Cada vez que habla Óscar Tabárez en una conferencia de prensa da la impresión de que el fútbol, que es el área estricta de su competencia, le representa un vehículo para la pedagogía, para la didáctica del ejemplo y la vindicación de valores, para el ejercicio de su profesión auténtica: la docencia. Se puede alegar que Tabárez utiliza su experiencia como maestro de escuela para desempeñarse en la conducción de un equipo de fútbol, pero sería más apropiada la afirmación inversa: Tabárez usa el fútbol para introducir en el ámbito más inesperado el magisterio. Entre el diseño táctico y el entrenamiento de futbolistas de alto rendimiento, se las arregla para meterse con la condición humana de los deportistas, para extender un cable a tierra a superestrellas y desidealizarlos como ídolos, que es una condición indispensable para que se realicen como hombres, al fin y al cabo iguales, más allá de famas y fortunas y talentos impares. La Copa del Mundo nos permite tomar conciencia de la admiración que provoca el maestro Tabárez a lo largo y ancho del planeta, no tanto por el estilo que practica la selección ni por la extensión del proceso que dirige, sino por su peculiar manera de conducir, que es un entrevero radical de filosofía con fútbol, convirtiendo en proyecto deportivo una mirada de la vida completamente ajena a la mirada dominante en el universo del hiperprofesionalismo actual, que ha transformado la pasión de la multitud en una danza de millones y elegidos, elevados a la categoría de semidioses, magnificando la trascendencia del individuo por sobre el trabajo colectivo, de los extraordinarios por sobre los ordinarios, del brillo de los nombres propios por encima del entramado humilde que se teje desde el anonimato y la limitación, pero que está detrás de todos los logros de la especie humana. Los jugadores lo quieren y lo respetan. Lo veneran porque bajo su mando vuelven a vivir el fútbol como cuando eran niños y venían de la nada, y no tenían prestigio ni riqueza, apenas ilusiones y alegría por jugar su deporte favorito en rincones atravesados por la precariedad, pero cobijados por la amistad de sus compañeros y el aliento de sus familias. Con el maestro vuelven a ese tiempo, a la felicidad infantil de ser así, como son, sin la bruma de la responsabilidad ni la competencia del profesionalismo descarnado, entregados a una identidad colectiva de puño cerrado, donde nadie es más que nadie, donde el todo es más que la suma de las partes, donde el héroe es un puesto rotativo entre viejos y nuevos, entre consagrados y debutantes, entre famosos y casi desconocidos. Porque el héroe, en última instancia, es el grupo como grupo, como sujeto plural en el que el individuo se potencia justamente cuando se diluyen los rasgos de vanidad o de jactancia. Aunque la prédica ética del maestro tiene mucho ver con el sitial de respeto que ha recobrado la selección de Uruguay tras muchas décadas de lastimoso ostracismo, no es la única causa de su éxito. Tabárez es un entrenador que concibe al fútbol desde un criterio casi científico. Es metódico hasta el extremo. Diseña planes a largo plazo. Es sistemático en la ejecución de una propuesta futbolística que se desprende de una interpretación histórica y cultural de la sociedad uruguaya. En cierto modo, el maestro Tabárez es un técnico que entiende que el tipo de fútbol que juega una selección es una manifestación de características antropológicas muy profundas del ser nacional, por lo que sería completamente en vano postular un estilo de juego que se apartara de esa tradición, aunque lo pida la prensa o lo imponga la moda. El estilo de fútbol, en ese sentido, es un lenguaje constitutivo de la identidad, como el castellano es la lengua madre de los hispanoparlantes, y sería absurdo e improbable que un uruguayo escribiera como Shakespeare tanto como pretender que un británico cantara como Zitarrosa. Entre las muchas cosas que nos ha dado este ciclo de Tabárez al frente de las selecciones nacionales, no está sólo la oportunidad de ver a Uruguay clasificando y avanzando en las copas del Mundo, ganar títulos como la Copa América o despertar ese flujo de amor entre la gente y el seleccionado, que se había perdido hacía tanto tiempo. Todo eso es maravilloso, pero se queda corto, porque el proceso de Tabárez nos ha legado cosas todavía más importantes: nos ha permitido redescubrir el valor de nuestro fútbol tan vilipendiado, volver a creer en nuestro deporte y nuestros jugadores, en lo mucho que podemos lograr si nos conducimos con inteligencia, serenidad, constancia, modestia y garra. La selección del maestro nos ha devuelto a través del fútbol mucho de la autoestima que habíamos olvidado, como una oportunidad de reencontrarnos con algo que fue nuestro alguna vez, que marcó la historia de nuestro siglo XX y que por mucho tiempo vivimos con nostalgia y la resignación de lo perdido para siempre: la gloria.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARME