Borges dice que Montevideo es una “ciudad que se oye como un verso”. Yo hoy, más que oírla, la respiro en esta tarde de noviembre, mientras me invade el aroma de los jazmines. Es un perfume inconfundible que mi mente asocia en forma invariable con otro hecho que siempre ha sido importante en mi vida: la proximidad de la finalización de los cursos.
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La culminación del año lectivo suele ser un tiempo de sensaciones encontradas. Se percibe en grandes y chicos la esperanza del descanso y el disfrute del sol -que dicho sea de paso este año ha estado muy remolón y ha aparecido poco-, pero también es un tiempo de tensiones. El cansancio acumulado se une a los nervios de las calificaciones finales por lo que existe una sensación de hostilidad latente reinando en los espacios educativos. Sin embargo, esta tensión se intercala con risas, festejos y meriendas compartidas, en una mezcla de sensaciones, emociones y vivencias vertiginosas. También es un tiempo en el que se desencadenan rutinas como un guion acuñado inexorablemente: llegan las reuniones y los juicios finales -siempre insisto en esta cuestión del lenguaje jurídico policial que es habitual en nuestra educación- y, como consecuencia, el período de exámenes.
“Abandoné el liceo porque nunca pude aprobar Dibujo. Nunca. Fracasé en todos los intentos. Así que puedo decir, por ejemplo, que por no saber dibujar, no pude ser abogado”, confesó en una entrevista a un periodista ni más ni menos que uno de los más prestigiosos escritores uruguayos perteneciente a la Generación del 45: Juan Carlos Onetti. Es que esto del fracaso escolar y de la desvinculación no es una novedad y, aunque es muy cierto que Onetti no necesitó terminar el liceo para generar un nuevo modo narrativo de impacto universal, no puedo dejar de preguntarme cuántos otros habrán quedado por el camino sin haber podido explorar nuevas posibilidades educativas. Y, como confiesa Onetti, la dificultad de superar una asignatura, lleva muchas veces al abandono definitivo, aun cuando la asignatura “insuperable” sea escasamente importante en relación a la vocación que el joven tenga.
El mecanismo del examen es una instancia clasificadora de personas que en su tiempo fue muy eficiente para ese fin. Es la expresión pura de una educación media selectiva, pensada para unos pocos y, justamente, creo que allí podría residir una de las explicaciones por la que los estudiantes de hoy día no concurren a las instancias de examen. Quizás en el interior del país haya otro panorama, pero en Montevideo, son muy pocos los estudiantes que se presentan a rendir exámenes. Incluso es observable que hay más estudiantes presentes en los períodos de diciembre y febrero, y en los períodos de julio y setiembre, el liceo está desierto. Algunos podrán pensar que en este mundo, regido por el principio del placer, ningún joven quiere pasar la bochornosa sensación que un examen genera, con tres docentes de gestos anticipatorios que preguntan una y otra vez los temas del curso. Porque convengamos que un examen es eso, el control que los docentes hacemos sobre una porción de información que estuvo enunciada alguna vez en el programa del curso. En resumen, un examen es una herramienta de control. En cierto momento, dio resultado porque respondía a una propuesta educativa “contenidista”, pero hoy ya no es un mecanismo efectivo. Por eso, los jóvenes ya no habitan el lugar y el tiempo del examen, prefieren cursar nuevamente un año entero y algunos adultos se desesperan porque asocian la calidad educativa con la capacidad de recitar contenidos.
El otro día escuché por enésima vez a la pedagoga argentina Graciela Frigerio. Siempre es un placer hacerlo, un placer que nace de la inquietud que su palabra despierta, hábilmente disparadora. Con mucha naturalidad planteó la necesidad e incluso la obligación de ver qué posibilidades hay de abrir un nuevo campo de sentidos plurales para la experiencia escolar, aprovechando este tiempo en que políticamente algo está tratando de transformarse. Y uno, que ha aprendido a recorrer con ella la práctica de la interrogación acerca de qué experiencias les ofrecemos a nuestros jóvenes en los liceos, no puede menos que conmoverse en este fin de año y plantear que en tiempos en los que estamos transitando hacia una educación rupturista con respecto a la tradicional, con duplas y tríos de docentes buscando la intersección disciplinar, lanzando preguntas para provocar el pensamiento, intentando la investigación, hay que poder crear una evaluación acorde, una evaluación que forme parte del proceso de enseñar y del proceso de aprender, que tenga sentido y no sea torturante.
Sé que este tema, como tantos otros, es muy polémico y la brevedad de estas líneas puede llevar a realizar interpretaciones incorrectas de mi sentir y a fortalecer la mirada siempre rigurosa de aquellos que piensan en el pasado como el tiempo paradisíaco de la vida, pero realmente es necesario poder establecer la pregunta acerca de por qué resguardamos los períodos de examen y su mecanismo y nos negamos a pensar otras modalidades de evaluación que puedan ser habitadas por los jóvenes de hoy, exhibiendo sus aprendizajes como fuerza motora para seguir aprendiendo.