su creación principal, no deja de ser un personaje traumatizado y traumático. Y como paradoja, Quino o, mejor dicho, Joaquín Salvador, era un hombre apacible, amigo de sus amigos, que iba por la calle sin llamar la atención de nadie, pero capaz de darle ideas insólitas e inquietantes a su legión de niños, entre los que sobresalen Mafalda y Libertad.

Por medio de esos niños y de la multitud de sus dibujos, Quino denunció y exorcizó las maldades y ruindades, las amarguras y las injusticias que a él mismo le tocó vivir en aquella convulsionada Argentina de los años 60. Me parece, sin embargo, que Quino ha conservado siempre no solamente ese fondo de ternura que es tan raro en cualquier expresión humana, sino además una pureza que se trasunta en la simpatía universal hacia todas las cosas. Esa condición, como bien se ha señalado respecto de otros grandes dibujantes, es fundamental para que el humor decante. No hay en su producción fantasías imposibles. No existen superhéroes ni villanos al estilo de los cómics estadounidenses. Nadie vuela en rescate de los honestos ciudadanos, con antifaz de murciélago y envuelto en una capa negra, ni trepa por las paredes ni extiende redes de tela de araña. Nadie termina liquidando a balazos a un contrincante. No hay, por supuesto, escenas cursis y melodramáticas al estilo de Susy. En Quino hay una realidad radical, una mansedumbre cotidiana de familia típica, con una madre ama de casa que se pasa el día entero lavando, planchando, haciendo compras y cocinando. Con un padre tan común y corriente que por momentos es solamente una sombra flotante. Con un bebé que cecea, y con una niña de seis años que, ella sí, parece haber caído de algún planeta de seres todopoderosos. En ella se condensa el corpus entero del logos, todos los ismos, todas las preguntas, todas las sospechas. Mafalda, aparecida por primera vez el 29 de setiembre de 1964, es una monstruosa agencia de noticias, a la que nada escapa. Algo así como el espíritu universal de Hegel.

El historiador y filósofo escocés Thomas Carlyle dijo en una ocasión que el sarcasmo es el lenguaje del diablo, ya que no tiene misericordia. Esto, que no deja de ser cierto, debería ser contextualizado en según quién y según para qué. Quino no es misericordioso con ninguna de las cosas que, en su concepto, hacen del mundo un lugar jodido. Menos mal que no lo es. Si lo hubiera sido, se habría quedado en ese purgatorio viscoso a donde van a parar los tímidos, los vacilantes, los medrosos. Y no hablo del verdadero infierno, el del diablo con cuernos o sin ellos, porque ese sitio queda reservado a los cobardes de marca mayor.

Quino es palabra, pero ante todo es imagen. De la mixtura de ambas, o del montaje entre la línea y sus significados, emerge un desafío al lector, quien deberá utilizar a fondo sus habilidades interpretativas para comenzar a desentrañar ese universo. Por eso, la lectura de una historieta es al mismo tiempo un acto de percepción estética y de indagación intelectual. Es todo un goce, aunque sea también una constatación amarga, sumergirse en las páginas de Quino. Uno aprende. Uno reflexiona, también sobre sí mismo. Uno se entera de que, en buena medida, era un alienado o un ignorante. ¿Por qué? Porque Quino trabajó sobre realidades y temas espinosos y candentes, de los que muy pocos querían hablar. Al extremo de que, como él lo expresó, de haber continuado con su tira, no solo lo habrían llevado preso a él, sino que Mafalda –encarnada en innumerables mujeres de su tiempo- habría sido una desaparecida. Mafalda reivindicó, con su aparente candidez infantil, cuestiones de las que todavía cuesta hablar; cuestiones de las que muchos se apartan horrorizados, condenando de paso a los que insisten en debatirlas. Me refiero, por ejemplo, a los reclamos feministas, a la guerra, a la oligarquía y sus abusos, al hambre y a los impunes hacedores del hambre, al rol de los jóvenes en la cultura, en la política y en la sociedad. Me refiero también al honor, a la dignidad, a la justicia y a la libertad, como grandes apelaciones que sobrevuelan la totalidad de su obra.

Quino da para mucho, y es deseable que se hagan eco de su mensaje los pensadores de las más diversas disciplinas, en especial de la semiótica. Dejó un legado del que a veces no nos damos cuenta. Contribuyó a la construcción de identidades y mostró a Latinoamérica en el mundo, a través de la compleja red de sus problemas, sus contradicciones, sus dictaduras y su capacidad de pensar.

Cierro esta breve semblanza con algunas de sus más famosas frases. La de la hora del desaliento: “Paren el mundo que me quiero bajar”. La de la realidad: “Como siempre. Apenas uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”. La filosófica: “Lo ideal sería tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho. Así pensaríamos con amor y amaríamos con sabiduría”.

 

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