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Setiembre y el último caudillo rural

Por Leonardo Borges.

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Caras y Caretas Diario

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“Yo ya no tengo caudillo, No tengo por quien pelear. Pa’ que quiero la divisa Si se murió el general” ‘De poncho blanco’ (Tabaré Etcheverry, Julián Murguía)   Una imagen vale más que 1.000 palabras. Seguramente así fue para aquellos que observaron atónitos al caudillo Aparicio Saravia caer estrepitosamente de su caballo, herido tras una descarga de metralla. La imagen congeló a todos. Era el caudillo, era el destino de la revolución. La sensación de orfandad constante. El 1º de setiembre de 1904, al norte, casi cayéndose del mapa, estalló la batalla de Masoller a las tres de la tarde exactamente. De un lado, las fuerzas rebeldes de Aparicio Saravia, y del otro, los colorados gubernistas del presidente José Batlle y Ordóñez. Dos Uruguay chocaban, con sus razones y glorias. Dos hombres que, a pesar de tener convicciones análogas, por su persistente y testaruda falta de comunicación, chocaron inevitablemente. La revolución del 04 era un final y era un principio. En tan solo tres horas, caían muertos sobre la gramilla más combatientes que en los dos días de la batalla de Tupambaé. A las siete se calmó el tiroteo, por lo que Aparicio, creyó que se les acababan las municiones a los gubernistas y era cuestión de tiempo para la retirada. Tenía razón. De este modo, montó su caballo, tomó el estandarte y pasó revista para arengar a sus hombres. Era una actitud de caudillo, de hombre de masas, por el que se mata o se muere en batalla. Definitivamente, aquello -aunque romántico- pertenecía a otro Uruguay. Colocadas las fuerzas frente a frente, una a la vista de la otra, extinguiéndose poco a poco los tiros; Saravia cruzó a lo largo de la formación blanca, al trote de su caballo, como quien pasa revista hasta desaparecer por el lado izquierdo, cubierto por una colina. Era un alarde de coraje y un modo infalible de encender el ánimo de sus seguidores. Alguien pensó en las filas coloradas “Lo va a hacer de nuevo” y previno a los tiradores. Y, efectivamente, Saravia reapareció por el lado izquierdo para reiniciar en sentido inverso el recorrido. Sobre él apuntaron muchos, y al disparar la primera ráfaga, mataron al caballo del caudillo, hiriendo de muerte a Aparicio. La batalla terminaba prácticamente antes de empezar. Nepomuceno Saravia contó lo sucedido: “[…] Al ver eso apreté espuelas y llegué hasta el general, quien en ese instante se agarraba la pierna derecha, con gesto de dolor, y le dije: ‘General, ¿lo lastimaron en la pierna?’ ‘¡No, es la pierna… ajo!’, y sofrenó su caballo. De inmediato lo rodeamos y Vargas lo ayudó a bajarse. Ya en el suelo, comentó: ‘No lo siento por mí, lo siento por mis amigos’”. La bala entró por la cintura, llegó hasta el riñón, dio en los intestinos y encontró hueco de salida en el vientre. El dolor era fuerte, el dolor de perder la revolución, de rendirse antes de empezar; Aparicio sabía que su ejército se desbandaba. “Que no se den cuenta los compañeros”, dicen algunos, que fueron sus palabras. Lo cierto es que el herido jefe fue levantado sobre dos ponchos y luego se le confeccionó una camilla con lanzas y meneadores, en la que lo llevaron a Brasil. Lo recibirá en su estancia João Francisco, su amigo, aquel afamado caudillo riograndense. Antes de irse, una expresión de deseo: “Mañana quiero oírlos pelear”. Comenzó la larga agonía del caudillo, trasladado en una carreta hasta la estancia de la madre de Francisco, Luisa Pereira de Souza. Desde el 2 hasta el 10 de setiembre sufrió una dolorosa agonía. Tuvo fiebre, deliró, sufrió peritonitis y una bronconeumonía se lo llevó para siempre. Su médico, Arturo Lussich, nada pudo hacer; así que el día 9 llegó un médico colorado, Luis Mondito. Ya era demasiado tarde. Se despidió de su hijo menor, Mauro, de 16 años, y falleció en la madrugada tras una serie de delirios, típicos de un hombre agonizante por la fiebre. La revolución, entonces, ya tenía sentencia de muerte. No estaba el caudillo. El levantamiento terminó poco después. El 2 de setiembre muchos contendientes en Masoller pasaron a Brasil. Otro problema sustancial era, pues, quién lo sucedería. Cómo toda figura avasalladora -él mismo era la cohesión-, no tenía previsto un sucesor. Era esa la esencia de su ejército eminentemente decimonónico y, sobre todo, rural. Ninguno calzaba ese número, ni siquiera João Francisco. De este modo, comenzaron las negociaciones tendientes a la paz. Basilio Muñoz, apoyado por Luis Alberto de Herrera, abrió las conversaciones. Por el gobierno negociaron Carlos Manini Ríos, Pedro Figari y Pablo Galarza. Era una rendición, y Batlle se la cobraría muy caro. El 24 de setiembre de 1904, se firmó la Paz de Aceguá, que fue ratificada por la Asamblea General el 15 de octubre. Era el fin de la revolución. La última revolución rural (o por lo menos la última lo suficientemente grande para hacer temblar a un gobierno) moría junto a su caudillo. Aquel 24 de setiembre fue por tanto el fin de un Uruguay y el inicio de otro. Aunque lo más extraño parecería ser que ese Uruguay moderno es hijo tanto de unos como de otros, pero la historiografía oficial -colorada hasta los huesos- no lo termina de aceptar.

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