La noticia del triunfo de Bolsonaro en la primera vuelta de las elecciones brasileñas, además de llenarme de estupor y dejarme en estado de perplejidad, me ha permitido plantearme en las últimas horas algunas cuestiones relacionadas con la educación que impartimos en América Latina. Es duro aceptar que 50 millones de brasileños y llegaron a las urnas para delegarle la representación a un candidato que se presenta explícita y jubilosamente a favor de la tortura. Que cree que hay seres desechables que no merecen la oportunidad de habitar el mundo. Que desprecia y desmerece a algunos sectores de la población como a los afrodescendientes. Y, además, que considera que ciertas mujeres no merecen ni siquiera ser violadas.
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Sin pretender caer en un mero juego de palabras, en esta explicitud alegre y desenfadada de postura en la vida sostenida por la discriminación y la clasificación de los humanos entre los desechables (las personas homosexuales, los afrodescendientes, las mujeres, etc.) y los que merecen consideración y valoración, hay un pasaje desde el decoro al desdoro. Entendido el primero en términos de respeto y la estimación por la mera condición de ser humanos y el segundo como el menoscabo y el desprecio por la esencia de la propia condición humana.
En este punto y como educadora no me queda más que reflexionar con alarma acerca del lugar de la educación en nuestras sociedades y del lugar del educador. De alguna manera, parte de la preocupación que propongo expresar se reduce a una interrogante: ¿Qué ciudadanos estamos formando y para qué mundo?
El siglo XX fue el siglo de los grandes avances tecnológicos, pero también fue el de los grandes genocidios. Dejó sin lugar a dudas la enseñanza indiscutible de que podemos tener un caudal intelectual intenso y ponerlo al servicio de la ciencia y la tecnología, así como de otras muchas disciplinas. Pero a la vez podemos forjar el mundo más deshumano jamás imaginado. Recorrer los testimonios de las víctimas del holocausto es un ejercicio de dolor impactante. Uno queda estupefacto al cerciorarse del sinfín de torturas y maldades que el ser humano puede proferir a otro sin más motivo que el del rechazo al semejante por ser portador de una característica que caprichosamente el poderoso desdeña. Y es este el punto de inflexión clave, esta es la instancia vital de la reflexión y el descubrimiento de la esencia de lo educativo.
El rol de la educación
En principio, quiero dejar muy claro que no discuto que la educación tiene como cometido fundamental traspasar el legado que como humanidad hemos ido acumulando en términos de saberes. Pero la cuestión es entender lo que con tanta sencillez y claridad nos explicó un uruguayo inolvidable, Perico Pérez Aguirre, quien decía claramente que educar “nunca podrá quedar encerrado en el chaleco de fuerza del orden intelectual”. Claro, él lo planteaba en la línea de educar en derechos humanos, pero yo me pregunto: ¿puede haber otra forma de educar en este mundo que no sea desde el paradigma de los derechos humanos?. Y respondo: lamentablemente, sí, puede haber. El propio Perico, ya en el año 1991 lo señalaba en aquella contundente carta que le dedicó al “grupo de audaces que quiere educar en derechos humanos”, en la que decía que podemos educar para “el consumo, la competencia, el lucro, el interés personal”. Pero sigo interrogando: ¿es eso educar? ¿Es ese procedimiento un ejercicio humanizante, un modo de hacer surgir el potencial que portamos y nos diferencia como especie del resto?
Perico insistía en esto porque tenía claro, lo declaraba y lo actuaba, que educar tiene más que ver con el hacer que con el decir. “Porque será inútil decir no miento, habrá simplemente que decir la verdad, ser veraz, lo eficaz no será predicar la tolerancia, sino ser simplemente tolerante”. Aquí es donde mi preocupación emerge con mayor fuerza, en esta disociación de carácter habitual entre lo que decimos y lo que hacemos.
“Educar es -dice Perico– hacernos y convertir a los demás en vulnerables al amor”. En eso, sin duda, estamos fallando y lo confirmamos con noticias como las que nos llegan desde Brasil. O con el descubrimiento de la presencia de grupos neonazis en otras latitudes. O con la simple disponibilidad a atender comentarios y acciones de la vida cotidiana que pasan inadvertidos como hechos importantes porque a fuerza de repetirse se han naturalizado. La empatía, seguramente el ejercicio más humanizante que podamos hacer, se ausenta ante el individualismo e imposibilita la apertura de esa vulnerabilidad necesaria ante el amor.
La pregunta necesaria, irreductible, que nos concierne como integrantes de esta sociedad, más allá de que seamos madres, padres, educadores, y que debe movernos a la acción inmediata es qué pasa en nuestros hogares y nuestras aulas, que no estamos pudiendo defender la vida, respetar lo humano. La historia y, lamentablemente, también la situación actual ya nos han mostrado quiénes son los perdedores cuando eso sucede.