“Conocerse claro está que necesita su tiempo, con años que albañileen y años de derrumbamiento…”.
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‘El instrumento’, Eduardo Darnauchans.
La contracara de la felicidad (soy mesiánico exprofeso) es el dolor (más romántico de lo normal). El duelo es la primera etapa de esa herida abierta, que duele, que suele infectarse de vez en cuando y que en algún momento de la vida, se cierra. Pero siempre deja marcas inermes, huellas en el alma. Somos seres dolientes que estamos abyectos al destino.
La vida, y es harto utilizado por los poetas, es una especie de camino sinuoso. El poeta utiliza determinados artilugios para demostrar que el destino es una especie de montaña rusa. Esas sinuosas curvas y caídas se marcan inevitablemente. Nunca sanamos de esas heridas, el duelo es ad eternum.
La cultura occidental ha sublimado la derrota y el dolor, pues en ellos se encuentra la dosis más poderosa de autoconvencimiento, el suplicio en su forma más absurda; sumado obviamente a que somos adictos al drama. La derrota es el momento de las críticas y las autocríticas, es el momento del sufrimiento extremo. Somos adictos al drama y, como tales, cuando caemos, hacemos leña de ese árbol. Y luego una fogata.
Los romanos en la antigüedad prohibían las críticas en la derrota. No ensalzaban los errores o se autoflagelaban o introducían las manos en la herida para revolverla a gusto, como el incrédulo de Tomás ante el Cristo resucitado. En tiempos de fracaso, los romanos callaban, meditaban, reflexionaban, pero siempre por dentro. Los romanos solo reprochaban y reprendían cuando vencían en las batallas. Ese era el momento en el cual los Tito, los Mario, los Pompeyo y los Julio César recibían agravios, escupitajos e insultos. Ovación y triunfo eran dos caras de una misma moneda. Algarabía y humillaciones.
El dolor para nosotros los occidentales de hoy es una parte necesaria del aprendizaje del ser humano, y es el momento en el que los humanos nos dividimos y nos amonestamos. La procesión va por dentro. No aprendimos nada de los romanos, a pesar de que son nuestros ancestros. Nos flagelamos, y difícilmente aprendamos del duelo o la derrota, sino que nos fustigamos pensando que la vida es así, golpes y tumbos. Una sola palabra es la causante de ese duelo eterno y ese autoflagelamiento necesario del ser humano, la culpa.
La acarreamos desde los tiempos de Jesús (el autonominado Cristo), en el que cargamos con ese ataúd (o, mejor dicho, cruz) de la culpa, y aparece en todo momento. Es el pecado original que arrastramos desde que dos jóvenes en plenitud de sus deseos fueron colocados por un dios semita en el desierto, en el que obviamente comieron de la manzana del árbol de la sabiduría (e hicieron muchas cosas más en posiciones varias) y, de esa forma, ese dios semita, mutado en arrogante y tirana deidad les quitó aquel paraíso y los mandó a la Tierra (esta) a sufrir y trabajar.
Desde aquellas estaciones, desde aquellas leyendas, el hombre ha cargado con la culpa de pretender acercarse a Dios y ser desterrado del paraíso, sumado a ser descendientes de un hombre que asesina a su hermano por celos. Lista completa.
Pero además de la culpa del Antiguo Testamento, traemos la culpa del Nuevo Testamento, en la que los seres humanos asesinamos (con o sin intención) al “padre, hijo, espíritu santo” (siempre es complicado explicar quién es en realidad Jesús) que nos quiso salvar. La culpa entonces está en nuestros poros, en nuestros fueros más íntimos, pero es funcional a la poesía y la trova.
El arte se alimenta de esa culpa y siempre está sublimando el dolor en ese sentido. Es el pecado original que repetimos una y otra vez, sublimamos el dolor pues de una extraña y sádica forma el dolor libera. A la imagen de Jesús sufriendo le llamamos Pasión. Ese momento extremo de la cultura judeocristiana que recrea la flagelación y la tortura está emparentado con la limpieza, con la purificación, pues ese ser sufre para expiar los pecados de los hombres. Ergo: el dolor purifica.
Vivimos en una cultura masoquista y sádica que espera el dolor como acicate. Por tanto, al hedonismo moderno de la posmodernidad, las generaciones anteriores se desgañitan gritando en su contra, pues satisfacer nuestros deseos no es algo sano. Sufrir lo es. Las sociedades occidentales han vivido una etapa de descatolización progresiva en la que, mientras más musulmanes aparecen en Oriente, menos católicos aparecen en Occidente. Esto no quiere decir que la cultura haya perdido el sello judeocristiano que baña la cultura. Se esconde tras lo secular, una cultura occidental basada en los preceptos judeocristianos más que nunca.
El dolor es funcional a la poesía, que es la exaltación de los sentimientos, y el dolor es el sentimiento más profundo del ser humano. El que más alto se escucha por las noches en las que llueve y hace frío y su compañera trashumante es la culpa.
¿Qué hechos o sucesos sufriste para estar aquí? ¿Cuántos golpes te dio la vida para madurar? Todo culmina siendo una macabra competencia entre experiencia y juventud. El inexperto lo es en relación al dolor que ha experimentado y esa culpa, ese pecado original con el que acarreamos, es el aliciente perfecto para sentirnos lúgubres y abatidos.
El dolor es la quintaesencia del ser humano occidental, mientras que el hedonismo es la licencia perversa que se da el hombre y la mujer, al caro precio de la culpa. Como una especie de adicto que consume la sustancia tan requerida a grandes saques o sorbos o pitadas, y luego se siente profundamente culpable, así como la bulímica que vomita con odio lo que tanto placer le causó segundos antes.
La culpa es inherente a la cultura judeocristiana, dolor y culpa son caras de una misma moneda y necesarias en nuestra cultura para ser. No existe otra chance, pues todos acarreamos con el pecado denominado proféticamente “original”, y eso nos culpabiliza, nuestro cuerpo y nuestras emociones.
Sumergidos en el siglo XXI nos preguntamos hasta qué punto el poder temporal de la iglesia se relaciona con su poder espiritual, y hasta qué punto sus preceptos más enquistados en nuestra moral sobrevivirán.