Estamos en un mundo, o al menos en una subregión de él, en que las utopías se han desutopizado y han ido limando sus garras, tal como vio y entrevió a futuro, ya en 1929, Karl Mannheim. Estoy hablando de las políticas reales y concretas que se implementarían, no del grado de radicalidad que impongan las propagandas electorales coyunturales, que resultan ser indicadores de muy baja fidelidad como predictores de las políticas concretas que se impondrían.
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Gruesamente y como para hacer boca, podría decirse que América Latina salió del Plan Cóndor con mucho peso en el platillo derecho de la balanza, y con un vuelco de la báscula hacia el centro pre-Cóndor.
Luego advino el período en que el platillo de la izquierda primó, desde fines de siglo hasta los primeros del actual.
Lo siguió, en la década pasada, un regreso del péndulo a la derecha, pero muy breve, ya que, por un lado, algunas izquierdas clásicas, aunque muy desvencijadas (Cuba, Venezuela, Nicaragua) seguían más o menos vivas, aún nominalmente pasibles de contabilizarse como izquierdas en un espectro político-ideológico agrietado; y por otro lado, México, Perú, Argentina, ahora Chile y probablemente Colombia, hacen temer por un nuevo regreso de ‘izquierdas’, llamadas ‘populistas’ y radicales de modo fácil, grosero y anti-científico, claramente anti-politológico, aunque no por ello con menor gancho popular en su simplificado error.
Este temor por el regreso del fantasma populista radical se manifiesta en el brutal aumento de la fuga de capitales desde América Latina, muy especialmente a Miami, que hace muchos años florece como refugio de capitales temerosos de políticas de izquierda reales o posibles, sean más o menos paranoicos esos temores. El Institute of International Finance (IIF) afirma que el flujo de capitales desde la región aumentó de 80 billones de dólares en 2015 a 128 billones en 2021.
El porvenir de las izquierdas
El balotaje es un desastroso instrumento político de decisión electoral, con fallas brutales desde lo cultural y lo político-ideológico. Por un lado, produce falsas y furtivas ‘unidades’, que supuestamente producen legitimidad electoral, pero que construyen agrupaciones de disidentes que se unen más por asco a las alternativas que por amor a sus coincidencias. Los fugaces fulgores comiciales de unidad, consenso y coincidencia, no pueden opacar, ni las trabajosísimas negociaciones para la construcción de esas groseras unidades preelectorales, que estuvieron precedidas más que de coincidencias sustantivas por conveniencias y ascos compartidos, ni tampoco la guerra poselectoral inmediata para acomodarse dentro de los esquemas triunfadores y para chantajear apoyos a cambio de promesas, éstas hechas para cooptar y luego ver cómo se acomodan los melones en el carro. Nada hay más mistificador de una legitimadora unidad político-ideológica que la funesta institución del balotaje, ancla trucha de cualquier democracia (sea dicho en broma: parece inventado por los programas de debate periodístico y por sus anunciantes).
Es muy probable que esto le pase a Boric cuando tome el gobierno real, superado el momento ficcional del balotaje, que solo puede ser celebrado por quienes habitan en ese universo ficcional de la matrix político-electoral. Tanto los odiados perdedores como los furtivos compañeros de balotaje le harán la vida imposible; y entonces optará por las soluciones que menos molesten el cotidiano del chileno medio, lo que originará políticas a la derecha de las vociferadas en la campaña del balotaje, pero siempre a la izquierda de los perdedores que buscarán su rédito futuro pidiendo mano dura para los radicales de la coalición vencedora, que estarán exigiendo más y presionando por la continuación de su apoyo. Como predijera hace casi un siglo Mannheim, el resultado final serán políticas de cambios ‘incrementales’, mínimos, aunque vociferados como radicales por los adversarios, y como coherentes con las promesas por el gobierno. Los gobiernos salvan lo suyo como objetivo real, mantienen sus puestos y a los suyos, y su contingente ‘duro’ de votantes, evitando el peor choque con los compañeros de coalición balotajista y el menor lucro para los perdedores con la frustración segura del chileno medio, consecuencia casi ineludible del fetichismo de los programas electorales, denunciado ya por Herbert Spencer en pleno siglo XIX. Discépolo actualizado.
Como previeron profética y lúcidamente Spencer y Mannheim, las elecciones democráticas, y peor aún aquellas con balotaje, podrán hacer cada vez menor profundidad de cambios, arrastradas por sus características paralizantes, tanto en la conformación de efímeras, furtivas y artificialmente impuestas plataformas y fórmulas, como en la implementación de políticas sustantivas en medio de ese campo minado superviviente.
Los cambios son cada vez más retórica de propaganda, descafeinados por el proceso de constitución de unidades ficcionales político-electorales, y descremados en el proceso real de producción de la decisión política. Existen, sí, beneficiarios muy reales de la ocupación de los cargos de gobierno, electos y designados, y de los beneficiarios directos de esa ocupación, y no otra, de los lugares.
La pelea real, más allá de la humareda retórico-electoral, es por puestos y por meros matices, incrementalmente decididos, en los objetivos públicos.
Pero hay, ficcionalmente, una grandilocuente legitimación retórica de eso por una parafernalia de infladas propuestas que alinean al cuerpo electoral en trincheras posicionales en torno a las grietas de turno.
La entropía light de las izquierdas
Uno. Históricamente, la izquierda cometió un error que a todo boxeador que lo comete suele costarle la pelea: avisar teóricamente antes qué defectos identificó en el rival y cómo los piensa explotar para ganarle.
Dos. Un segundo error subsiguiente es el de creer que su rival no hará nada para contrarrestarlo o adelantársele para impedir que lo ataque del modo suicidamente anunciado.
Tres. No le hizo caso a Gramsci, que afirmó que la pelea no era sólo política, por modificaciones en la estructura económica, sino también por el imaginario cultural, por la hegemonía en la cultura política y cívica. Porque si la gente quiere cosas capitalistas, no habrá modo de convencerla de querer cosas no capitalistas, peor anti-capitalistas; votará a los que les parezca que les aseguran el logro de su imaginario capitalista, y no a los que les amenacen el acercamiento a ese ideario. Paulatinamente, entonces, habrá que mimetizarse como capitalista para obtener su voto; y, si se pide prestado y no se intenta cambiar al prestamista, jamás será nuestro. Iremos despeñándonos por esa ladera, sin poder regresar, en un círculo vicioso que nos conquistará a nosotros, lejos de conquistarlos nosotros. Salvo que se haga algo para torcer ese destino. Miremos la historia reciente: no se ha hecho. No le pidamos entonces peras al olmo: calavera no chilla.
Cuatro. En su frenesí snob por la liberal democracia representativa republicana, se olvida de los viejos conceptos de Lukacs de ‘falsa conciencia’ y de los marxistas de ‘alienación’, de la genial metáfora de que el ojo humano, para ver bien, invierte la percepción sensorial en la retina.
Cinco. En esas condiciones, de hegemonía cooptada científicamente, de alienación y falsa conciencia conquistados, apelar al demos para oponerse a la voluntad del oligos, como pregonó la teoría democrática en el siglo XVIII, debería sonar a ingenuidad miope, a modelo obsoleto a cambiar, o por lo menos a no comprar como nuevo. Cada vez la oligo-voluntad está mejor servida por la demo-demanda cooptada, alienada, falsamente consciente, que pide la oferta capitalista; y es eso lo que la sociedad de consumo le resolvió a las crisis capitalistas, que habían sido de oferta, de demanda por la oferta magnificada ¿Será el demos la salvación, ahora, ‘hoy día’, como les gusta decir a los chilenos?
Seis. ¿Puede ser algo más que un gatito ronrroneador el que pudo ser un rugiente tigre, como dijo Mujica? ¿Qué puede cambiar ese gatito? Quizás de a poco puede mucho. Quizás es ya solo una lucha por puestos, ingresos y poder, y por meros matices culturales, económicos y políticos. Son, el resto, fuegos artificiales electoreros, ‘puro grupo’ diría Gardel cantando a Discépolo? ¿Entiende hoy la izquierda el mundo como lo entendía cuando sus teorías fueron pergeñadas? ¿Con quiénes se alinean cuando las papas queman? ¿Con quiénes se alineó cuando apareció la pandemia? ¿Entienden lo que dicen y el gancho político-ideológico que tiene, sobre todo con los jóvenes, la mal llamada ‘nueva derecha’?
Si todo esto se reflexiona, podrá festejarse el triunfo de Boric; pero si se ignora, no sería importante su triunfo, porque podría poco, salvo tener más de los nuestros mejor de vida, y mejorar un poco al demos capitalista votante.